Las mentes de aquellos hombres se hallaban todavía bajo el efecto de la violenta lucha. Muchos de ellos treparon por los peldaños y alcanzaron las cimas de las murallas, donde los cañones ahora abandonados por sus servidores apuntaban hacia el mar azul. Por todas partes se veían hombres muertos o agonizantes, demasiados de ellos vestidos con la casaca roja de la infantería.
Bolitho y Dancer, de pie sobre el muro, observaron los buques a sus pies. El pequeño
bric
temblaba ya en el aire espeso del día, pero la silueta del
Gorgon
aún alcanzaba a recortarse, espléndida y definida, virando con lentitud para acercarse a la isla. Sus extenuados gavieros, ocupados aún en aferrar las velas, se interrumpían para agitar sus brazos en saludo a los que observaban desde la muralla.
El silencio era profundo. Bolitho se giró hacia Dancer y vio las trazas de unas lágrimas que se abrían paso por la suciedad de sus mejillas.
—Tranquilo, Martyn —le dijo.
—Es por lo de George Pearce. Podía haberme ocurrido a mí. O a ti.
Bolitho ocultó su cara mirando hacia el
Gorgon
, que acababa de soltar su enorme ancla en las plácidas aguas.
—Lo sé —musitó—. Pero estamos vivos, y debemos dar gracias por ello.
La sombra de Verling se cruzó con las de ellos.
—¡Malditos sean sus ojos! —gritó el oficial apuntándoles con su mirada—. ¿Acaso esperan que haga todo el trabajo yo solo?
Luego, viendo el navío en las aguas verdes, sonrió con cara fatigada.
—Sé lo que sienten ustedes —dijo, y la tensión desapareció como por ensalmo de sus facciones—. ¡Por un momento pensé que no sobreviviríamos para volver a ver ese viejo navío! —exclamó alejándose, antes de proseguir repartiendo órdenes a diestro y siniestro.
Mientras se marchaba, Bolitho le observó con interés.
—Queda claro que uno nunca conoce del todo a un hombre.
Dancer y él abandonaron la muralla. Junto al mástil de la bandera se agrupaban marineros y soldados, intentando formar con movimientos cansados.
Cuando Verling se dirigió a los hombres allí reunidos, su tono volvía a ser el de siempre.
—Arreglen sus uniformes. Quiero que recuerden muy bien una cosa: pertenecen a la dotación del
Gorgon
. Algo que, para cualquier marino, resulta un honor, y hay que estar a la altura.
Por un instante su mirada descansó en Bolitho. Luego prosiguió:
—En algunas ocasiones hay que morir por ello. Empiecen ahora mismo por poner grilletes a los prisioneros y atiendan a nuestros heridos. Cuando hayan terminado —añadió, levantando los ojos hacia la bandera que se agitaba en el aire, como sorprendido de verla con sus ojos—, nos ocuparemos de los desgraciados que han muerto en combate.
Al atardecer, la mayoría de los heridos estaban ya a bordo del
Gorgon
. Los muertos recibieron sepultura en la isla situada más allá de la muralla. Fue allí donde Bolitho oyó a un veterano, apoyado en su azada, explicando a los demás:
—Apuesto a que se volverá a luchar por dominar esta fortificación. Nuestros muertos verán la próxima batalla desde primera fila.
Las sombras del atardecer cubrían ya los signos dejados por la artillería del
Gorgon
. Dancer y Bolitho observaban desde el pasamano los últimos rayos de sol que iluminaban la bandera ondeante sobre la batería.
Tras intensas búsquedas, no se había hallado ni rastro de Rais Haddam. Acaso había huido a tiempo, o quizá no se encontraba aquel día en la fortaleza. Los piratas se negaron a informar sobre él o a traicionar el secreto de su escondite. Sin duda temían más a Haddam que a sus captores. Lo peor que estos últimos podían hacer era ahorcarles.
Todavía faltaba que el comandante Conway tomase muchas decisiones, pensó Bolitho con fatiga, sintiendo que sus ojos se cerraban. Había que transportar a los esclavos a tierra firme, inutilizar la batería, lanzar sus cañones a la mar. ¡Tantas cosas por hacer!
El sonido de pasos apresurados en la cubierta de popa les obligó a girarse y mirar hacia el alcázar, desde donde el comandante se disponía a hablarles. Vestía su uniforme limpio e impecable, como si nada hubiese ocurrido durante el día, y nadie hubiese muerto.
El hombre les examinó, impasible.
—El primer teniente me ha informado de la acción de hoy. Según él todos los hombres han mostrado extraordinario valor, lo cual me alegra. —Sus facciones se desviaron un instante—. Señor Bolitho, sé que usted en particular actuó con un valor digno de las cualidades de un oficial de Su Majestad. Pienso mencionar este extremo en mi informe para el almirante.
Inclinó su cabeza con corrección y se marchó majestuoso hacia la toldilla.
Dancer se giró, pero la sonrisa desapareció de sus labios al ver que Bolitho se doblaba sobre el pasamano de la barandilla, sus hombros agitados por un temblor incontrolado.
Al instante Bolitho se volvió hacia él y apretó su antebrazo para tranquilizarlo.
En medio del llanto, el joven guardiamarina logró explicar:
—Algo ha cambiado, Martyn. El capitán se ha acordado de mi nombre.
Cuando la diligencia se detuvo ante la puerta de la posada, tras llenar el patio de carruajes con el impresionante escándalo de sus ruedas, los escasos y fatigados pasajeros que la ocupaban lanzaron un suspiro de alivio. Era a primeros de diciembre del año 1773, y las calles de Falmouth estaban, como casi toda la región de Cornualles, cubiertas por un manto de nieve que al fundirse se convertía en oscuro cieno. El carruaje venía cubierto de fango desde los ejes de sus ruedas hasta su techo; visto a la luz austera del atardecer, pegado a los cuatro caballos que humeaban tras la implacable carrera, parecía carecer por completo de color.
El guardiamarina Richard Bolitho saltó al suelo e, irguiéndose sobre sus pies, observó durante un instante la entrada de la posada, tan vieja y familiar para él, rodeada de edificios maltratados por el tiempo. El viaje había sido duro. Tardaron dos días en recorrer las cincuenta y cinco millas que separaban Plymouth de Falmouth; la diligencia se había tenido que desviar hacia el interior, casi hasta llegar a Bodmin Moor, a causa de la crecida del río Fowey que impedía el paso. Allí el cochero dijo que se negaba a viajar de noche. Bolitho sospechaba que temía más a los bandoleros del Moor, de muy mala fama, que al mal tiempo. Esos granujas hallaban más cómodo asaltar un carruaje encallado en el lodo del camino, en medio de una ruta desierta, que competir en puntería con los guardias reales que vigilaban los caminos más concurridos.
Bolitho borró de su mente los recuerdos del viaje; intentó no ver a los atareados palafreneros que soltaban las guarniciones de los caballos, y olvidó al resto de los pasajeros que se dirigían apresuradamente hacia el calor de la posada: quería disfrutar plenamente de aquel instante.
Un año y dos meses antes partía de Falmouth para embarcarse en el navío de línea
Gorgon
, de setenta y cuatro cañones, en Spithead. Recalado ahora el navío en Plymouth, en cuyo arsenal iba a ser reparado, Richard Bolitho disfrutaba por primera vez de un merecido permiso.
Alargó la mano para ayudar a su compañero de viaje, que descendía ahora de la diligencia y se reunía con él en el ventoso ambiente del patio. El guardiamarina Martyn Dancer se incorporó a la dotación del
Gorgon
el mismo día que Bolitho y, como él, acababa de cumplir los diecisiete años.
—Bien, Martyn, ya hemos llegado.
Bolitho sonrió, feliz de tener a Dancer a su lado. La familia de Martyn vivía en Londres, lo cual la separaba en muchos aspectos de la suya. Mientras los Bolitho habían sido hombres de mar durante generaciones, el padre de Dancer figuraba entre los más ricos comerciantes de té de la City. Pero aun separados sus mundos por un gran abismo, Bolitho se sentía unido a Martyn Dancer por un afecto parecido al de un hermano.
Cuando, tras fondear el
Gorgon
en la rada de Plymouth, las sacas de correo subieron a bordo y la dotación recibió las cartas que esperaban, Dancer se enteró de que sus padres se hallaban en el extranjero. Inmediatamente sugirió a Bolitho que le acompañase a Londres, pero el primer teniente de navío del
Gorgon
, el siempre vigilante y autoritario señor Verling, rompió rápidamente sus ilusiones:
—De ninguna manera —le reprendió con voz helada—. Solos en esa ciudad, ¡sus padres me maldecirían hasta en mi tumba!
De ahí que Dancer aceptara la invitación de Bolitho. Éste se alegraba en secreto. Ardía en deseos de ver de nuevo a su familia; también quería que ellos comprobasen directamente los cambios que catorce meses de duro servicio en la Armada habían producido en él. Como su amigo, estaba aún más delgado que antes, parecía más seguro de sí mismo, y, por encima de todo, se sentía agradecido de haber sobrevivido a tempestades y balas enemigas.
El cochero se llevó la mano a la visera mientras recogía las monedas que Bolitho metía en su puño medio enguantado.
—No se preocupe de nada, señor. Haré que el posadero envíe sus arcones directamente a su casa. —Señalando con el pulgar las ventanas de la posada, que brillaban ya iluminadas por los candiles encendidos, añadió—: Ahora me voy a beber algo con mis pasajeros. Una hora de descanso. Luego seguimos hacia Penzance.
El hombre se retiró tras concluir:
—Buena suerte, jóvenes.
Bolitho le observó pensativo. ¿Cuántos Bolitho habían subido o descendido de carruajes como aquél en ese mismo patio? Siempre viajando hacia lugares lejanos, o regresando de un navío o una misión. Algunos no regresaron jamás.
Se ajustó el capote impermeable sobre los hombros y dijo:
—Iremos hasta casa andando. Tengo ganas de que mi sangre circule de nuevo. ¿Tú no?
Dancer asintió en medio de un descontrolado castañear de dientes. Su piel, como la de Bolitho, se veía bronceada. Para ambos resultaba difícil soportar el súbito cambio de clima; llevaban un año en las cálidas latitudes de la costa de África.
Abriéndose ya paso entre el fango y los charcos del camino bordeado por la antigua iglesia y los árboles centenarios, pensó en lo increíble de todo lo que había vivido en el
Gorgon
. La persecución de los piratas, el rescate del
bric
Sandpiper
, su argucia para hundir la fragata pirata en la persecución entre los arrecifes. Muchos hombres murieron en la acción. Otros sufrieron duramente las dificultades de la vida marinera. Bolitho sabía ahora lo que era luchar cuerpo a cuerpo; había matado hombres y visto morir a un compañero guardiamarina del
Gorgon
durante el ataque a la fortaleza de los piratas. Jamás volvería a ser un niño. Él y Dancer se habían convertido, juntos, en hombres jóvenes.
—Mírala —dijo Bolitho señalando la enorme y gris mansión. Su forma cuadrada y el color de su piedra, casi idéntico a las nubes bajas que se apretujaban en el cielo y cubrían situadas detrás, la disimulaban en el paisaje.
Cruzaron la verja y alcanzaron la amplia puerta de entrada. Ni siquiera tuvo que alzar con la mano uno de los grandes picaportes de hierro forjado. Antes de ello el batiente giró hacia dentro y en el umbral apareció la señora Tremayne, ama de llaves de la mansión Bolitho, que corría a recibirle con su rojiza cara inundada de placer.
La mujer le atrajo hacia sí y le abrazó, poderosa, produciendo en él una avalancha de recuerdos hogareños. Olía a ropa limpia, a lavanda, a cocinas y a tocino ahumado. Tenía más de sesenta y cinco años y formaba parte de la mansión tanto o más que los cimientos que sostenían sus muros de piedra.
Le meció adelante y atrás como si fuese un bebé, si bien el joven la sobrepasaba en altura toda una cabeza.
—Oh, señorito Dick, ¿qué han hecho con usted? —Casi lloraba la emocionada mujer—. Tan delgado que parece una caña del río, no queda nada de usted. Ya me ocuparé de cubrir sus huesos con algo de carne.
Vio por primera vez a Dancer y, de mala gana, soltó a su predilecto.
Bolitho hizo una mueca. Sentía vergüenza, pero al mismo tiempo le complacía el entusiasmo de la mujer. Con ocasión de su primer embarque, cuando aún tenía doce años, la escena fue mucho más embarazosa.
—Martyn Dancer es mi amigo. Pasará unos días con nosotros.
Se volvieron hacia la majestuosa escalera, por donde descendía la madre de Bolitho.
—Sé bienvenido a nuestro hogar.
Dancer la observó deslumbrado. Su amigo le había hablado a menudo de Harriet Bolitho, añorando a la madre en las conversaciones de las largas guardias o en momentos de tranquilidad en el entrepuente. Pero la dama no se parecía a la mujer imaginada que proyectaban esas frases. Se la veía demasiado joven para ser la madre de Richard; también demasiado frágil para habitar en soledad aquella enorme residencia edificada a la sombra del castillo de Péndennis.
—Mamá.
Bolitho corrió hacia ella y se fundieron en un estrecho y largo abrazo. Dancer no dejaba de observar. Su amigo Richard, al que había llegado a conocer tan bien: de natural impasible, habituado a esconder sus emociones tras unos ojos grises y fríos; de pelo tan oscuro como rubio era el de Dancer; capaz de mostrar su sentimiento ante la muerte de un compañero, pero metamorfoseado en león durante la batalla. Más que el hijo de aquella dama, se hubiese dicho su pretendiente.