El guardián invisible (29 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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—Conocía esos datos, el teniente Padua me llamó hace media hora… Pero hay algo en lo que tal vez usted pueda ayudarme. ¿Su marido es mecánico de coches?

—Sí.

—¿Ha sido ése siempre su trabajo?

—En República Dominicana sí, pero cuando vino aquí, al principio no encontró trabajo de lo suyo y estuvo un año trabajando para un ganadero.

—¿En qué consistía su trabajo?

—Pastoreo, tenía que llevar las ovejas al monte, a veces se pasaba varios días fuera.

—Quiero que mire en el frigorífico, en los armarios de la cocina, en la despensa, en cualquier sitio que usen para guardar provisiones. Mire y dígame si falta algo.

El teléfono debía de ser un inalámbrico, porque Amaia oyó la respiración agitada de la mujer y los pasos presurosos.

—¡Madre de Dios!, ¡se ha llevado toda la comida, inspectora!

Amaia cortó con toda la amabilidad posible a la mujer y llamó a Padua.

—No intentará salir del país, al menos no del modo habitual. Se ha llevado provisiones para varias semanas; sin duda está en el monte, conoce las rutas de los pastores como la palma de su mano. Si sale del país lo hará a través de la muga de los Pirineos, y por su conocimiento de la zona podría atravesar el valle y los montes sin ser visto. Y conocía la borda, había heces de oveja en el escenario; aunque las habían barrido, estaban en un montón junto a la chimenea. Yo me pondría en contacto con su ex jefe. Inés me ha dicho que es un ganadero de Arizkun, hable con él, puede ser de gran ayuda con las rutas y los refugios. Seguro que los de Seprona conocen los itinerarios.

A pesar del silencio, Amaia percibía la humillación de Padua al otro lado del teléfono, y de pronto se sintió furiosa; no iba a felicitarle, no había sido un buen trabajo, pero ella misma estaba en la cuerda floja con una investigación atascada y sin un sospechoso.

—Teniente, de poli a poli, esto que quede entre usted y yo.

Padua musitó un agradecimiento atropellado y colgó.

31

—Soy una niña —musitó—, sólo soy una niña, ¿por qué no me quieres?

La niña lloraba mientras la tierra le cubría el rostro. Pero el monstruo no tenía piedad.

El rumor del río le llegaba cercano, el olor mineral inundaba su olfato y el frío de las piedras se clavaba en su espalda mientras yacía junto al cauce. El asesino se inclinaba sobre ella para peinar su cabello a los lados, como perfectas guedejas doradas que casi ocultaban su pecho desnudo. Y ella buscaba sus ojos, desesperada por hallar piedad. El rostro del asesino se detenía junto al suyo, tan cerca que podía aspirar su aroma milenario de bosque, de río, de piedra, miraba a sus ojos y descubría que sólo había dos oscuros pozos, negros, insondables, allí donde debiera residir su alma, y quería gritar, quería dar salida al horror que atenazaba su cuerpo y que la volvería loca. Pero su boca no podía abrirse, por su garganta no podían trepar los aullidos que crecían en su interior, porque estaba muerta. Supo que así era la muerte de los asesinados, un eterno intento de gritar un horror que se queda dentro… Para siempre. Él vio su angustia, vio el dolor, vio la condena, y comenzó a reír hasta que su risa lo llenó todo. Entonces se inclinó de nuevo sobre ella y susurró:

—No tengas miedo de la
ama
, pequeña zorra. No voy a comerte.

El teléfono zumbaba sobre la mesilla de madera produciendo un ruido como de sierra de calar. Amaia se sentó en la cama, confusa y asustada, casi segura de haber gritado, y mientras se apartaba los mechones de pelo empapados que se habían adherido a su frente y su cuello, miró el aparato que se desplazaba por la mesa por efecto de la vibración como si se tratase de un siniestro escarabajo gigante y maléfico.

Esperó unos segundos mientras intentaba tranquilizarse. Aun así, sintió los latidos resonando como latigazos en el interior de su oído cuando se acercó el auricular.

—¿Inspectora Salazar?

La voz de Iriarte la trajo de vuelta a la realidad con la rapidez de un ensalmo.

—Sí, dígame.

—¿La he despertado? Lo siento.

—No se preocupe, no importa —contestó ella. «Casi le debo un favor», pensó a la vez.

—Es por algo que he recordado. Cuando usted vio el cuerpo dijo algo que he tenido dando vueltas en la cabeza desde entonces. Dijo: «Es Blancanieves», ¿lo recuerda? Es siniestro, pero yo también tuve esa impresión, y su comentario no hizo más que agravar la sensación que tenía de haber visto eso mismo antes, en otro lugar, en otro contexto. Por fin lo he recordado. Este verano estuve con mi mujer y los niños en un hotel de la costa en Tarragona, ya sabe, uno de esos con una gran piscina y un club de actividades para los críos. Una mañana nos dimos cuenta de que los niños estaban especialmente nerviosos, un poco raros, entre afectados y excitados, iban de un lado al otro del jardín recogiendo palitos, piedrecillas, flores y actuaban con muchísimo misterio. Les seguí y vi que por lo menos una docena de los más pequeños se habían congregado en un rincón del jardín y formaban un corro; me acerqué y vi que en el centro habían dispuesto un pequeño velatorio para un gorrión muerto. Estaba sobre un montón de pañuelos de papel, rodeado de cantos redondos y conchas de la playa, y cercando al pajarillo habían colocado flores formando una guirnalda a su alrededor. Me sentí conmovido, les felicité por el trabajo y les advertí sobre las enfermedades que podía transmitir un ave muerta y que debían lavarse las manos; después, casi a rastras, conseguí llevármelos de allí. A fuerza de jugar con ellos logré quitarles el pajarillo de la cabeza, pero durante días vi grupos de niños que se acercaban al rincón donde estaba el gorrión. Se lo comenté a un encargado y lo retiró de allí entre las quejas y el disgusto de los críos, aunque para entonces el animalillo ya estaba completamente agusanado.

—¿Cree que ha sido el niño el que la encontró?

—El padre dijo que el niño había ido al monte con más amigos. Me da a mí que quizá los niños lo encontraron, pero no el día que avisaron, sino antes, creo que hallaron el cadáver y decidieron preparar un velatorio, las flores… Es probable que ellos la cubrieran. Además, me fijé en que las huellas que aparecían en el frasco de perfume eran más bien pequeñas, de mujer supusimos, pero también podrían ser de niños. Estoy casi seguro de que fueron ellos.

—Blancanieves y sus enanitos.

Mikel tenía ocho años y ya sabía lo que era estar metido en un serio problema. Sentado en la silla de confidente del despacho de Iriarte, balanceaba los pies adelante y atrás en un intento de tranquilizarse mientras sus padres lo miraban dedicándole sonrisas de circunstancias, que, lejos de tranquilizarle, evidenciaban el mensaje que, aunque oculto, estaba latente en sus gestos. Su madre le había colocado la ropa y el pelo por lo menos tres veces, y en cada ocasión le había mirado a los ojos con esa expresión preocupada que tenía cuando no estaba segura del todo de lo que estaba pasando. Su padre había sido más directo: «No te preocupes, no va a pasarte nada. Te harán unas preguntas, tú sólo di la verdad lo más claramente posible». La verdad. Si decía la verdad con claridad, sería cuando pasarían todas las cosas. Ahora que había visto llegar a sus amigos acompañados por sus padres, desfilando por el pasillo ante la puerta casualmente abierta, y habían cruzado momentáneamente unas miradas de lo más desesperadas, sabía que no tenía escapatoria. Jon Sorondo, Pablo Odriozola y Markel Martínez. Markel tenía diez años y quizá se mantuviese firme, pero Jon era una nenaza, les contaría todo en cuanto le preguntaran. Miró una vez más a sus padres, suspiró y se dirigió a Iriarte.

—Fuimos nosotros.

Les llevó una buena media hora calmar a los padres y convencerles de que no era necesario un abogado, aunque podían llamarlo si lo deseaban; sus hijos no estaban acusados de ningún delito, pero era vital poder hablar con los niños. Al fin accedieron y Amaia decidió trasladarlos a todos a la sala de reuniones.

—Bueno, chicos —comenzó Iriarte—, ¿alguien quiere contarme lo que pasó?

Los niños se miraron entre ellos, luego a sus padres y por fin permanecieron en silencio.

—De acuerdo, ¿preferís que yo haga las preguntas?

Asintieron.

—¿Solíais ir a esa borda a menudo?

—Sí —contestaron a la vez, como una tímida clase de alumnos amedrentados.

—¿Quién la encontró?

—Mikel y yo —contestó Markel en un susurro, aunque no desprovisto de orgullo.

—Esto es muy importante, ¿recordáis qué día era cuando la encontrasteis?

—Era domingo —contestó Mikel—. Era el cumpleaños de mi abuela.

—Así que encontrasteis a la chica, avisasteis a los demás y volvisteis allí cada día para verla.

—Para cuidarla —puntualizó Mikel. Su madre se cubrió la boca, horrorizada.

—¡Pero, por Dios, estaba muerta! —exclamó el padre.

Un sentimiento de confusión y repugnancia recorrió a todos los adultos, que comenzaron a murmurar. Iriarte procuró calmarlos.

—Los niños tienen maneras distintas de ver las cosas, y la muerte les produce una gran curiosidad. Así que volvíais para cuidarla —dijo dirigiéndose a ellos—. Y la cuidasteis bien, pero ¿pusisteis vosotros las flores?

Silencio.

—¿De dónde sacasteis tantas? Ahora no hay casi flores en el campo…

—Del jardín de mi abuela —admitió Pablo.

—Es cierto —apuntó la madre—. Mi madre me llamó para contármelo, me dijo que el niño iba allí cada tarde a coger flores de un arbusto; me preguntó si me las traía a mí y yo le dije que no. Supuse que eran para alguna chica.

—Y así era —dijo Iriarte.

La madre se sobrecogió mientras lo pensaba.

—¿También llevasteis perfume?

—Se lo cogí a mi madre —contestó Jon casi en un susurro.

—¡Jon! —exclamó su madre—. ¿Cómo…?

—Era uno que no usabas, lo tenías entero sin usar en el armario del baño…

La madre se llevó una mano a la frente al comprender que su hijo había cogido el perfume más caro, el que menos usaba, el que reservaba para las ocasiones especiales.

—Joder, ¿te has llevado el Boucheron? —Y de pronto pareció más indignada porque se hubiese llevado un perfume de quinientos euros que porque lo hubiera vertido sobre un cadáver.

—¿Para qué era el perfume? —cortó Iriarte.

—Para el olor, olía cada vez peor…

—¿Por eso pusisteis los ambientadores? —Asintieron los cuatro.

—Nos gastamos toda la paga en eso —dijo Markel.

—¿Tocasteis algo del cuerpo?

Notó que la pregunta incomodaba a los padres, que se revolvieron en sus asientos y tomaron aire mientras le dedicaban una mirada de reproche.

—Estaba destapada —dijo uno de los chicos justificándose.

—Estaba desnuda —dijo Mikel. Una risilla se extendió entre los críos, pero se vio rápidamente atajada por los gestos horrorizados de los padres.

—Así que la cubristeis, ¿la tapasteis?

—Sí, con su ropa…, estaba rota —dijo Jon.

—Y con el colchón —admitió Pablo.

—¿Notasteis si a la chica le faltaba algo? Pensad bien la respuesta.

Se miraron de nuevo asintiendo y habló Mikel.

—Intentamos moverle el brazo para que sujetara el ramo, pero vimos que no tenía mano, así que la dejamos como estaba, porque ver la herida nos daba miedo.

Amaia se maravilló del modo en que funcionaba la mente infantil. Sentían miedo de una herida y sin embargo eran incapaces de sentir la amenaza implícita que suponía hallar un cadáver violentado; les daba miedo un corte limpio, aunque bestial, pero habían pasado todo su tiempo libre en la última semana velando a un cadáver que se descomponía por momentos sin sentir temor alguno, o quizás un temor superado por la curiosidad y por ese servilismo sectario con que son capaces de comportarse los niños, y que siempre la sorprendía cuando lo hallaba.

Amaia intervino.

—Toda la borda estaba muy limpia, ¿la limpiasteis vosotros?

—Sí.

—Barristeis el suelo, pusisteis ambientadores e intentasteis quemar la basura…

—Pero salía mucho humo y nos dio miedo que alguien lo viera y viniera a ver, y entonces…

—¿Visteis algo que pareciera sangre, o algo como chocolate seco?

—No.

—¿No había nada vertido junto al cadáver?

Negaron.

—Ibais todos los días, ¿verdad? ¿Notasteis si alguien distinto de vosotros había estado allí en esos días?

Mikel se encogió de hombros. Amaia se dirigió a la puerta.

—Gracias por su colaboración —dijo dirigiéndose a los padres—. Y vosotros debéis saber que si se encuentra un cadáver se debe llamar a la policía inmediatamente. Esa chica tiene una familia que la echaba de menos; además, su muerte no ha sido natural, y el retraso en contárselo a la policía podría suponer que su asesino, la persona que la mató, pueda escapar. ¿Entendéis la importancia de lo que os digo?

Asintieron.

—¿Qué va a pasar ahora con la chica? —quiso saber Mikel.

Iriarte sonrió mientras pensaba en sus propios hijos. Enanitos de Blancanieves. Estaban en una comisaría, acababan de interrogarlos, sus padres estaban abochornados, entre el horror y la incredulidad, y ellos se preocupaban por su princesa muerta.

—Se la devolveremos a su madre, la enterrarán… Le pondrán flores…

Se miraron y asintieron satisfechos.

—Quizá podáis visitar su tumba en el cementerio.

Ellos sonrieron entusiasmados y sus padres le dedicaron una última mirada escandalizada ante la sugerencia antes de tirar de sus retoños hacia la salida.

Amaia se sentó frente al panel, al que habían añadido las fotos de Johana, y una vez más se maravilló de lo que daba de sí la mente infantil. Iriarte entró con Zabalza y sonrió abiertamente mientras ponía ante ella un vaso de café con leche.

—Blancanieves. —Rió—. Me dan pena los pobres críos, sus padres los van a llevar derechitos al psicólogo. Y desde luego se les acabaron las salidas al monte para ir a explorar.

—Bueno, ¿qué haría usted si fueran sus hijos?

—Pues procuraría no ser muy duro, quizás hace un tiempo le habría contestado otra cosa, pero ahora tengo hijos, inspectora, y le aseguro que he aprendido mucho en los últimos años. Lo de salir a explorar todos lo hemos hecho, sobre todo los que nos hemos criado en zonas rurales; seguro que usted, que vivió aquí, también bajó al río y exploró por ahí.

—Ya, si eso me parece normal, curiosidad infantil, pero se trata de un cadáver, uno imagina que es el tipo de cosa que haría salir corriendo y gritando a unos críos.

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