El Fuego (63 page)

Read El Fuego Online

Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
4.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esta vez sí le tocó el turno a Key de estar pletórica de alegría, y Vartan llegó incluso a abrazarla justo antes de despegar.

Después de cinco horas y de nuestra segunda y última parada para repostar, llegó el tramo más peliagudo de nuestro viaje: Attu, justo al lado de la línea internacional de cambio de fecha, antes de adentrarnos en aguas rusas, una isla que estaría plagada de guardacostas y patrulleros de la Armada, submarinos, monitores por satélite flotantes y radares, todos ellos escaneando el mar constantemente o apuntando hacia el cielo.

Sin embargo, tal como señaló Key, al igual que el niño Zeus suspendido de la cuerda de un árbol, nadie repara nunca en algo suspendido entre la tierra, el mar y el cielo, de modo que la piloto apagó nuestro sistema de GPS y el radar para acrecentar así nuestra invisibilidad y luego bajó de altitud hasta los dieciocho metros por encima del nivel del mar. Y nos deslizamos a través de esa membrana ilusoria que sólo parece separar el este del oeste, el agua del cielo.

Eran las dos de la tarde del sábado 12 de abril cuando dejamos América atrás y cruzamos la línea internacional de cambio de fecha. Un instante después, inmediatamente, era el mediodía del domingo 13 de abril, y las aguas y el cielo entre los que surcábamos eran ahora rusos.

Varían me miró con absoluto asombro.

—¿Os dais cuenta de lo que hemos hecho? —dijo—. Si derriban este avión y nos capturan, a mí me fusilarán por traición y a vosotras os acusarán de ser espías norteamericanas.

—¡Vaya! ¿A qué viene tanto pesimismo ahora, si puede saberse? —exclamó Key—. Somos los mismos aquí que allí.

Era evidente que seguía aturdida por la euforia ante la conspiración tribal de esa mañana, la misma que le abría todos los caminos secretos de la navegación por tierra y agua, porque a continuación, añadió:

—¿Qué tótems os han dado a vosotros? A mí me han dado el cuervo y el castor, que supongo que es lo más parecido al modo en que
Becky
y yo hemos llegado y nos hemos ido esta mañana: el ave mágica de la luna y el animal que conoce las mejores vías de escape desde el agua. ¿Y a nuestro traidor clandestino?

Vartan se sacó del bolsillo el animal totémico que le habían regalado.

—Los míos son el oso y el lobo —dijo.

—La insignia de un maestro de ajedrez nato —comentó Key con aprobación—. El oso hiberna en su cueva y se pasa la mitad de su vida en silencio, meditando, haciendo introspección. El lobo viene de la estrella del Can Mayor, Sirio, venerada por muchas culturas. Aunque sea un lobo solitario, es el maestro del esfuerzo coordinado y concentrado, de cómo centrarse en lo que la manada traía de conseguir.

Miré las tallas de mis tótems, una ballena y un águila pintada de cuatro colores: rojo vivo, amarillo, azul oscuro y negro.

—El águila es el pájaro de trueno, ¿verdad? —le pregunté a Key—. Pero ¿y la ballena?

—El pájaro de trueno también es el pájaro de fuego o el rayo —dijo Key—. Significa equilibrio porque surca el cielo hasta llegar a lo más alto y toca el Gran Espíritu, pero también trae a la tierra el fuego y la energía de los cielos, para ponerlos al servicio del hombre.

—Lo de asignar animales totémicos se les da muy bien, ¿verdad? —señaló Vartan—. Mi lobo y el pájaro de fuego de Alejandra… son los dos animales que acuden al rescate del príncipe Iván en nuestro famoso cuento popular ruso y lo devuelven a la vida. —Me sonrió y añadió, dirigiéndose a Key—: ¿Y la ballena de Alexandra?

—¡Ah! Ese es el tótem más misterioso de todos… —le contestó Key, sin dejar de mirar hacia delante mientras sobrevolábamos las inmensas aguas del Pacífico—. La ballena es un mamífero muy antiguo, con una memoria genética codificada. Nadie sabe cuánto tiempo lleva viajando ahí abajo sola, en las profundidades, bajo la superficie que estamos rozando ahora mismo, agazapada en el fondo del océano como una biblioteca gigantesca de sabiduría genética atávica. Como el sonido del tambor del chamán, como un latido que encierra los conocimientos más antiguos de la sabiduría ancestral…

Nos dedicó a Vartan y a mí una sonrisa cargada de complicidad, como si supiera lo que ambos estábamos pensando.

—¿Como las instrucciones originales? —sugirió Vartan, devolviéndole la sonrisa.

—Sean cuales fueren esas instrucciones —dijo Key—, parece que estamos a punto de averiguar en qué consisten exactamente.

Hizo señas hacia el mar que se extendía ante nosotros. Sobre el horizonte descansaba una larga línea de costa verde con una cordillera de elevadas montañas blancas justo detrás. Key añadió:

—Creo que el aforismo más apropiado en este momento es:

«Tierra a la vista».

EL REGRESO DEL OCHO

El alma está limitada por la Ciudad de Ocho que reside en la mente, el intelecto y el ego, y consiste en el surgimiento de los cinco elementos sutiles de la percepción sensorial.

VASUGUPTA,

Estancias sobre la vibración

¿Qué es ese universo intermedio? Es el […] mundo, completamente objetivo y real, donde todo cuanto existe en el mundo sensorial posee su análogo, aunque no perceptible por los sentidos, es el mundo que [en el islam] se designa con el nombre del octavo clima.

HENRI CORBIN,

Swedenborg and Esoteric Islam

Todas las cosas son ocho.

THOMAS TAYLOR,

Cita de una máxima pitagórica

Ust Kamcbatsk, península de Kamchatka

U
na nieve liviana pasaba por el tamiz de la luz solar que iluminaba el río. Hacía un hermoso día.

Alexander Solarin sabía quién era; podía recordar retazos del pasado que había dejado atrás y había descubierto mucho más acerca de lo que aún tenía por delante.

También sabía que aquella podía ser la última vez que veía aquel paisaje, el río del que había venido, fluyendo a raudales desde la altura del valle, los centelleantes montes de obsidiana, coronados por la nieve y exhalando sus rosáceas y peligrosas humaredas hacia el cielo.

Estaba de pie junto a su madre, Tatiana, a bordo de su barco anclado allí, en la bahía, y allí aguardaba su futuro, el futuro que pronto lo llevaría a otro mundo, un mundo y un futuro a los que ella no lo acompañaría. Ya la había perdido una vez, cuando niño, una escena que recordaba muy vívidamente. Esa noche, la lluvia, su padre, su hermano, su abuela… y las tres piezas de ajedrez. Lo recordaba todo como si un inmenso foco alumbrara cada instante y cada detalle.

Y recordaba jugar al ajedrez. Era capaz de sentir el tacto liso y suave de las piezas, de visualizar el tablero. Recordaba partidas que había jugado, muchas, muchísimas. Eso es lo que era, lo que siempre había sido: un jugador de ajedrez.

Sin embargo, había otro juego, un juego distinto —una especie de juego secreto, casi como un mapa—, en el que las piezas y los peones estaban todos ocultos, no sobre el tablero, en el que había que tener una capacidad de visión especial, recurrir a una artimaña de la memoria, para poder mirar bajo la superficie y verlos. En su cerebro había empezado incluso a ser capaz de dilucidar dónde estaban algunos…

Pero había algo que no lograba ver nunca. Ese día, cuando sucedió. Cada vez que pensaba en ello, la explosión regresaba con fuerza. El dolor.

¿Y qué pasaba con su hija? Alexandra, ese era su nombre, Tatiana se lo había dicho. ¿Qué pasaba con su esposa? Pronto las vería a ambas. Entonces seguro que lo sabría.

Pero había algo que sabía con toda certeza: ellas eran parte importante de su dolor.

Key nunca dejaba de sorprenderme.

La distancia entre Kamchatski y nuestro punto de salida en Chukotski para atravesar el mar de Bering era de casi seis mil quinientos kilómetros, pero por lamentable que fuese el aspecto de nuestra oxidada y maltrecha barca pesquera, Key dijo que nos llevaría allí en menos de seis horas.

Habíamos encontrado la barca (una antigua embarcación para la pesca de arrastre reconvertida en barco de observación marina) anclada y esperándonos en el puerto de Ust Kamchatski, atracada de manera que impedía de todas todas ver a
Becky Beaver
desde el interior del puerto cuando la avioneta-hidroavión hizo su traqueteante y sincopada aparición desde el lugar donde habíamos amerizado, justo fuera, y nos subimos a la plataforma de carga de la barca, donde se solían dejar las redadas de pescado.

—Vengo percibiendo —me informó Key— que empiezas a creer lo que te dije al principio: lo puñeteramente difícil que ha sido para mí organizar esta dichosa excursión. Aunque la
glásnost
se haya ido al garete por estos pagos y a pesar de que entre bueyes no hay cornadas, como suele decirse, te aseguro que, en esta ocasión, la colaboración entre los especialistas en fauna y flora, los vulcanólogos y los pueblos nativos ha alcanzado unas cotas inauditas, por no hablar de los niveles aberrantes de complejidad y riesgo. Si alguna vez vuelvo a ofrecerme voluntaria para reunir a una familia como la tuya, haz el favor de pegarme un tiro en el pie, para tener algo de tiempo para reconsiderarlo durante mi convalecencia.

Confieso que yo misma, estando ya a las puertas de ver por fin a mi padre, también tenía mis propias reservas. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que me parecía oír el estruendo del motor de
Becky
en mi interior. No sabía nada sobre su estado de salud, ni de lo enfermo que había estado todo ese tiempo, ni de lo poco o mucho que podía haberse recuperado. ¿Se acordaría de mí siquiera? Vartan y Key, leyéndome el pensamiento, me habían puesto cada uno la mano en el hombro mientras subíamos juntos a la cubierta.

Allí, en el extremo del fondo, había de pie una mujer alta y rubia, con algunos mechones plateados, a quien en ese momento podía reconocer como la abuela que nunca había tenido. Y junto a ella se hallaba el hombre a quien, durante los diez años anteriores, había creído que nunca volvería a ver.

Mi padre nos observaba a los tres a medida que nos aproximábamos por la cubierta. Incluso desde aquella distancia, puede que unos nueve metros, ya advertí que había perdido mucho peso, y vi los ángulos limpios y fuertes de su cara y su mandíbula en contraste con el cuello oscuro y abierto de su chaqueta marinera. Cuando nos acercamos, no pude evitar fijarme en que su pelo desgreñado y claro, pese a caerle sobre la frente, apenas ocultaba la cicatriz.

Cuando los tres llegamos hasta él, sus ojos de color verde plateado, del color del cristal de una botella, me miraron únicamente a mí.

Me eché a llorar.

Mi padre abrió los brazos y yo me adentré en ellos sin decir una sola palabra.

—Xie —dijo él, como si acabase de recordar algo crucial que creía haber olvidado para siempre—. Xie, Xie, Xie…

En el lugar en que Chukotski Poluostrov, la península de Chukotka, sobresale entre los mares de Chukchi y de Bering, si se mira en dirección oeste hacia el otro lado del estrecho de Bering, Alaska parece estar tan cerca que es como si bastase con dar un simple paso para pisar el continente americano.

Nuestro barco se dirigía a una misión de reconocimiento con biólogos marinos chucotos preocupados por el alarmante descenso de la población de cormoranes en las costas norte y oriental. Los cinco nos habíamos sumado a la expedición. Tatiana volvería con los kamchatkos y se reuniría con los
chamanes chucotos
una vez que nos hubiesen dejado a nosotros y a la avioneta en un lugar adecuado desde el que poder despegar sin llamar demasiado la atención. En cuanto estuviésemos en aguas estadounidenses, dijo Key, repostaríamos combustible en Kotzebue, en Alaska, para volar con mi padre de vuelta a Anchorage.

El sol se ponía muy rápidamente en aquella época del año. Nos sentamos en la cubierta del barco alrededor de un pequeño brasero que los colegas de Key habían preparado para nosotros. Bebimos
kvas
, asamos patatas y cocinamos unos trozos de carne de reno, el alimento básico por esos pagos, ensartados en unas brochetas de madera que colocamos entre las brasas. Mi padre me abrazaba fuertemente por el hombro y me iba mirando de vez en cuando para asegurarse de que seguía allí, a su lado, casi como si temiese que fuera a escaparme volando hacia el cielo nocturno como un pájaro.

Mi guapísima abuela, Tatiana, parecía exótica y eternamente joven, con los pómulos marcados, su traje de piel de reno bordada y con flecos, y ese pelo rubio y plateado que resplandecía a la luz del fuego, ante nosotros. Sin embargo, sólo podía hablar nuestro idioma entrecortadamente y con un fuerte acento eslavo, de modo que Vartan se ofreció a hacer de traductor. Mi abuela tomó la palabra para contarnos lo que llevábamos tanto tiempo queriendo escuchar.

Other books

The Monstrous Child by Francesca Simon
Little Red Hood by Angela Black
Atonement by Ian Mcewan
Margaret the First by Danielle Dutton
A Free Life by Ha Jin
Forty Times a Killer by William W. Johnstone
THE SANCTUARY by Cassandra R. Siddons
Stepbro by Johnson, Emma