El Guardiamarina Bolitho

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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En 1772, a la edad de dieciséis años, Bolitho embarca como guardiamarina en el Gorgon, un navío de línea de setenta y cuatro cañones, con órdenes de navegar hacia África oriental para reprimir a quienes osaban oponerse a la marina de Su Majestad. Ya de regreso a su Cornualles natal, disfruta de un merecido permiso mientras su barco está en reparaciones. Pero la región en que pasó su infancia está infestada de contrabandistas y malhechores, y Bolitho tiene que interrumpir su descanso para embarcarse de nuevo.

Alexander Kent

El guardiamarina Bolitho

Bolitho #01

ePUB v1.0

Chotonegro
14.06.12

Título original:
El título del libro

@2000 Alexander Kent.

Traducción: Carlos Serra

ISBN: 9788474861006

Editor original: Editor1 (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE

1
UN NAVÍO DE LÍNEA

No era aún mediodía, pero las nubes que corrían apretadas sobre el puerto de Plymouth oscurecían tanto el cielo que parecía ya última hora de la tarde. Durante días el fresco viento del Este había soplado sobre la rada, repleta de buques fondeados, y sus grises aguas se veían cubiertas de una telaraña de líneas blancas de espuma. La lluvia fina y persistente se sumaba a la incomodidad del viento. La humedad había calado ya en las estructuras de los buques y los muros de defensa del puerto, que mostraban un brillo metálico.

La posada del Blue Posts, un edificio sólido y sin pretensiones, se hallaba en el enclave exacto de Portsmouth Point. Al igual que otras posadas u hosterías de puerto de gran tráfico, había sufrido a lo largo de los años numerosas ampliaciones. Conservaba, sin embargo, el aspecto inconfundible de un refugio para marinos. Era, en realidad, el punto de reunión preferido de los guardiamarinas, que lo frecuentaban más que otros aventureros, entre uno y otro embarque. Por ello había una atmósfera especial. Su sala, de vigas bajas y gruesas, siempre ruidosa y nunca demasiado limpia, separada de la calle por una puerta de doble batiente marcada por los golpes de sable, había asistido al inicio de las carreras de muchos oficiales que alcanzaron el grado de almirante.

Aquel día, a mediados de octubre de 1772, Richard Bolitho esperaba sentado en uno de los rincones de la larga sala y casi no prestaba atención a la algarabía reinante a su alrededor: las voces, el ruido de platos, el entrechocar de las jarras de cerveza, la lluvia golpeando incansablemente contra los cristales de las ventanas, nada parecía inmutarle. El aire espeso era una mezcla de numerosos aromas: comida, cerveza, tabaco, alquitrán y, cuando las puertas de la calle se abrían, un coro de maldiciones y quejas dejaba entrar el olor más picante de la sal de los navíos que esperaban en el muelle.

Bolitho estiró las piernas y suspiró. Había dado cuenta de una generosa ración de estofado de conejo, uno de los platos favoritos de los oficiales de marina en el Blue Posts. Tras el pesado viaje en carruaje, desde su hogar, en Falmouth, no era extraño que la comida le produjera sueño.

Observó con curiosidad a los guardiamarinas que se sentaban a su alrededor, jovencísimos algunos de ellos. Se diría que los más niños no superaban los doce años. Sonrió para sí a pesar de su carácter reservado. También él, cuando se embarcó por primera vez como guardiamarina, acababa de cumplir doce años. El recuerdo de aquella ocasión le sirvió ahora para comprender lo mucho que había cambiado. La Armada se había ocupado de cambiarle.

Entonces debía de parecerse a cualquiera de esos chiquillos que ahora abarrotaban la mesa de enfrente. Aterrorizado y fascinado por el ruido y aspecto mortífero del buque de guerra, pero dispuesto a todo para disimularlo, estaba convencido de que sólo él sentía miedo o aprensión ante la idea de subir a bordo.

Hacía cuatro años de aquello. Todavía le costaba aceptarlo. En ese tiempo había madurado mucho, hasta lograr adaptarse a la forma del navío que le rodeaba. El impresionante conjunto de mástiles, vergas y jarcias, las millas y millas de cabuyería de todo tipo, gracias a las que el buque avanzaba y obedecía. Las prácticas de maniobra, las de armamento, los viajes a la cofa y a las jarcias que oscilaban bajo la lluvia o la nieve, o los días de calor en que el sol del trópico, ardiente como un fuego infernal, parecía querer dejar a los hombres sin sentido y lanzarlos sobre la cubierta.

Aprendió las leyes no escritas del mundo que bullía entre las cubiertas; las lealtades imprescindibles en ese universo abigarrado que albergaba un navío de Su Majestad. No solamente había sobrevivido: se había transformado en alguien mejor de lo que hubiera imaginado. Aunque, cierto era que el viaje no le había ahorrado lágrimas, y su cuerpo mostraba un buen número de cicatrices.

Aquel sombrío día de octubre empezaba su segundo destino embarcado. Su nombre estaba en la lista de dotación del navío de setenta y cuatro cañones
Gorgon
, que esperaba fondeado en algún lugar del Solent.

A su lado, un enclenque guardiamarina, casi un niño, engullía a grandes mordiscos una ración de tocino hervido. Al verle, Bolitho sonrió. El muchacho se arrepentiría de haber tragado tan aprisa. El viaje en bote hasta el navío, con el viento que soplaba y aquel oleaje, iba a poner a prueba su estómago.

De repente recordó los días de permiso pasados en la mansión de su familia, en Cornualles. El edificio, de granito, se hallaba bajo el castillo de Pendennis y había sido el hogar de los Bolitho durante generaciones. Allí transcurrió su infancia junto con su hermano mayor y sus dos hermanas. El regreso había resultado muy distinto a lo que esperaba, y muy alejado de lo que, mientras estuvo embarcado, sufriendo tempestades, regañinas y fiebres, había soñado que ocurriría cuando regresara a casa.

Le recibieron sólo su madre y sus dos hermanas, pues su padre navegaba por aguas de la India al mando de un navío parecido al que le esperaba ahora a él. El hermano mayor, Hugh, había sido destinado de guardiamarina a una fragata destacada en el Mediterráneo. La casa se notaba vacía, y el silencio, que él sentía más tras tantos meses de convivencia apretujada en el navío de línea, le atemorizó.

Recibió la orden de su nuevo destino el mismo día que cumplía dieciséis años. Debía presentarse de inmediato, decía el despacho, a bordo del navío de Su Majestad Británica
Gorgon
, fondeado en Spithead, que efectuaba reparaciones preparando una nueva Real misión bajo el mando del capitán Beves Conway.

Su madre trató en vano de esconder su decepción. Sus hermanas lloraban o reían, según el humor.

De camino hasta la estación de carruajes de Falmouth se cruzó con numerosos campesinos que le saludaban al pasar. Ninguno de ellos mostraba sorpresa. Desde siempre, los Bolitho habían recorrido aquel camino con un petate al hombro, destinados a un navío u otro que les esperaba. Unos volvían al cabo de un tiempo, otros no regresaban jamás.

La aventura empezaba de nuevo para Richard Bolitho. Se había jurado no caer en los mismos errores que en su anterior embarque; había lecciones que no pensaba olvidar jamás. Un guardiamarina no era ni carne ni pescado. Su grado le situaba jerárquicamente por debajo de los tenientes de navío y por encima de los suboficiales, la verdadera espina dorsal de cualquier buque de guerra. En el vértice de la pirámide, solitario e inalcanzable, casi tan poderoso como un dios, se hallaba el comandante. Encima, debajo y alrededor del abarrotado camarote de guardiamarinas latía la dotación del navío: marineros, infantes de marina, voluntarios y forzados convivían apretujados en entrepuentes y cubiertas, iguales pero clasificados por sus rangos y experiencias. La implacable disciplina era la regla insoslayable en un navío. El peligro, la muerte y el sufrimiento se vivían siempre demasiado de cerca para pensar en ellos.

Los civiles aplaudían cuando un navío de Su Majestad soltaba amarras y se alejaba mar adentro, con sus vergas repletas de hombres que saludaban y con sus velas recién largadas. Esa gente se emocionaba ante las salvas de los cañones que saludaban y las voces agrias de la dotación del chigre, cantando al ritmo de su esfuerzo. Nadie que se quedase en tierra podía imaginar lo que ocurría en ese mundo escondido tras la madera del casco. Y era mejor así.

—¿Está libre esta banqueta?

Bolitho despertó de su ensueño y levantó la mirada. Un guardiamarina rubio y de ojos azules, de pie ante él, le sonreía.

—Me llamo Martyn Dancer —se presentó el recién llegado—. Voy destinado al
Gorgon
. El posadero me ha dicho que tú también.

Bolitho se presentó y se movió para hacerle sitio en la banqueta.

—¿Es tu primer embarque?

—Casi el primero —aclaró tímido, Dancer—. He pasado tres meses a bordo del navío almirante, pero mientras esperaba para entrar en el dique. —Vio la expresión de Bolitho y continuó—: Mi padre no me permitía embarcarme, y tuve que luchar para lograrlo. Por eso empecé más tarde.

A Bolitho le gustó su aspecto. Sin duda, Dancer había empezado más tarde de lo normal su carrera de marino. Debía de tener aproximadamente su edad, y por su educada voz venía de una familia acomodada. Decidió que debía de ser una familia de ciudad.

—Por lo que he oído —decía ahora Dancer— vamos a poner rumbo a la costa oeste de África. Pero…

—Es sólo un rumor —interrumpió Bolitho— y no hay que hacer caso. Yo digo que prefiero ir a África que dar bordadas en el canal junto al resto de la escuadra.

La mueca de Dancer mostró su acuerdo.

—Hace ya nueve años que terminó la guerra de los Siete Años. Para mí ya es hora de que los franceses vuelvan a las andadas y nos ataquen, aunque sea sólo para recuperar sus colonias de Canadá.

Bolitho se volvió hacia dos viejos marinos mutilados que, tras entrar, se aproximaban al posadero. Éste vigilaba a una de las chicas mientras servía raciones de estofado en las escudillas de alpaca.

Nueve años sin ninguna guerra de verdad. Eso era del todo cierto. A pesar de ello, el mundo hervía en conflictos y luchas. Levantamientos. Actos de piratería. Colonias que se alzaban contra sus metrópolis. En esas pugnas diarias habían muerto tantos hombres como en el frente de una batalla.

—¡Largo de aquí! —masculló el posadero—. ¡No quiero mendigos en mi casa!

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