—¿Cuántos días de permiso os han concedido? —preguntó ella a Dancer.
La cuestión surgió con naturalidad, pero contenía una tensión fácil de captar. Bolitho respondió por su amigo:
—Cuatro semanas. Quizá más tiempo si…
Ella se puso de puntillas sobre las puntas de los pies para acariciar su pelo.
—Por supuesto, Dick. Conozco ese condicional. Yo creo que lo inventó la Armada.
Colocada entre los dos muchachos, enlazó sus brazos con los de ellos.
—Por lo menos pasaréis la Navidad en casa. Y tendrás un amigo contigo. Me alegro. Tu padre aún no ha regresado de la India. —La madre suspiró—. Y, por desgracia, Felicity se ha casado y vive con su marido en el regimiento de Canterbury.
Bolitho se volvió para estudiarla con gravedad. Hasta entonces sólo había pensado en sí mismo, en su vuelta al hogar, en el orgullo por las misiones acometidas. Su madre tenía que enfrentarse sola a los acontecimientos, como les ocurría demasiado a menudo a las esposas de los Bolitho.
Su hermana Felicity, con diecinueve años, había aceptado feliz la petición de matrimonio de uno de los jóvenes oficiales de la guarnición local. El matrimonio se celebró mientras él se hallaba embarcado en el
Gorgon
, y ahora Felicity ya no estaba en casa.
Bolitho ya se había resignado a no ver a Hugh, su único hermano, que sin duda andaría embarcado en algún destino. Hugh tenía cuatro años más que él y era el favorito de su padre. Había sido ascendido a teniente en una fragata.
—¿Y Nancy? —preguntó con torpeza—. ¿Está bien Nancy, mamá?
La expresión de la dama se iluminó, como si hubiese recuperado su alegría.
—Por supuesto, Dick, está guapísima y feliz. Se fue a visitar a unas personas, a pesar de este tiempo.
Dancer respiró con alivio. También había oído hablar de Nancy, la menor de la familia. Debía de tener unos dieciséis años y era probablemente muy bella, si seguía los pasos de su madre.
—Buenas noticias —replicó Bolitho, viendo la expresión de su amigo.
La señora Bolitho, que observaba alternativamente a los dos jóvenes, soltó una carcajada.
—Ya comprendo —dijo.
—Yo mismo acompañaré a Martyn hasta su dormitorio, mamá.
Ella asintió y les siguió con la mirada mientras subían la elegante escalera, jalonada por retratos de antiguos miembros del clan Bolitho.
—En cuanto el chico del correo me dijo que el
Gorgon
había arribado a Plymouth, supe que vendrías a casa, Dick. ¡El capitán Conway no se iba a atrever a negarme ese gusto! ¡No se lo perdonaría jamás!
Bolitho se acordó del comandante del
Gorgon
, tan distante siempre y en perpetuo dominio de sí mismo, aun ante los mayores peligros. Jamás se le había ocurrido imaginarlo como hombre galante.
Dancer estudiaba uno de los retratos colgados junto a la escalera.
—Mi abuelo Denziel —explicó Bolitho—. Combatió en Quebec junto a Wolfe. Un hombre extraordinario, por lo que he oído contar. A veces dudo de si le conocí de veras, o si lo que recuerdo de él es lo que me ha contado mi padre.
—Tiene un aspecto muy altivo —reconoció Dancer—. ¡Y nada menos que vicealmirante!
Siguió los pasos de Bolitho por el rellano. El viento y el granizo golpeaban las ventanas. La casa le resultaba extrañamente estática tras los meses vividos en un navío a flote, con sus centenares de ruidos, olores y privaciones.
Así era la vida de los guardiamarinas en el navío: hambrientos las veinticuatro horas del día, acechados por las órdenes de los oficiales y corriendo de un lado para otro. En la mansión hallarían paz y tranquilidad, ni que fuese por unos días; también, si la señora Tremayne no había cambiado en sus hábitos de cocina, conseguirían saciar sus ávidos estómagos y engordar alguna libra.
Bolitho abrió una puerta ante él.
—Una criada te traerá tu equipaje, Martyn.
El joven se atragantó, sintiendo tras sus ojos un océano como el que se agitaba a lo lejos.
—Me alegro de que estés aquí. Más de una vez… —dudó al hablar—, durante esos meses, temí que no volvería a ver esta casa. El hecho de tenerte aquí lo hace mucho mejor.
Se deslizó hacia el descansillo dejando solo a Dancer, quien cerró con cuidado la puerta.
Avanzó hacia la ventana y observó por el cristal entelado. El mar, medio camuflado en la bruma invernal, se agitaba casi vivo en un perpetuo romper de crestas blancas.
Estaba allí y esperaba su retorno.
Sonrió para sí mismo y empezó a quitarse la ropa.
¡Por él, podía esperar unos cuantos días!
—Dime, Martyn, ¿qué te ha parecido tu primera velada de permiso?
Los dos guardiamarinas, con las piernas estiradas, contemplaban las llamas del fuego que ardía en el hogar. Los párpados pesaban en sus ojos a causa del calor y de la comida, generosa y hogareña, que la señora Tremayne les había preparado.
Dancer levantó su copa para observar el color cambiante de las llamas a través del oporto. Su cara sonrió.
—Me parece que es un milagro.
La cena se había alargado varias horas. Tanto la madre de Bolitho como su hermana Nancy acosaban con preguntas a los muchachos, para hacerles hablar. En algún momento Bolitho se preguntó cuántas historias de batallas y singladuras había oído aquella mesa. Cientos de narraciones, algunas sin duda algo alteradas por quien las contaba, aunque todas ellas ciertas.
Nancy estrenaba para la ocasión un precioso traje confeccionado para ella en Truro.
—La última moda de Francia mostraba un amplio escote que había provocado miradas furiosas en la madre, aunque le daba más aspecto de jovencita que de mujer atrevida.
Nancy se parecía a su madre, mucho más que su otra hermana, la cual había salido más a la parte Bolitho de la familia. En ella brotaba enseguida la famosa sonrisa que en su día sedujo al capitán de navío James Bolitho, cuando decidió convertir a aquella chica escocesa en su esposa.
Nancy había producido una profunda impresión en Dancer. Bolitho dedujo que el efecto era mutuo.
Tras los ventanales, protegidos por cortinajes, el granizo había dejado paso a la nieve, creando una atmósfera de silencio. Los techos de los establos y edificios circundantes aparecían ya cubiertos por un manto espeso y brillante. Bolitho se apiadó del conductor de la diligencia, en su camino hacia Penzance. No era una noche para viajar.
Los sirvientes se habían retirado ya a dormir, con lo que los dos amigos, solos, podían hablar a sus anchas. La casa permanecía en un silencio extremo.
—Mañana, Martyn, podemos bajar hasta el puerto. Aunque según el señor Tremayne estos días no hay ninguna nave interesante en la rada.
El representante masculino de la familia Tremayne administraba la casa y servía asimismo de mayordomo. Como el resto de los sirvientes, ya era muy mayor. La guerra de los Siete Años, finalizada hacía ya diez, dejó en las familias de puertos y poblados numerosos vacíos. Los ausentes eran hombres jóvenes muertos en batalla, o también otros que, una vez habituados al mundo exterior, lo habían preferido al regreso a su comunidad rural. En Falmouth sólo se podía ser marinero o agricultor: no había otra alternativa desde hacía siglos.
—A lo mejor hace buen tiempo y podemos montar a caballo.
—¿A caballo? —Bolitho sonrió.
—Has de saber que en Londres no vamos todo el día en carruaje, amigo.
Sus risas fueron interrumpidas por los sonoros golpes que alguien producía en la puerta principal de la casa.
—¿A quién se le ocurre circular a estas horas de la noche, y con este tiempo? —Dancer se hallaba ya en pie.
—Un momento —le frenó Bolitho con la mano levantada. Se acercó a un mueble y extrajo una pistola—. Aun en estas tierras hay que tomar precauciones.
Abrieron entre los dos la doble hoja de la puerta. El viento helado envolvió como una mortaja sus cuerpos acostumbrados al confort de la lumbre.
Ante ellos apareció el guardabosque de su padre, John Pendrith, que habitaba una pequeña choza cercana a la mansión. Era un hombre fornido y solitario, muy temido por los cazadores furtivos de la localidad, que eran legión.
—Perdóneme señor, por interrumpir a estas horas —dijo agitando con turbación el cañón de su mosquete—. Uno de los chicos del pueblo se ha presentado aquí. El reverendo Walmsley le dijo que la mejor solución era venir a hablar con usted.
—Entre, John.
Bolitho cerró las puertas tras ellos. La presencia del enorme guardabosque, con los aires de misterio que le acompañaban, le producía una cierta inquietud.
Pendrith aceptó un trago de brandy y se calentó junto a la chimenea. Pronto su espeso chaquetón humeaba como un caballo fatigado.
Fuese cual fuese el asunto, debía de tener su importancia cuando el rector Walmsley decidía mandar un mensajero hasta la mansión.
—Dice el chico que ha encontrado un cuerpo, señor. Por la costa, junto a la orilla. Podría haber estado sumergido unas horas. —Alzó la mirada y Bolitho vio sus ojos inexpresivos—. Dice que es Tom Morgan, señor.
Bolitho se mordió el labio.
—¿El recaudador de impuestos?
—Eso es, señor. Dice el muchacho que lo mataron antes de echarlo al agua.
Unos sonidos de pasos en la escalera precedieron la aparición de la madre de Bolitho. Envuelta en un batín de terciopelo verde, se acercó apresurada hacia los hombres con mirada interrogante.
—Yo estoy al tanto de todo, mamá —dijo Bolitho—. Han hallado el cadáver de Tom Morgan junto al mar.
—¿Muerto?
—Asesinado, señora —soltó Pendrith, quien explicó a continuación dirigiéndose hacia Bolitho—: Le digo, señor, que puesto que los soldados no están en el cuartel, y el juez de paz se marchó a Bath, el reverendo pensó en venir a molestarle a usted. —Una mueca llenó su cara—. Porque usted es oficial del Rey, ¿no?
—Habrá alguna otra autoridad en la zona… —insinuó Dancer.
Junto a él, la madre de Bolitho tiraba del cordón de la campana; su cara pálida mostraba una extraordinaria decisión.
—No. Siempre acaban acudiendo a nuestra casa. Llamaré a Corker para que ensille dos caballos. John, usted debe acompañar a los dos señoritos.
—Preferiría que se quedase contigo, mamá —dijo Bolitho, haciendo presión sobre el brazo de la dama—. De veras, mamá, deja de verme como aquel muchacho que se marchó para embarcarse y al que metiste una manzana en el bolsillo. Ya soy un hombre.
La iniciativa brotaba de su interior con una fuerza inesperada. Minutos antes sólo pensaba en irse a la cama. Ahora estaba despierto y alerta, con los nervios tensos ante el súbito peligro. Mirando la cara de Dancer descubrió que a su amigo le ocurría lo mismo.
—Al chico le mandé de nuevo a que vigilase el cuerpo —informó Pendrith—. Seguro que el señor recuerda el lugar. Es la caverna donde el señor y su hermano revolcaron aquel bote, y sus buenos azotes recibieron por ello, si lo recuerdo, ¿eh? —añadió mostrando la dentadura.
Enseguida apareció una de las doncellas; tras oír las instrucciones de la señora Bolitho, la chica corrió a despertar a Corker, el palafrenero, para explicarle lo que debía hacer.
—No nos cambiaremos, Martyn —dijo Bolitho—; no hay tiempo de ponerse el uniforme: iremos tal como estamos.
Tanto él como su amigo vestían de prestado distintas piezas de abrigo halladas en cajones y armarios de toda la mansión. Una casa que servía desde generaciones como hogar a oficiales de la marina debía contener, de forma natural, grandes reservas de camisas, chaquetas y calzones.
En quince minutos estaban listos para salir. De la soñolienta sobremesa a la acción inmediata. Otra cosa no les habría enseñado la Armada, pero ésa sí. La única forma de sobrevivir en un buque de guerra era permanecer alerta.
Tras las puertas se oyó el chocar de los cascos de los caballos sobre los adoquines del pavimento.
—John, ¿quién es el chico que encontró el cadáver? —preguntó Bolitho.
Pendrith se encogió de hombros.
—El hijo del herrero —dijo apuntando el dedo índice al costado de su frente—. Algo tocado de ahí… por la luna.
Bolitho besó la mejilla de su madre. La piel de la dama le pareció más fría que el hielo.
—Vuelve a acostarte, mamá. No nos demoraremos mucho. Mañana enviaremos alguien en busca del magistrado de Truro, o por los dragones.
Antes de que la nieve arremolinada por el viento dificultase aún más su marcha ya se hallaban sobre sus sillas de montar y avanzaban en la oscuridad.
Pocas luces alumbraban tras las ventanas del pueblo a aquellas horas, en que la mayoría de la gente decente ya se había acostado.
—Imagino que conocéis dónde viven y quiénes son la mayoría de la gente de aquí —aventuró Dancer—. Esta es la diferencia con Londres.
Bolitho arrebujó su barbilla en el cuello del chaquetón y dirigió la marcha del caballo por la nieve. Tenía gracia que Pendrith recordase todavía el episodio del bote. Su hermano y él peleaban como perro y gato. Hugh era ya guardiamarina, mientras él esperaba la posibilidad de embarcarse en su primer destino. Su padre reaccionó con un ataque de mal genio inhabitual en él. No por lo que habían hecho: por la preocupación que provocaron en su madre. Lo cierto fue que recibieron sus buenos azotes por ello, y difícilmente iban a olvidarlo.
Pronto se oyó el rumor del océano que chocaba implacable contra el acantilado y las rocas que se esparcían en rosario bajo él. El manto de nieve que lo cubría daba un aire misterioso al paisaje. Numerosas formas extrañas aparecían en la oscuridad para esfumarse al cabo de un instante y, de vez en cuando, las ramas de un árbol soltaban su carga de nieve con un fragor parecido al de un grupo de gente huyendo en la noche.
Les llevó una hora larga alcanzar la caverna, diminuta cavidad abierta en la pared de roca que se abría sobre una playa en pendiente. El hijo del herrero llamó su atención agitando una linterna y les guió hacia donde se hallaba. Le encontraron cantando para sí y pateando con los pies sobre la arena húmeda para entrar en calor.
Bolitho desmontó y tendió la rienda a Dancer.
—Sujétame el caballo un momento.
El animal bufaba excitado y temeroso, como hacen a menudo las bestias al hallarse ante un muerto.
El cuerpo yacía boca arriba con los brazos abiertos, la boca abierta en terrible mueca.
Bolitho se obligó a arrodillarse junto al cadáver del recaudador.