El Fuego (32 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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—Creía que era una fortaleza y después una abadía —dije, y al instante me mordí la lengua, pues recordé que había sido Lily quien me había dicho eso, no Rodo.

Me recompuse justo a tiempo. Con la distracción, estuve a punto de dejar caer una gota de yema en el cuenco de las claras y estropear todo el preparado. Tiré la cascara, yema incluida, en el cuenco del abono y me sequé las manos, sudorosas, en el delantal antes de reanudar la tarea. Cuando miré de soslayo a Rodo para comprobar si había reparado en mi paso en falso, me alivió ver que me miraba con aprobación.

—Dicen que las mujeres no pueden concentrarse en dos cosas a la vez —me dijo—. ¡Y tú acabas de hacerlo! Me alegro por el bien de la perpetuidad de mi famoso merengue.

Rodo era la única persona que conocía, o incluso que había imaginado, que se atrevía a preparar un suflé o un merengue en un horno de leña abierto. Pero esa
pièce de résistance
, el
Béret Basque
, aquel delicioso
gâteau de chocolat
, daban fe de ambos.

Rodo seguía impertérrito, incluso deleitado, ante esos «pequeños retos».

Y ahora yo también tenía mi propio reto: volver al tema, pero Rodo se me adelantó.

—De modo que conoces algo de la historia —dijo—. Sí, Carlomagno llamó Montglane al lugar en cuestión, y también creó la fortaleza y un título nobiliario vinculado a ella. Pero todo estaba situado bastante lejos de Barcelona y del Mediterráneo, en el sur, y también de su capital en el norte, Aquisgrán.

»Así que optó por un terreno impenetrable de los Pirineos, en lo alto de una montaña. Y, curiosamente, ese enclave no estaba demasiado lejos del escenario exacto de su desastrosa retirada. Y al lugar donde erigió su fortaleza, en efecto, lo llamó Montglane, que significa "
le mont des glaneurs
", "la montaña de…", ¿cómo lo llamáis?, "los cosechadores". Como el famoso cuadro de Millet.

Rodo imitó con las manos el gesto de segar con una guadaña.

—¿Te refieres a los espigadores? —pregunté—. ¿La Montaña de los Espigadores? ¿Por qué iba a llamarla así?

Dejé a un lado el cuenco con las yemas y me dispuse a batir las claras, pero Rodo se adelantó, lo cogió, introdujo un dedo y sacudió la cabeza: aún no estaban listas. Se precisaba la temperatura adecuada. Devolvió el cuenco a su sitio.

—«Cada cosa en su momento» —me dijo—. Procede de la Biblia y es aplicable a todo, incluso a las claras de los huevos. Y también a lo otro, lo de los espigadores. Dice así: «
Se… ah… récolte
… recoge lo que se siembra». Pero lo recuerdo mucho mejor en latín:
Quod severis metes
.

—¿«Se cosecha lo que se siembra»? —deduje.

Rodo asintió. Algo relacionado con eso resonaba débilmente en las profundidades de mi memoria, pero tuve que dejarlo.

—Aclárame una cosa —le pedí—. ¿Qué tiene que ver la siembra y la cosecha con Carlomagno y ese ajedrez? ¿Por qué iba a quererlo nadie si es tan peligroso? ¿Qué tiene que ver nada de esto con los vascos, con esta noche o con el motivo por el que tengo que estar aquí? Es que no consigo entenderlo.

—Sí, sí lo «entiendes» —me aseguró Rodo—. ¡No eres
complètement fou
!

Luego, tras probar una vez más las claras de huevo con un dedo, asintió, vertió un poco de crémor tártaro, y me pasó el cuenco y el batidor.

—¡Piensa un poco! —añadió—. Hace más de cien años ese ajedrez fue enviado a un lugar remoto; quienes lo recibieron, quienes comprendieron y temieron su poder, lo guardaron con extremo celo. Lo enterraron como si fuera una semilla, pues sabían que era algo que algún día daría fruto, de naturaleza buena o mala. —Cogió una cascara de huevo y la levantó frente a mis ojos—. Y ahora el huevo ha eclosionado. Pero, al igual que esa cosecha espigada en la montaña de Montglane, ahora se ha alzado de sus cenizas como un ave Fénix —concluyó.

Dejé que aquella mixta metáfora se diluyera sola.

—Pero ¿por qué yo? —repetí, aunque tuve que hacer un esfuerzo inhumano por mantener la calma. Todo aquello empezaba a resultarme demasiado conocido.

—Porque, mi querido pájaro de fuego —contestó Rodo—, te guste o no, tú has emergido, desde ese momento, hace dos semanas, junto con el ajedrez. Sé en qué día naciste, ya ves, y también lo saben los otros: el 4 de octubre, exactamente la fecha opuesta a la
boum
de cumpleaños de tu madre, que delata la suya.

»Eso es lo que te ha colocado en esta situación de peligro.

Eso es lo que los ha convencido de que deben examinarte esta noche, de que creen saber quién eres en realidad.

De nuevo esa expresión. Pero esta vez inoculó en mí un gran terror, como una estaca atravesándome el corazón.

—¿Y quién soy? —repetí.

—No lo sé —contestó mi jefe, que en absoluto parecía ya un loco—. Lo único que sé es lo que los otros creen. Y lo que creen es que eres la nueva Reina Blanca.

LA PIRÁMIDE

Las cenizas de Shelley fueron más tarde enviadas a Roma y enterradas donde ahora reposan, en la pendiente del cementerio protestante a la sombra de la gran pirámide gris de Cayo Cestio, ese lugar de peregrinación para los anglófonos de todos los rincones del mundo durante más de cien años.

ISABEL C. CLARKE,

Shelley and Byron

Pirámide de Cayo Cestio: enorme monumento sepulcral de ladrillo y piedra, en Roma, de casi treinta y cinco metros de altura con incrustaciones de mármol blanco. Todos los lados de la base miden unos veintiocho metros […]. La pirámide data de los tiempos de Augusto.

The Century Dictionary

El mausoleo de Cayo Cestio […] inspiró las pirámides de los jardines del siglo XVII, entre ellas la del Désert de Retz y la del Pare Monceau, así como la pirámide masónica que aparece en el billete de un dólar americano.

DIANA KETCHAM,

Le Désert de Retz

Cimetero Acattolico degli Inglesi, Roma, (Cementerio Protestante de los Ingleses, Roma), 21 de enero de 1823

«M
aria la Inglesa» aguardaba de pie en la gélida neblina junto al muro de piedra, a la sombra de la inmensa pirámide egipcia de dos mil años de antigüedad, sepulcro del senador romano Cayo Cestio. Ataviada con su atuendo habitual de viaje, vestido y capa grises, observó, algo apartada de las demás plañideras, a quienes apenas conocía, cómo la pequeña urna era introducida en su nicho.

Qué apropiado, pensó, que las cenizas de Percy Shelley fueran a reposar allí, en aquel lugar ancestral y sagrado, precisamente aquel día tan especial. El autor de
Prometeo liberado
había sido el Poeta del Fuego por antonomasia, ¿no era así? Y aquel día, el 21 de enero, era el día sagrado predilecto de Maria, la festividad de Santa Inés, la santa a la que no consiguieron matar a fuego. Incluso entonces, los ojos de Maria se humedecían, no por el frío sino por las numerosas hogueras que se habían prendido allí, en el monte Aventino, para honrar a la mártir, cuyo humo se mezclaba con la niebla fría y húmeda procedente del Tíber, que fluía a los pies de la colina. En Inglaterra, la noche anterior, la víspera de Santa Inés, las chicas jóvenes se habrían ido a dormir hambrientas, ayunando con la esperanza de atisbar en sueños a sus futuros esposos, como ocurría en el popular poema romántico de John Keats.

No obstante, aunque la propia Maria había vivido mucho tiempo en Inglaterra y conocía sus costumbres, no era inglesa, pese a ser conocida como
pittrice inglese
, «pintora inglesa», desde los diecisiete años, edad a la que había ingresado en la Accademia del Disegno de Florencia. Era, de hecho, italiana de nacimiento (había nacido en Livorno hacía más de sesenta años), y se sentía más en casa allí, en Italia, de lo que nunca se había sentido en Inglaterra, tierra natal de sus padres.

Y aunque no había regresado a aquel lugar sagrado en más de treinta años, Maria conocía, quizá mejor que nadie, el misterio oculto bajo el suelo «inglés» de aquella colina meridional que se alzaba justo tras las puertas de la antigua Roma. Pues allí, en Roma, donde la santa había sido martirizada, donde pronto se celebraría su festividad, yacía un misterio mucho más antiguo que cualquiera de los huesos de la mártir, o que la pirámide funeraria de Cayo Cestio, un misterio quizá más antiguo incluso que la propia Roma.

Aquel enclave del monte Aventino, donde Cayo Cestio había construido su ostentosa pirámide en la era de Jesús y del emperador Augusto, había sido un lugar sagrado desde los primeros tiempos. Quedaba justo al borde del Pomerium, «la línea de manzanas», una frontera ancestral aunque invisible sita justo cetras de las murallas de la ciudad, tras la cual la
auspicia urbana
, la adivinación oficial para proteger la ciudad, no podía practicarse. La
auspicia
(
avis specio
, «observación de las aves») sólo podía efectuarla el colegio oficial de sacerdotes versados en el estudio de los augurios del cielo, ya fueran truenos o relámpagos, el movimiento de las nubes o la trayectoria de vuelo y el trino de la aves. Pero más allá del Pomerium, un poder diferente había ido adquiriendo hegemonía.

Más allá de esa línea se encontraban los
horrea
, los graneros que alimentaban a toda Roma. Y allí, en el Aventino, también se hallaba el templo más famoso de culto a la diosa de la agricultura, Ceres. Su nombre, Ker, significaba «crecimiento», y allí la diosa compartía su templo con Liber y Libera, dios y diosa de la libertad, la virilidad y el jugo de la vida. Se correspondían con los más antiguos Jana y Jano, dios de las dos caras, al que debe su nombre la ciudad albana de Janina, sede de uno de los primeros santuarios consagrados a él. Pero las dos grandes festividades de Ceres se celebraban fuera de los límites del control oficial: el
feriae sementinae
, los «festivales de la sementera», que daban comienzo con la quema de rastrojos en hogueras enormes en el mes que debía su nombre ajano, y el festival de la cosecha, Ceriailia, que tenía lugar en el mes llamado así por Augusto, cuyo nombre de pila, Octavio, significaba «octavo».

Las hogueras prendidas en honor a Ceres en el primer mes del año, según creían los antiguos, presagiarían lo que cosecharían en el octavo. «
Quod severis metes
», se leía sobre su templo:

«Se cosecha lo que se siembra».

El misterio que esto entrañaba era tan profundo y ancestral que corría en la misma sangre: no se precisaba llevar a cabo auspicios bajo la ley de la Iglesia ni pronósticos estatales; se practicaba fuera de las puertas, fuera de la ciudad.

Era una Orden Eterna.

María sabía que aquel día, el recuerdo del pasado y la adivinación del futuro de algún modo estaban vinculados, como lo habían estado hacía miles de años. Pero aquel día (el día de Santa Inés, el 21 de enero) era el día de la Adivinación por el Fuego.

Y allí, en Roma, la Ciudad Eterna, también podría ser el día en que el secreto que Percy Shelley se había llevado a su tumba de agua seis meses atrás, el secreto de aquella Orden, se alzara de sus cenizas.

Al menos, eso era lo que el amigo y patrón de María, el cardenal Joseph Fesch, trataba de averiguar. Ese era el motivo por el que él y su hermana, Letizia Buonaparte, la habían convocado allí aquel día. Después de más de treinta años, la artista angloitaliana María Hadfield Cosway había vuelto al fin a casa.

Palazzo Falconieri, Roma

He impedido a los hombres ver su suerte mortal […].

He hecho habitar en ellos ciegas esperanzas […].

Y, ante todo, les di el fuego.

ESQUILO,

Prometeo encadenado

George Gordon, lord Byron, se paseaba dolorido por el salón del Palazzo Falconieri del cardenal Joseph Fesch. Pese a las riquezas que él mismo poseía, Byron se sentía fuera de lugar en aquel suntuoso mausoleo dedicado a un difunto emperador. Y es que, aunque el sobrino del cardenal, Napoleón Bonaparte, hacía ya dos años que había fallecido, la opulencia que había derrochado en sus relaciones apenas se había disimulado allí. Las paredes tapizadas de damascos de aquella sala no eran una excepción, cubiertas de extremo a extremo con cuadros de los mejores maestros de Europa; otros tantos estaban apilados en el suelo, entre ellos obras de la ya tradicional protegida del cardenal, la pintora madame Cosway, por deseo de la cual todos habían sido convocados allí aquel día de forma perentoria. O, cuando menos, manifiesta.

La nota de madame Cosway había tardado en llegarle, pues en primer lugar había viajado a Pisa. La misma mañana en que la recibió en su nueva villa de Genova (Casa Saluzzo, con vistas a Portofino y al mar), Byron se apresuró a partir antes incluso de tener tiempo para acabar de instalarse. Había abandonado a su tiró de amante, familia y huéspedes indeseados, y su colección de animales (monos, pavos reales, perros y aves exóticas), apenas descargados de su flotilla de barcos procedente de Pisa.

Era evidente que algo importante había ocurrido. O estaba a punto de ocurrir.

Superando la fiebre y los dolores que le perforaban sin respiro los intestinos, como los que asolaron a Prometeo, Byron había cabalgado con tal premura en la última semana para llegar puntual a Roma que casi no había tenido tiempo de bañarse ni afeitarse en las espantosas posadas en las que él y su ayuda de cámara, Fletcher, habían pernoctado. Cayó en la cuenta de que debía de tener un aspecto horrible; pero, dadas las circunstancias, aquel era un detalle nimio.

Ahora, después de que le hubieran recibido en el
palazzo
y le hubieran ofrecido una copa de cristal del excelente burdeos del cardenal para asentarle el estómago, Byron contempló por primera vez el salón, magníficamente amueblado, y en ese instante comprendió que no sólo «se sentía» fuera de lugar, sino que también «olía» fuera de lugar. Iba aún ataviado con el traje de montar, cubierto por el polvo del camino: una casaca militar azul, botas salpicadas de barro y bombachos largos de algodón asiático que cubrían su pie deforme. Con un suspiro, dejó la copa de aquel burdeos de color rubí y se quitó la bufanda que llevaba a modo de turbante y que solía ponerse siempre que salía para proteger del sol su tez clara. Por mucho que anhelaba marcharse de allí, hacer llamar a Fletcher, buscar un lugar donde bañarse y cambiarse, sabía que era del todo imposible.

Porque el tiempo era crucial. ¿Y cuánto le quedaba realmente?

Cuando Byron era bastante joven, un adivino predijo que no sobreviviría a su trigesimosexto aniversario, una fecha para la que entonces parecía faltar una eternidad. No obstante, al día siguiente, el 22 de enero, Byron cumpliría treinta y cinco años. En sólo unos meses partiría de Italia hacia Grecia para financiar y participar en la misma guerra de la independencia por cuyo desencadenamiento su amigo, Alí Bajá, había sacrificado su vida.

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