—¿Le encontraste tal como está, Tim?
—Sí, señor —canturreó el muchacho—. Yo andaba buscando… —se encogió de hombros—: No sé qué.
Bolitho recordó el caso del herrero del pueblo. Su esposa le abandonó hacía ya años. Cuando recibía visitas femeninas en casa echaba a la calle a su hijo, que era algo retrasado. Se rumoreaba que la debilidad mental del muchacho venía de la paliza que le dio su padre, todavía bebé, en un ataque de ira.
—Sus bolsillos están vacíos, señor —añadió el chico de repente—. Ni una mísera moneda.
—¿Es ése el hombre, Dick? —inquirió Dancer.
Bolitho se incorporó.
—Sí. Le han degollado.
La costa de Cornualles era famosa por sus contrabandistas. Sin embargo, era raro que esos hombres atacasen a los agentes que el Rey mandaba para atraparles. En ausencia del juez de paz, ocupado habitualmente como magistrado local, no habría más remedio que mandar a alguien a pedir ayuda a Truro o a otro lugar.
Volvieron a su mente las palabras del guardabosque: Dancer y él eran oficiales del Rey.
—Pues bien, amigo mío, parece que no podremos librarnos de nuestras responsabilidades.
—Era demasiado bueno para que durase —respondió Dancer, que trataba de apaciguar las monturas.
Bolitho se dirigió al muchacho:
—Acércate a la posada y pide al posadero que despierte a su gente. Hará falta una carretilla. —Hizo una pausa para comprobar si el chico comprendía el encargo—: ¿Crees que podrás hacerlo?
—Creo que sí, señor —asintió con un bailoteo el muchacho, tras rascarse la cabeza un buen rato—. Llevo horas aquí quieto.
Dancer se inclinó hacia él y le alargó unas monedas.
—Aquí tienes, Tim, una recompensa.
El muchacho se marchó tambaleándose sobre la arena, murmurando para sí. Bolitho gritó a sus espaldas:
—¡No se lo des a tu padre!
Luego se volvió hacia Dancer.
—Mejor que amarres los caballos y me eches una mano. Si la marea sigue subiendo, en media hora se habrá llevado el cuerpo.
Arrastraron el cadáver empapado por la arena inclinada en pendiente. Bolitho recordó los hombres que había visto morir, entre gritos y maldiciones, en el calor de la batalla. Unas muertes ciertamente horribles. Pero morir solo y aterrorizado, como le había ocurrido a aquel hombre, para luego ser arrojado al mar cual desecho, le parecía aún peor.
Finalmente llegó la gente con la carretilla y pudieron transportar el cadáver a la iglesia. Cuando terminaron la tarea y hubieron pasado por la posada, donde entraron en calor, el alba apuntaba ya por el horizonte.
Los caballos avanzaban silenciosos durante el camino de regreso. Bolitho, sin embargo, estaba seguro de que su madre les oiría y saldría a recibirles.
Así ocurrió. La dama acudió a la puerta, pero él le dijo con firmeza:
—No, mamá, vuelve a la cama.
Ella le dirigió una mirada que no había visto nunca y sonrió.
—Da gusto tener a un hombre en casa de nuevo.
Bolitho y Dancer se refugiaron con prisa en el interior. Pateaban con sus botas en el suelo para librarlas del fango y la nieve que llevaban adheridos. Sus caras y brazos hormigueaban aún tras la viva galopada con que cruzaron el promontorio.
La nieve había dejado de caer casi del todo; entre los márgenes del camino sobresalían, a trechos, las ramas de arbustos iguales a trozos de relleno de un colchón.
—Tenemos visita, Martyn —avisó en voz baja Bolitho.
Había visto el carruaje en el patio, donde Corker y su ayudante cuidaban de un par de caballos de pura raza. Recordaba el crespón labrado en la puerta del carruaje; pertenecía a sir Henry Vyvyan, cuyas haciendas se extendían a unas diez millas al oeste de Falmouth. Era un hombre rico y poderoso, además de uno de los magistrados más respetados del lugar.
Se hallaba de pie, elegante, frente al fuego del hogar, y observaba cómo la señora Tremayne terminaba de mezclar para él una jarra de vino caliente y especiado. El ama de llaves era famosa por su receta, en que las cantidades de azúcar, especies y yema batida se medían con gran precisión.
Vyvyan tenía una estampa majestuosa; Bolitho recordó cómo, de niño, la sola vista de aquel hombre le asustaba. Alto y de anchos hombros, con una nariz larga y ganchuda, su expresión estaba dominada por el parche negro que cubría su ojo izquierdo. Una terrible cicatriz cruzaba desde su mejilla hasta la cuenca del ojo y alcanzaba más arriba del nacimiento de la nariz. El arma que produjo la herida, fuese cual fuese, debió de arrancarle el ojo con la fuerza de un garfio.
La pupila aún viva en la cara del caballero se fijó en los dos guardiamarinas.
—Me alegro de verte, joven Richard, así como a tu joven amigo —dijo Vyvyan, y a continuación se volvió hacia la señora Bolitho, que esperaba sentada junto a la ventana—: Debe usted de estar muy orgullosa de su hijo, señora.
Bolitho sabía que Vyvyan no perdía el tiempo en visitas de cortesía. Su personalidad resultaba un misterio en la región, aunque las gentes de bien apreciaban la rapidez con que hacía justicia sobre bandoleros y salteadores de caminos. Gozaba de prestigio y respeto tanto en sus tierras como en los alrededores. Según algunos rumores, había hecho fortuna pirateando contra buques franceses o en la ruta de los galeones españoles. Otros mencionaban la trata de esclavos y el contrabando de ron. Ninguno de ellos debía de acertar, pensó Bolitho.
Cabalgando a todo galope por la senda costera, mellada de profundos surcos, la muerte del agente de impuestos le había parecido totalmente irreal. Dos noches habían pasado desde que él y Dancer vieron el cadáver junto al retrasado hijo del herrero. Dejado aquello ya atrás, y bajo un cielo brillante que eliminaba sombras y miedos del paisaje nevado, era como si el episodio perteneciese a una antigua pesadilla.
Vyvyan hablaba a la madre de Bolitho con su voz grave.
—Por eso dije para mí, señora, que mientras el juez Roxby y su familia estén de vacaciones en Bath, y los militares se dediquen a divertirse como hidalgos a cuenta de nuestros impuestos, ¿quién mejor que yo para acercarme a Falmouth y tomar las riendas del asunto? Lo veo como responsabilidad mía; más aún contando con que Tom Morgan era inquilino mío. Vivía cerca de la granja de Helston, uno de mis labradores más honrados. Se le echará mucho de menos, y no solamente su familia, si no me equivoco.
Bolitho observó a su madre; ofrecía unas facciones serenas y elegantes, pero las manos de la dama se aferraban a los brazos del sillón. La presencia de sir Henry la iba a tranquilizar. Serviría para devolver la seguridad a las gentes del lugar y terminar con la maledicencia y los rumores, siempre peligrosos. En los dos días que duraba su permiso, Bolitho no había dejado de escuchar historias. Cuentos de contrabandistas, terroríficas conversaciones sobre brujerías llevadas a cabo en algunos de los poblados pesqueros. Sin duda la dama prefería que su hijo pequeño no tuviese que apechugar con la carga de la responsabilidad.
Vyvyan recibió el tazón humeante que le servía la señora Tremayne y aspiró el olor con muestras de aprobación:
—¡Que Dios me confunda, señora mía; si no fuese yo un amigo fiel de la casa de los Bolitho intentaría convencerla para que abandonase a sus señores y se viniera conmigo a Vyvyan Manor! No sé de nadie, en estos confines, que mezcle el vino especiado como usted.
—¿Cuál es su intención? —preguntó Dancer tras un buen carraspeo.
El ojo solitario giró en su dirección y se posó sobre el joven.
—Ya hemos terminado, muchacho. —Hablaba con resolución y lenguaje simple, como alguien acostumbrado a llevar a cabo sus propias decisiones—. En cuanto me enteré de lo ocurrido mandé un mensajero a Plymouth. El almirante del puerto es amigo mío.
El párpado se cerró durante un instante.
—Y por lo que sé, la Armada se dedica últimamente a perseguir con ahínco a los contrabandistas.
La mente de Bolitho recreó de nuevo su navío de dos cubiertas, el
Gorgon
, varado en el dique seco de Plymouth. Sin duda estaría ahora cubierto por la nieve. A lo mejor el comandante Conway decidía prolongar el permiso de sus oficiales y aspirantes. Eso, pensando que en cuanto el
Gorgon
zarpase de nuevo podía tardar varios años en volver a tocar la costa inglesa.
—El almirante enviará un buque de guerra para resolver el asunto —explicó Vyvyan—. ¡No permitiré que en mi costa se instale ninguna banda de asesinos!
Bolitho recordó que varias fincas de Vyvyan se extendían hasta el mar; era la zona comprendida entre el temido cabo Lizard y los islotes Manacles. Una costa peligrosa y cruel. Hacía falta un grupo de contrabandistas muy temerarios para llevar hasta allí una carga, y más aún si en el camino les esperaba la rigurosa justicia de Vyvyan.
—Le agradeceremos mucho sus sacrificios, sir Henry.
La madre de Bolitho habló con voz dulce. Bolitho se volvió para mirarla; su palidez parecía aún más acusada en la luz blanca que reflejaba la nieve del exterior.
Vyvyan la observó con afecto.
—Señora, usted sabe que de no existir ese excelente marido que usted tiene, ya habría yo hecho su corte y la habría pedido en matrimonio, aun siendo como soy un viejo villano sin rango.
Ella soltó una carcajada.
—Se lo contaré a él cuando regrese. A ver si por fin decide quedarse en casa y abandonar la carrera de marino.
Vyvyan apuró el último trago de vino especiado y rechazó un segundo tazón que le ofrecía el ama de llaves.
—No, debo partir. Ordene a ese loco del palafrenero que prepare mi carruaje, por favor.
Luego, dirigiéndose a todo el salón, añadió:
—No, señora, yo de usted no haría eso. Inglaterra necesitará sus marinos más pronto o más tarde. Ni los españoles ni los franceses descansarán hasta dirigir de nuevo sus cañones contra los nuestros. No tuvieron bastante con la última vez.
Soltó una sonora carcajada.
—¡Que vengan! —exclamó mirando a los dos guardiamarinas—. ¡Con jóvenes oficiales como estos dos, nosotros podemos dormir tranquilos!
Abrazó a la señora Bolitho y dio dos fuertes palmadas a las espaldas de los guardiamarinas antes de abrirse camino hacia el rellano, llamando a gritos a su palafrenero.
—Ese hombre debe estar sordo —masculló Dancer.
—Mamá, ¿cuándo cenaremos? —preguntó Bolitho—. ¡Estamos hambrientos!
La dama les dirigió una cariñosa sonrisa.
—Enseguida, Dick. Sir Henry se presentó sin previo aviso.
Otros dos días transcurrieron repletos de interés. Los dos jóvenes disfrutaban completamente del placer de huir de la disciplina, la rutina y el peligro de la vida a bordo.
Luego, el chico de correos, al que el servicio de la mansión había invitado a tomar una bebida caliente en la cocina, explicó que se había visto un velero armado barajando la costa; por el rumbo que llevaba, parecía que fuese a recalar en la rada de Carrick.
Con el viento que soplaba de tierra, Bolitho calculó en más de una hora el tiempo necesario para que el velero alcanzase el fondeadero.
Preguntó al chico qué tipo de embarcación era.
—Un buque del Rey, señor —respondió el muchacho—. Por su aspecto, se diría que un cúter.
Un cúter. Acaso uno de los que navegaban al servicio de las aduanas o, mejor aún, bajo el mando de la Armada.
—¿Vamos a echarle un vistazo? —preguntó de inmediato a su amigo.
Dancer ya había ido en busca del abrigo.
—Estoy listo.
La madre de Bolitho alzó los brazos hacia el techo.
—¡Hace muy poco que ha regresado del mar, y en cuanto llega un barco no puede resistir sin ir a verlo! ¡Exactamente igual que su padre!
El aire cortaba como cristales de hielo, pero el esfuerzo de la caminata a través del pueblo y hasta el puerto les coloreó las mejillas. La comida generosa, juntamente con el descanso regular y el ejercicio habían tenido efectos excelentes en ambos jóvenes.
Se detuvieron en el malecón y observaron el velero que, con movimiento casi imperceptible, viraba hasta quedar proa al viento y se acercaba al fondeo. Tendría unos setenta pies de eslora, con un casco ancho que alcanzaba por lo menos veinte pies de manga. Con un único palo y una proa redondeada y roma, parecía pesado y lento; pero Bolitho, que había visto otras embarcaciones parecidas, sabía de su agilidad marinera. Un cúter bien manejado podía aprovechar su enorme superficie vélica y ceñir a cinco cuartas del viento, unos cincuenta y cinco grados, en cualquier clase de tiempo. Su mástil arbolaba una vela mayor de gran tamaño y pujamen libre, y de su mastelero colgaba una verga con un velacho cuadrado. Foque y foque volante completaban el inventario de sus velas, aunque Bolitho sabía que podía desplegar más trapo, usando alas y rastreras, si se hacía necesario.
Pivotaba en el agua con movimiento perezoso; sus velas desaparecieron ágilmente aferradas por la dotación, que se aprestaba en proa a soltar el hierro. Una bandera colorada y el correspondiente gallardete del tope del mástil formaban las únicas marcas de color en la escena, dominada por el gris metálico del cielo. Bolitho sintió aquella punzada de envidia que siempre notaba cuando se hallaba ante una parte, ni que fuese diminuta, de su propio mundo.
Torpe y basto como se veía aquel velero, sin el refinamiento de las orlas brillantes y los dorados mascarones de los grandes buques de guerra, estaba en cualquier caso bajo el mando de un oficial competente.
El ancla se zambulló; inmediatamente la gente se ocupó de los pescantes y los aparejos para arriar al agua el bote de remos.
A través del agua agitada llegaban los sonidos de a bordo: órdenes, choques, rechinar de motones. Ambos jóvenes imaginaron la escena. Aquellos setenta pies de casco, aproximadamente veintidós metros, transportaban una dotación de casi sesenta hombres. Costaba comprender que lograsen dormir, comer y trabajar todos ellos en un volumen tan reducido. Compartían el espacio con los cables del ancla, el agua potable, las vituallas, la pólvora, las balas y el material de respeto. Poco margen quedaba para la comodidad.
Ya estaba el bote en el agua; Bolitho vislumbró las manchas blancas de un calzón blanco bajo una casaca azul que descendían por el costado del casco negro. Sin duda el comandante del cúter se dirigía hacia tierra.
Corriente y viento hicieron pivotar el casco del cúter sobre su fondeo, y Bolitho alcanzó a ver el nombre pintado en su popa panzuda. Se llamaba
Avenger
.