—Por eso es por lo que Galen estaba tan enfadado antes —prosiguió Rodo—. Cuando tu madre se esfumó de repente y Galen no pudo ponerse en contacto con ella, planeó, junto con Nokomis Key, reunirse contigo y con tu tío en privado y contároslo todo. Cuando Sage siguió pegándose a él como un chicle a la suela de un zapato, acudió a mí en busca de ayuda. Pero en el Four Seasons, cuando te vio llevarte a Sage aparte para interrogarla en privado, se asustó y volvió a bajar por la escalera del club. Tenía miedo de que, sin querer, le revelases algo a ella o ella a ti que pudiese ser captado por oídos ajenos y lo estropease todo. Al final, cuando Nokomis llegó y vio a Sage allí, ella misma se encargó de tomar las riendas de la situación. Galen pensó que su única solución era dirigir la atención de Sage, y la de los omnipresentes guardias de seguridad de los Livingston, de nuevo hacia el juego… y lejos del misterio que tu familia estaba protegiendo.
Ahora al menos ya sabía cómo los «Servicios Secretos» espías habían conseguido seguirnos la pista tan rápido, hasta que Key los despistó cruzando el río. Pero si el clan de los Livingston andaba por ahí con esa clase de información, estaba claro que mi vida no valía un centavo.
—¿Cómo puedes decir que estoy «a salvo por el momento»? —repetí las palabras de Rodo—. Exactamente, ¿dónde está ahora mismo esa curiosa panda de villanos?
—Una vez que nos libramos de Sage —dijo Rodo—, Galen reveló la verdad sobre Solarin, y entonces él y Nim pudieron urdir un plan para protegerte. Me dieron permiso para contaros todo esto en cuanto ambos regresarais esta noche. Tu tío ha conseguido ahorrarte la molestia de tener que volver a tener tratos con los Livingston, no en vano Ladislaus Nim es uno de los tecnócratas informáticos más importantes del mundo. En cuanto estuvo al corriente de la situación, según tengo entendido, se aseguró de que a través de distintos canales de cooperación antiterrorista, las cuentas bancarias de los Livingston en distintos países quedaran bloqueadas inmediatamente en espera de la resolución de varias investigaciones criminales pendientes: en Londres, por ejemplo, la investigación sobre el asesinato de un antiguo ciudadano soviético que vivía en suelo británico. También se ha cursado una orden de detención, naturalmente, respecto a la complicidad de cierto magnate del petróleo y el uranio, residente en Colorado, con el antiguo régimen de Bagdad. —Rodo consultó su reloj.
»Y con respecto al paradero de los Livingston en este preciso instante, y puesto que sólo hay un país que pueda negarse a cooperar con el proceso de extradición, ahora mismo me imagino que estarán en alguna parte en el aire sobrevolando Arkángel, rumbo a San Petersburgo o Moscú.
Vartan dio un puñetazo de frustración encima de la mesa.
—¿Y os creéis que sólo con bloquear las cuentas de los Livingston y con exiliarlos a Rusia vais a proteger a Alexandra?
—Sólo hay una cosa capaz de protegerla —le contestó Rodo—: la verdad.
A continuación se dirigió a mí.
—Cat era más realista —prosiguió—. Sabía lo que se necesitaba para salvarte. Te envió a mí solo cuando entendió que era a una cocina, y no a un tablero de ajedrez, adonde debías acudir para aprender las lecciones que se requieren de un alquimista. Y se dio cuenta de que todos necesitamos alguna especie de conductor de cuadriga para unir nuestras fuerzas, como aquellos caballos de Sócrates, uno tirando hacia el cielo y el otro hacia la tierra, como la batalla del espíritu y la materia. Lo veis a nuestro alrededor: gente que vuela en unos aviones y los estrella contra edificios porque odian el mundo material y quieren destruirlo antes de marcharse de él; otros que desprecian tanto lo espiritual que quieren bombardearlo para amoldarlo a su idea de normalidad… No es eso lo que llamaríamos un mundo «equilibrado».
Hasta ese momento, yo no tenía ni idea de que Rodo tuviese opiniones formadas respecto a aquel o cualquier otro tema semejante, aunque no estaba segura de adonde quería ir a parar con aquella especie de charla sobre «los opuestos se atraen». Sin embargo, entonces recordé lo que había dicho sobre Carlomagno y la fortaleza de Montglane y le pregunté:
—¿Por eso es por lo que dijiste que el cumpleaños de mi madre y el mío son importantes? ¿Por qué el 4 de abril y el 4 de octubre son opuestos en el calendario?
Rodo nos dedicó una sonrisa radiante a Vartan y a mí.
—Así es como tiene lugar el proceso —dijo—: el 4 de abril se halla entre los primeros signos de la primavera del zodíaco, le
Belier
y
Taurot
, el Carnero y el Toro, cuando en todos los libros de alquimia aparece la siembra de las semillas de la Gran Obra. La cosecha es seis meses más tarde, entre Libra, la Balanza, y Escorpio… simbolizado en su forma más baja por el escorpión y en el aspecto más elevado por un águila o pájaro de fuego. Estos dos polos son descritos por el proverbio indio
Jaisi Kami
,
Vaise Bharni
: nuestros resultados son el fruto de nuestros actos, «Se cosecha lo que se siembra.» De eso es de lo que trata
El libro de la balanza
de al-Jabir al-Hayan: sembrar la semilla y cosechar significa encontrar el equilibrio, la balanza. Los alquimistas denominan a este proceso la Gran Obra.
»El hombre al que llamamos Galen March —añadió—, ya habéis leído sus papeles así que ya lo sabéis, fue el primero en mil años en resolver la primera fase de este rompecabezas.
Lo miré y dije:
—Ha tenido un papel muy importante en todo esto, pero ¿qué es de Galen ahora?
—Está
en retrait
durante un tiempo, igual que tu madre —dijo Rodo—. Os envía esto a los dos.
Me dio un paquete, similar al que nos había dado Tatiana sólo que más pequeño.
—Podéis leerlo cuando me vaya esta noche. Me parece que puede resultaros útil en vuestra búsqueda de mañana. Y tal vez incluso después.
Yo tenía miles de preguntas, pero cuando Rodo se levantó, Vartan y yo hicimos lo mismo.
—Puesto que Cat os ha guiado hasta la primera de las piezas ocultas —dijo—, justo aquí en Washington, adivino, aun sin ver el mapa que habéis escondido para que no lo vea, cuál puede ser el lugar donde haréis vuestra cosecha mañana. —Cuando llegó a la puerta, se volvió por encima del hombro para mirarnos—. Vosotros dos juntos, es perfecto. Es el secreto, ¿sabéis? —dijo—. El matrimonio del blanco y el negro, del espíritu y la materia; se conoce desde la antigüedad como «el matrimonio alquímico», el único modo de que el mundo sobreviva y se perpetúe.
Sentí cómo me iba poniendo cada vez más roja. Ni siquiera podía mirar a Vartan.
A continuación, Rodo desapareció por la puerta y en las entrañas de la noche.
Volvimos a sentarnos y nos serví a ambos otros dos tragos de aguardiente mientras Vartan abría el paquete con la carta de Charlot y me la leía en voz alta.
EL RELATO DEL ALQUIMISTA
Corría el año 1830 cuando descubrí el secreto para elaborar la fórmula, como había sido profetizado.
Estaba en el sur, viviendo en Grenoble, cuando Francia cayó una vez más en las garras de otra revolución que comenzó, como siempre, en París. Nuestro país volvía a estar sumido en el caos absoluto, como lo había estado en la época de mi concepción, hacía tanto tiempo, cuando mi madre Mireille había atravesado las barricadas para huir a Córcega con los Bonaparte y mi padre, Maurice Talleyrand, había huido a Inglaterra y luego a América.
Pero en esa nueva revolución, las cosas no tardarían en ser bien distintas.
En el mes de julio de 1830, nuestro monarca Borbón restaurado, Carlos X, después de permanecer seis años en el poder y tras haber revocado las libertades civiles y disuelto la guardia nacional, había enfurecido al pueblo una vez más deshaciéndose de los magistrados y cerrando todos los periódicos independientes. Ese mes de julio, cuando el rey se fue de París para salir en una partida de caza en una de sus fincas, los burgueses y las masas de París convocaron al marqués de La Fayette, el único noble de la vieja guardia que parecía creer aún que la restauración de nuestras libertades era posible, y le encomendaron la tarea de reconstituir una nueva guardia nacional en el nombre del pueblo y de recorrer la campiña francesa en busca de soldados adicionales y de más municiones. Acto seguido, en una rápida sucesión, el pueblo nombró al duque de Orleans regente de Francia, votó restaurar la monarquía constitucional y envió una misiva al rey Carlos exigiéndole que abdicase.
En cuanto a mí, yo seguía viviendo una existencia apacible en Grenoble, pues ninguno de aquellos acontecimientos políticos significaba para mí lo más mínimo. Al tiempo que era capaz de prever las cosas, era como si mi vida acabase de empezar.
Y es que a mis treinta y siete años, la edad exacta que tenía mi padre cuando conoció a mi madre, estaba exultante de felicidad y a punto de sentirme completamente realizado. Había recuperado mi don de la clarividencia, junto con mis poderes. Y como si el propio destino así lo hubiese dictaminado, las cosas estaban saliendo a pedir de boca.
Y lo que era aún más asombroso: estaba perdidamente enamorado. Haidée, con veinte años de edad a la sazón y más deslumbrantemente hermosa si cabe que cuando la había conocido, se había convertido en mi esposa y esperaba nuestro primer hijo. Tenía la certeza absoluta de que no tardaríamos en poseer esa vida y ese amor idílicos que con tanta ansia había anhelado mi padre para sí a lo largo de su existencia. Y yo me reservaba un gran secreto que no le había confiado a nadie, ni siquiera a Haidée, como sorpresa. Si completaba aquella gran obra, para la que sabía que había nacido y estaba destinado, por imposible que pareciese, el amor de Haidée y el mío podrían sobrevivir más allá incluso de la muerte.
Todo parecía perfecto.
Gracias a los esfuerzos de mi madre, en ese momento nos encontrábamos en posesión del dibujo del tablero del ajedrez de Montglane y del paño guarnecido con joyas preciosas que lo cubría, recuperados ambos por la abadesa de Montglane para nosotros, y teníamos además las siete piezas que antaño pertenecieron a mi madrastra, madame Catherine Grand. También obraba en nuestro poder la Reina Negra que Talleyrand había obtenido de Alejandro de Rusia, la cual, gracias al último comunicado enviado por la abadesa a Letizia Buonaparte y Shahin, ahora sabíamos que era sólo una copia hecha por la abuela del zar Alejandro, Catalina la Grande. Mi madre, con Shahin y Kauri, seguía buscando aún las demás piezas, tal como llevaban haciéndolo desde hacía tiempo.
Pero yo poseía además la verdadera Reina Negra, a la que le faltaba una esmeralda, protegida durante tantos decenios por los
bektasíes
y Alí Bajá. Con la ayuda de Kauri, Haidée y yo la habíamos rescatado del lugar donde Byron la había escondido, en una isla desierta y montañosa en la costa de Maina.
En Grenoble, pasaba todas las tardes en nuestro laboratorio en compañía de Jean-Baptiste Joseph Fourier, el gran científico al que ya había conocido de niño en Egipto. Su
protégé
, Jean-François Champollion, acababa de realizar un viaje, a expensas del gran duque de Toscana, visitando las antigüedades egipcias que ya estaban desperdigadas por colecciones de toda Europa, y el año anterior Champollion había regresado de una expedición al propio Egipto, desde donde nos había traído información sumamente valiosa.
Por lo tanto, y a pesar del limitado número de piezas en nuestro poder en esos momentos, preveía que me encontraba a punto de realizar el gran descubrimiento que durante tanto tiempo se me había resistido: el secreto de la vida eterna.
Entonces, hacia finales del mes de julio, La Fayette nos envió a un joven a Grenoble en misión de apoyo al golpe de Estado que todavía se estaba tramando en París. Dicho emisario era el hijo de un gran militar ya fallecido, el general Thomas Dumas quien, a las órdenes de Napoleón, había sido general en jefe del ejército del frente occidental del Pirineo vascofrancés.
El hijo, de veintiocho años, se llamaba Alexandre Dumas y era un dramaturgo de gran éxito en París. Lucía un porte romántico, muy al estilo de Byron, con sus exóticos rasgos criollos y la maraña de pelo de algodón, con la chaqueta de corte militar conjuntada de forma harto elegante con un
fular
largo que le rodeaba el cuello. Supuestamente, La Fayette lo había enviado allí con el propósito de reunir armas, pólvora y munición del sur, pero en realidad, lo había enviado para recabar información.
El científico monsieur Fourier era ya famoso en el mundo entero como autor de
la Teoría analítica del calor
, que con los años ya había llevado a mejores diseños en la fabricación de cañones y otras armas de pólvora. Pero al parecer, a su viejo amigo y aliado La Fayette le habían llegado rumores acerca de otro proyecto. El general, viendo ya a Francia a las puertas de una renovada esperanza de restaurar la república o una monarquía constitucional, también albergaba él mismo esperanzas renovadas respecto a otro acontecimiento de muy distinta índole, uno que nada tenía que ver con la guerra ni sus armas, un descubrimiento del que llevaba hablándose desde tiempos inmemoriales-Sin embargo, Alexandre, el joven emisario de La Fayette, no esperaba encontrarse con lo que se encontró a su llegada a Grenoble. ¿Cómo iba a haberlo imaginado siquiera? Nadie podía saber qué era lo que el futuro nos depararía a todos muy pronto… es decir, nadie salvo yo.
Sin embargo, había una cosa que mi clarividencia seguía sin poder abarcar del todo: la propia Haidée.
—¡Haidée! —exclamó el joven Dumas en cuanto vio a mi extremadamente hermosa y embarazada esposa—.
Ma foi!
¡Qué nombre tan adorable! Entonces, ¿de veras existen mujeres que llevan el nombre de Haidée fuera de los poemas de Byron?
En resumidas cuentas, el joven Dumas cayó bajo el hechizo de los encantos de mi esposa, como les ocurría a todos, y no sólo a los admiradores de los versos de su padre. Alexandre se pasó días, semanas enteras, adorando a mi encantadora Haidée y pendiente de cada una de sus palabras. Ella compartió su vida con él y llegaron a quererse muchísimo como amigos.
Había pasado poco más de un mes desde la llegada de Alexandre, cuando Fourier, un añoso revolucionario de sesenta y dos años, pensó que había llegado el momento de compartir con el joven nuestro secreto, explicándoselo todo, incluso la implicación de Byron, para que Alexandre regresase y lo compartiese a su vez con La Fayette.