El entrechocar de las portas y los cañones avisó a Bolitho de que los hombres de Taylor estaban casi listos.
Enseguida, una nueva ráfaga de cañonazos procedente de la fragata le recordó la situación. El enemigo intentaba tumbar el aparejo del
bric
para aproximarse a él.
—Esta vez no lo logras, amigo —murmuró pensando en voz alta.
Starkie escondió su anteojo. Las balas de la fragata, que rugían por encima de sus cabezas, abatieron sobre cubierta varias piezas de aparejo. El casco, alcanzado por uno de los proyectiles, dio una violenta sacudida.
Bolitho se volvió hacia Starkie, que terminaba de dar órdenes a los marineros.
—¡La maniobra está lista, señor! ¡Cuando usted ordene!
Con la manga se limpió las gotas de sudor de su frente.
—¡Hombres a las brazas! ¡Listos para virar!
Bolitho se dirigió a los servidores de los cañones:
—¡Avancen las piezas!
Apretó con fuerza las manos que mantenía dobladas en la espalda. Intentaba tranquilizarse. Era consciente de que todos sus hombres, desde Dancer hasta los marineros de brazas y drizas, dirigían sus miradas hacia él. Acaso intentaban leer en las facciones de su cara el destino que les esperaba.
El viejo cabo de cañón instruía a sus hombres.
—No lo olvidéis, muchachos. En el momento de cambiar de amura estaremos a sotavento de esa canalla, pero nuestros cañones tendrán el blanco enfrente.
Se produjo una momentánea recalmada del viento, y por un instante los sonidos de aparejo y oleaje remitieron. Bolitho, aún concentrado en sus pensamientos, pudo oír la voz de Tregorren que gemía como un toro moribundo.
La locura del intento, la posición desesperada en que se hallaban hacían que el sufrimiento del teniente pareciese aún más irreal.
Se esforzó por concentrarse en el presente.
—¡Timón a la banda! ¡Cayendo popa al viento!
Iniciando torpes movimientos de su proa, que se alzaba sobre las olas cruzadas para caer luego contra ellas con todo su peso, el
Sandpiper
respondió a los esfuerzos del timón y las velas.
Tan intenso era el fragor de las velas, los motones y las jarcias, que cuando el
Pegaso
disparó uno de sus cañones de proa, el estampido se perdió entre golpes, choques y vibraciones.
Los hombres encargados de cazar las brazas de barlovento trabajaban casi tumbados sobre la cubierta, extrayendo hasta el último gramo de esfuerzo de sus cuerpos. Otros corrían a ayudar a sus compañeros en las drizas. Por las vergas se esforzaban los gavieros, ayudando a las velas, que gemían al hincharse a la contra, empotradas en el aparejo que retenía el trapo, cual enorme pared, por el empuje del viento.
Bolitho evitaba tanto mirar hacia los arrecifes como encontrarse con la cara de Starkie. Este último había trepado por los obenques e intentaba estimar el progreso del barco hacia las olas rompientes.
Los disparos de la fragata
Pegaso
ya habían debilitado la jarcia del
Sandpiper
. Varios fragmentos de esparto volaron sin avisar hacia la cubierta y cayeron sobre los hombros del Taylor, el veterano artillero.
El buque proseguía su lenta virada. Los mástiles crujieron con mayor violencia aún al orientarse la proa hacia la nueva amura. La mar sumergió la borda de sotavento, que minutos antes se orientaba hacia el enemigo.
¡Bang!
Un proyectil avanzó rasante sobre el agua y golpeó con violencia la madera del casco. Varios hombres gritaron alarmados.
—¡Mande un grupo de hombres a operar las bombas!
Bolitho se oía a sí mismo dando las órdenes como si fuese un espectador, alejado de lo que allí ocurría.
Observó sin ninguna emoción el cambio de dirección del buque enemigo, que al virar el
Sandpiper
se veía ahora por un costado distinto.
—¿Cañones a punto? —Su voz se añadía a la algarabía general, pero sonó enérgica—. ¡Tiro rasante! ¡Fuego!
Acababa de ver cómo la vela de trinquete del
Pegaso
pivotaba sobre sí misma. Sin duda, el capitán enemigo había ordenado virar de bordo a su vez y seguir el camino del
bric.
Sentía a Taylor acurrucado junto a uno de los cañones pero no le podía mirar. Oyó el siseo de la mecha y, un instante después, le estremeció el violento estallido de la carga que lanzaba el cañón. La vela de trinquete del
Pegaso
pareció arrugarse. Un orificio apareció en la tela como por arte de magia. En un instante, el esfuerzo del viento y el batir del trapo agrandaron el orificio; la vela se desgarró en mil fragmentos de tela.
—¡Continúa su virada, señor! —gritó Starkie.
El grito ansioso de un vigía cortó como un serrucho los pensamientos de Bolitho:
—¡Rompientes a babor, señor!
Bolitho se dejó embargar por la idea de fracaso. El tiro de doble bala, aunque certero, había destruido sólo una vela. Navegando de nuevo con viento abierto eso marcaba pocas diferencias.
Cuando hubiesen librado los arrecifes, cosa que no dudaba que Starkie lograría, el pirata iba a alcanzarles y se lanzaría al abordaje.
Taylor se abalanzó sobre el segundo cañón con expresión concentrada. Los precisos gestos de su pulgar dirigían a sus hombres, que orientaban la pieza tirando del aparejillo o apoyando la lanza.
Se agachó tras la pieza, mirando a lo lejos con los ojos semicerrados.
—¡Atentos ahora! ¡Adelante, pequeño!
La mecha entró en la llave de fuego. Un estampido hizo retroceder el cañón, envuelto en una nube de humo que invadía el callejón e impedía respirar.
Bolitho observó magnetizado. Los segundos parecían alargarse hasta el infinito. El disparo, de precisa puntería, alcanzó por fin la proa de la fragata. Bolitho vio cómo su foque y su trinqueta se desprendían del mástil, hechos jirones.
El efecto fue inmediato. El
Pegaso
, alcanzado así en medio de la maniobra de virada y con todas sus velas flameando, se revolcó sobre el seno de una ola, aún bajo el efecto del timón. Sus portas abiertas se sumergieron en el líquido.
Unos gritos que provenían de la cubierta de sotavento atrajeron a Bolitho. Alcanzó en un instante la batayola y vio la mancha verde claro de una roca, sumergida en el agua, que desfilaba a pocas yardas del costado del
Sandpiper
. Por un instante, observó la gastada forma de la roca y, junto a ella, una masa de minúsculos peces negros que conseguían mantenerse quietos junto a ella a pesar de la corriente, refugiados tras el arrecife. Aquella piedra sumergida podía abrir la quilla de un buque como quien corta la piel de una naranja.
Lanzó una mirada hacia Dancer. Este, pálido y con los ojos desorbitados, seguía el progreso del enemigo asomado a la borda, con la cara y el pecho anegados de espuma.
El
Pegaso
pareció tropezar, como si le hubiese alcanzado un contraste de viento. Primero se inclinó y, luego, al recuperar la estabilidad, el mastelero de su palo mayor se partió y cayó en picado sobre cubierta acompañado de una maraña de jarcias y velas que se enredó sobre la obencadura.
—¿Ha visto eso? —gritó Starkie incrédulo—. ¡Ha dado contra el arrecife! —La emoción casi le impedía hablar—. ¡Ha embarrancado, gracias a Dios!
Bolitho no podía apartar sus ojos de la fragata. Por fuerza debía de haber chocado contra un bajo, tras perder la potencia que le daban las velas de proa en el transcurso de la virada. Unas pocas yardas de distancia habían bastado. Se imaginó la confusión que reinaría en cubierta y la prisa con que los hombres correrían a la sentina para descubrir si embarcaban agua.
El encontronazo había bastado para derribar un mastelero, y probablemente para abrirle una vía de agua en el casco. Y a pesar de ello la fragata, ya libre, proseguía la persecución. Con los ojos doloridos por la intensa luz del sol, vio cómo disparaban uno de sus cañones de proa, que escupió una lengua anaranjada. El proyectil silbó a su lado y alcanzó el castillo de proa astillándolo como un hacha gigante.
Por encima del
Sandpiper
volaban fragmentos de aparejo y astillas de madera. Vio a tres hombres destrozados contra la borda; sus gemidos se perdían en el viento, pero sus convulsiones quedaban subrayadas por las manchas de sangre que se agrandaban.
Otro proyectil rozó el casco y rebotó hacia el mar.
Del impacto, la cubierta se zarandeó como intentando tumbar a los hombres que la pisaban.
—¡Atiendan a los heridos! —gritó Bolitho—. ¡Que el señor Edén se ocupe de ellos en la cámara!
De golpe, imaginó al padre del joven Edén y su humilde consulta, donde atendía a enfermos de gota o del estómago. ¿Cuál sería su reacción si viese a su hijo, con sólo doce años, arrastrando con esfuerzo a un marino herido por la escotilla de bajada, dejando tras él un rastro de dolor y sangre?
—¡La fragata gana terreno y nos abordará! —dijo Dancer con desánimo. Su frustración era tan grande que ni pareció enterarse del proyectil que barrió por encima de la toldilla e hizo un nuevo agujero en la vela.
—¡Después de lo que hemos logrado!
Bolitho miró a Dancer, y luego al resto de los hombres. Las ganas de luchar y la convicción parecían esfumarse a gran velocidad. ¿Quién iba a echárselo en cara? El
Pegaso
, aun con las maniobras de sorpresa, respondía con astucia a todas sus jugadas. Ahora se había liberado ya del arrecife y continuaba ganando terreno. Podía ver ya el brillo de los machetes en manos de sus hombres, que abandonaban los cañones y se preparaban al abordaje. Recordó el relato de Starkie sobre lo ocurrido con los oficiales del
Sandpiper
, su tortura, su agonía y su muerte.
Empuñó su sable y ordenó:
—¡Listos para la defensa! ¡Costado de estribor!
Vio cómo los hombres se giraban hacia él incrédulos, sus caras blancas de terror.
Bolitho se agarró a los obenques de barlovento y agitó su sable hacia el
Pegaso
.
—¡No nos tendrán sin pelear!
Sólo algunos fragmentos de la escena general alcanzaron a grabarse en su mente. Un hombre empuñaba el machete y repasaba la hoja contra su mano, con la mirada fija en la fragata. Otro cruzaba la cubierta y se colocaba frente a alguien que era probablemente su único, su mejor amigo. No hacían falta palabras. Una expresión de la cara valía mucho más que ellas. Edén, junto a la escotilla y con su cara pálida, su camisa manchada por la sangre de algún herido, que probablemente pronto se mezclaría con la suya propia. Y Dancer: su pelo dorado reflejando el sol, su barbilla estirada, su cuerpo recostado en el machete que acababa de recoger. Bolitho vio que su otra mano se agarraba al calzón con la fuerza de una pinza: para evitar el choque y el miedo, se pellizcaba la carne.
Un hombre herido al apresar el
bric
, con las piernas envueltas en vendas, se mantenía rígido contra un cañón y usaba sus dedos hábiles para cargar pistolas que ofrecía luego a los demás.
De la cubierta del
Pegaso
, que se aproximaba al través del
Sandpiper
, surgió una especie de salvaje aullido: los hombres se daban ánimos para el abordaje sin cuartel. El buque enemigo estaba ya tan cerca que las sombras de sus mástiles, estiradas sobre el agua, alcanzaban el
bric
y ya parecían querer atraparle.
Bolitho pestañeó y secó el sudor de sus ojos, incrédulo ante lo que le parecía ver en las portas de cañones de la fragata. Un hombre primero, luego otro, surgieron a través de ellas trepando por las bocas de los cañones. Sus siluetas emergían cual ratas huyendo de una cloaca.
—¡Señor, abandonan el buque! —exclamó Starkie, quien agarrándole por el brazo le empujó hasta la batayola—. ¿Ha visto usted eso?
Bolitho se mantuvo a su lado sin decir nada. Nuevas remesas de hombres saltaban por las portas del barco pirata y desaparecían en el agua, que los arrastraba como virutas en un torrente.
Gauvin, el fanático comandante pirata, sin duda había apostado centinelas en todas las escotillas. Continuaba su loca y desesperada persecución aun sabiendo que el daño sufrido por su casco era irreparable.
Starkie observaba el cabeceo de la proa de la fragata. Con las toneladas de agua que embarcaba, su avance era cada vez más lento. Ya había empezado a perder terreno. Un caos de gritos y prisas se produjo en el combés cuando, por fin, el grueso de los piratas entendieron lo que ocurría.
—Venga —dijo Starkie a Bolitho—, póngase la casaca.
Allí mismo, le ayudó a enfilar las mangas y le aplanó las solapas ribeteadas de blanco.
Señaló cuando el
Pegaso
caía fuera de rumbo, al perder el timón efectividad a causa del hundimiento de la proa.
—Quiero que él le vea, y ruego a Dios que le haga sufrir por lo que nos hizo.
Bolitho le miró interrogante.
—¡Quiero que se entere de que ha sido derrotado por un guardiamarina! ¡Por un muchacho!
Bolitho se apartó. No oía otra cosa que no fuese el buque en plena destrucción, que navegando aún a toda vela embestía una tras otra las crestas. Se oían los golpes de los cañones, sueltos de sus trincas, al chocar contra la borda contraria; de las vergas sueltas que se precipitaban sobre la cubierta, de los aparejos que aprisionaban en su red a los hombres en plena estampida.
—Reduzcamos trapo, Martyn —oyó que decía su voz—. Todos los hombres a la tarea.
Notó que algunas manos se posaban en sus hombros. Los hombres querían acercarse a él, le saludaban o le sonreían. Más de uno lloraba.
—¡Atento, cubierta! —Nadie se acordaba en aquel momento del vigía apostado en la cofa de mastelero—. Una vela por la amura de estribor —cantó el hombre—. ¡Parece el
Gorgon
!
Bolitho hizo un gesto hacia el mástil y se volvió para observar cómo la fragata se tumbaba sobre el agua. El casco flotaba medio hundido, rodeado de una masa de maderos, cabos y cabezas aterrorizadas.
Desvió su mirada fuera del reflejo del sol y observó las olas azules. En ellas se adivinaba un nervioso movimiento que pronto identificó: las aletas, finas como cuchillas, de los tiburones que cercaban el barco a medio hundir. La playa más próxima se hallaba a más de una milla de distancia. No era probable que ningún hombre lograse salvar esa distancia.
Levantó el anteojo para buscar el
Gorgon
en el horizonte, pero sus ojos se nublaban con la emoción. Por fin, saliendo de tras la última punta de la isla, avistó el casco oscuro y panzudo que coronaba la inmensa pirámide de trapo blanco.