Estábamos tan próximos a descubrir la verdad…
Habíamos completado la primera fase, la Piedra Filosofal, tal como se la conocía en la alquimia, el residuo de polvo negro rojizo que conducía a todo lo demás, tal como llevaba creyendo desde que tenía diez años de edad. Aquello crearía el ser humano perfecto, acaso el primer paso en la manifestación de la civilización perfecta para cuya creación había sido diseñado aquel juego de ajedrez. Habíamos envuelto la piedra en cera de abeja y habíamos recogido el agua densa en el momento propicio del año.
Sabía que había llegado la hora. Me hallaba en la antesala de extender mi presente perfecto hacia un futuro infinitamente perfecto.
Tomé el polvo en mis manos.
Me bebí el elixir.
Y luego algo salió terriblemente mal.
Levanté la vista y vi a Haidée de pie en la puerta del laboratorio, con la mano en el corazón. Tenía los ojos plateados enormes y luminosos. Junto a ella, agarrando su mano con fuerza entre las suyas, se hallaba la última persona a la que esperaba ver allí: Kauri.
—¡No! —gritó mi esposa.
—Es demasiado tarde —dijo Kauri.
Nunca olvidaré aquella expresión de horrible angustia en el rostro de mi amigo. Me quedé mirándolos a los dos al otro lado de la sala. El tiempo que tardé en armarme de valor para hablar se me antojó una eternidad.
—¿Qué he hecho? —exclamé con voz entrecortada, al tiempo que el horror por mi acto egoísta empezaba a calar en mí.
—Has destruido toda esperanza —dijo Haidée.
Antes de poder darme cuenta de lo que había querido decir con sus palabras, mi esposa puso los ojos en blanco y se desmayó. Kauri la tomó en sus brazos para dejarla en el suelo y eché a correr para cruzar el laboratorio y ayudarlo, pero en cuanto llegué hasta ellos, el efecto de la poción se apoderó de mi organismo. Mareado, me senté en el suelo junto al cuerpo yacente de mi postrada esposa. Kauri, con su larga túnica, se agachó a nuestro lado.
—Nadie imaginó nunca que harías una cosa así —me dijo en tono solemne—. Tú eras el que había sido profetizado, como hasta mi padre sabía. Él creía que tú y tu madre, el Rey Blanco y la Reina Negra, tal vez podríais cumplir el cometido que invoca
El libro de la balanza
. Pero ahora me temo que lo máximo que podemos hacer es dispersar las piezas, protegerlas escondiendo de nuevo las que tenemos al menos, hasta que aparezca alguien más capaz de poner fin a este juego. Pero ahora ni siquiera tú puedes resolverlo, ahora que has bebido, ahora que has sucumbido a la sed interior que domina a la razón. Debe ser alguien que esté preparado para protegerlas para toda la eternidad si es necesario, sin la esperanza de cosechar la recompensa del ajedrez para su propio beneficio.
—¿Para toda la eternidad? —pregunté, confuso—. ¿Quieres decir que si Haidée se bebe el elixir como he hecho yo, tendremos que vagar por la tierra para siempre, protegiendo estas piezas hasta que aparezca otra persona capaz de averiguar la respuesta más profunda del enigma?
—Haidée no —me dijo Kauri—. Ella nunca lo beberá. Desde el momento en que aceptó esta misión, cuando éramos sólo unos niños, no ha realizado ningún acto que sirviese sus propios intereses ni los de aquellos a los que amaba. Todo ha sido puesto al servicio de esa otra misión de rango más elevado para la que el propio ajedrez fue diseñado originalmente.
Lo miré a medida que el horror más absoluto iba apoderándose de mí. El mareo ya casi me producía náuseas. ¿Qué había hecho?
—¿Acaso lo desearías para ella —me preguntó Kauri con dulzura—, ese futuro al que tú mismo te enfrentas ahora? ¿O lo dejarás en manos de Alá?
Ya fuese Alá, el destino o el
kismet
, lo cierto es que no fui yo quien hizo esa elección, porque al cabo de menos de un mes, mi madre y Shahin regresaron tras recibir un aviso urgente.
Nació mi hijo, Alexandre Dumas de Rémy.
Y tres días más tarde, murió Haidée.
El resto, ya lo conocéis.
Cuando hubo terminado de leer aquello, Vartan dejó la carta en la mesa con cuidado, como si temiera lastimar al pasado de algún modo. Me miró.
Yo seguía en estado de shock.
—Dios, qué cosa tan horrible… —exclamé—. Descubrir en el momento más feliz de tu existencia que en realidad has creado una fórmula abocada a la tragedia. Pero se ha pasado una vida muy, muy larga tratando de enmendar ese error.
—Por eso es por lo que Mireille también bebió el elixir, claro —dijo Vartan—. Eso es lo que Lily nos dijo desde el principio en Colorado, que esto es lo que Minnie había dicho en su carta a tu madre, que causaba tristeza y sufrimiento. Tu madre lo llamó una obsesión que había destrozado la vida de todo aquel que Minnie había conocido o con quien se había cruzado. Pero sobre todo destrozó la vida de su propio hijo, al que había guiado durante treinta años, desde que sólo era un niño, hacia la solución de la fórmula equivocada.
Negué con la cabeza y abracé a Vartan.
—Yo que tú me andaría con mucho cuidado —le dije—. Puede que te estés liando con la chica equivocada; después de todo, parece ser que estoy emparentada con esa gente tan obsesa. Puede que esas compulsiones se transmitan genéticamente.
—Entonces, ¿nuestros hijos las heredarían? —dijo Vartan con una sonrisa—. Propongo entonces que cuanto antes intentemos averiguarlo, mucho mejor. —Me alborotó el pelo.
Recogió los platos de espaguetis y yo llevé los vasos a la cocina. Cuando lo hubimos lavado y recogido todo, se volvió hacia mí con una maravillosa sonrisa en los labios.
—
Jaisi Karni
,
Vaise Bharni
—dijo—. Tendré que recordarlo: «Nuestros resultados son el fruto de nuestros actos». —Consultó su reloj—. Es casi medianoche. Si queremos seguir ese mapa de tu madre, tendríamos que estar levantados y en marcha al amanecer, y sólo faltan seis horas. Exactamente, ¿cuántas semillas crees que podemos sembrar esta noche, antes de tener que levantarnos y empezar a cosechar?
—Unas cuantas —respondí—. Si no recuerdo mal, el lugar al que tenemos que ir ni siquiera abre hasta las dos de la tarde.
Las parejas de opuestos que funcionan en armonía: este ha pasado a ser un tema de nuestra búsqueda de la toma de decisiones perfecta. Cálculo y evaluación. Paciencia y oportunidad, intuición y análisis, estilo y objetividad […] estrategia y táctica, planificación y reacción. El éxito proviene de colocar estas fuerzas en equilibrio en una balanza y aprovechar su poder inherente.
GARI KASPÁROV,
Cómo la vida imita al ajedrez
V
artan y yo, como jugadores de ajedrez avezados que éramos, habíamos empleado efectivamente nuestro tiempo dentro de los límites que nos marcaban tanto nuestro reloj biológico como el cronológico. Teníamos catorce horas hasta nuestra siguiente cita con el destino, siete de las cuales las empleamos de forma muy «fructífera» tal como nos había recomendado Rodo, y lo único competitivo que hubo en ellas consistió en ver cuál de los dos era capaz de dar más placer al otro.
Cuando me desperté al fin, ya había amanecido y la cabeza rizada de Vartan reposaba en mi pecho. Aún percibía en mi piel el calor de sus manos la noche anterior, y el tacto de sus labios recorriéndome todo el cuerpo. Pero cuando al final lo desperté, no estábamos mucho más dispuestos a ver el alba de lo que habían estado Romeo y Julieta después de su primera noche juntos. Vartan gimió, me besó en el vientre y se levantó rodando de la cama justo después que yo.
Cuando por fin nos hubimos duchado, vestido y devorado medio cuenco de cereales secos, algo de yogur y un café, cogí la valiosa lista de las coordenadas del ajedrez de mi madre, la metí en una mochila vacía que colgaba de mi perchero y bajamos por la escalera.
Era evidente que cuando mi madre había dicho que podíamos ponernos en contacto con ella si teníamos alguna pregunta sobre las «instrucciones», no se refería a algo tan delicado como lo que había depositado en mis manos bajo tanta capas y velos de misterio. Cuando se trataba de la Reina Negra y de la cantidad de gente que todavía la andaban buscando a ella y a las demás piezas, estaba claro que Vartan y yo debíamos apañárnoslas solos.
—Dices que conoces ese sitio —señaló Vartan—, así que ¿cómo vamos a ir hasta allí?
—A pie —contesté—. Por extraño que parezca, no está demasiado lejos de aquí.
—Pero ¿cómo puede ser? —exclamó—. Dijiste que estaba en lo alto de una colina, y ahora venimos del punto más bajo de la ciudad, venimos del río.
—Sí, pero es que esta ciudad no está construida de la forma habitual —dije mientras subíamos cuesta arriba por las empinadas, sinuosas y zigzagueantes calles de Georgetown—. La gente siempre cree que Washington, se construyó encima de una especie de pantano, y hay muchos libros que así lo atestiguan, pero por aquí nunca ha habido tierras pantanosas, sólo unas marismas que dragaron para construir el monumento a Washington. De hecho, se parece mucho más a esa «Ciudad de la Colina» sagrada de la que hablaban Galen y los piscataway: el lugar elevado, el altar, el santuario, el templo del hombre… La colina por la que subimos ahora fue una de las concesiones de tierra originales que los británicos otorgaron por estos pagos, puede que incluso la primera, y lleva el nombre de una famosa batalla librada en el peñón de Dunbarton, en Escocia. El lugar al que ahora nos dirigimos, el lugar al que señala la flecha del mapa de mi madre, a unas doce manzanas de aquí, se llama Dumbarton Oaks.
—¡Lo conozco, claro! —exclamó Vartan, lo que resultó una verdadera sorpresa para mí. Añadió—: Es famoso. Los europeos y los habitantes de todo el mundo deben de conocerlo. Es el lugar donde, antes del final de la Segunda Guerra Mundial, se celebró la primera reunión entre Estados Unidos, el Reino Unido, la URSS y la República de China, la conferencia donde se creó la Organización de las Naciones Unidas. La conferencia posterior a esa se celebró en Yalta, en Crimea, cerca de donde nació tu padre.
Cuando vio mi expresión de perplejidad, Vartan me lanzó una mirada extraña, como si la ignorancia de los estadounidenses acerca de los grandes acontecimientos históricos que tenían lugar ante sus propias narices pudiese ser contagiosa.
—Pero ¿cómo vamos a entrar ahí? ¿Un lugar así no está rodeado de estrictas medidas de seguridad?
—Está abierto al público casi todos los días a partir de las dos de la tarde —le dije.
Para cuando llegamos al cabo de la calle Treinta y uno, donde desemboca en R Street, delante, las enormes verjas de hierro de la mansión Dumbarton Oaks ya estaban abiertas. El amplio camino de entrada ascendía cuesta arriba entre los gigantescos robles que llegaban hasta los escalones aún más empinados por los que se accedía al edificio. Al franquear las verjas, a la derecha, en la pequeña taquilla para adquirir las entradas, nos dieron un plano del parque de seis hectáreas de superficie y un folleto que explicaba parte de la historia del lugar. Le di ambas cosas a Vartan.
—¿Por qué escondería tu madre algo en un lugar tan conocido, a la vista de todo el mundo? —me susurró al oído.
—No estoy segura de que esté aquí dentro exactamente —le dije—. En su mapa sólo aparece una flecha que señala hacia las verjas y que conduce a los terrenos, lo que me lleva a sospechar que cualquier cosa que escondiera aquí mi madre, estará en algún lugar del parque en vez de en el interior de la casa o en cualquier otro edificio.
—Puede que no —dijo Vartan, que acababa de fijarse en algo del folleto—. ¿Por qué no le echas un vistazo a esta foto?
En la solapa interior del folleto aparecía la ilustración de un colorido tapiz con la figura de una mujer rodeada de lo que parecían querubines y ángeles, todos con halos. La mujer del centro parecía estar dando regalos de Navidad a la multitud, y bajo su imagen había una leyenda en griego.
—
Hestia Polyolbos
—dijo Vartan, y acto seguido tradujo—: «Colmada de bendiciones».
—¿
Hestia
? —repetí.
—Al parecer, es la diosa griega más antigua —dijo Vartan—, la diosa del fuego. Es casi tan antigua como Agni en la India. Aquí dice que este tapiz es una pieza única, hecho en Egipto a principios del período bizantino en el siglo IV y obra maestra de esta colección, pero eso es más extraordinario aún, porque Hestia casi nunca aparece representada en ningún sitio. Como Yahvé, sólo ha aparecido alguna vez como el fuego en sí. Es el
focus
, es decir, el centro, el hogar de una casa, o lo que es aún más importante, de una ciudad.
Me lanzó una mirada muy elocuente.
—De acuerdo —accedí—. Entremos primero y echemos un vistazo.
La mansión, el invernadero y la sala bizantina estaban completamente desiertos. Aunque ya era por la tarde, parecíamos los más tempraneros.
La primera impresión al ver aquel tapiz de lana fue de que se trataba de algo extraordinario. Medía dos metros de alto por uno y medio de ancho y emanaba unos colores surrealistas: no sólo rojo, azul, dorado y amarillo, sino verdes de todas las tonalidades, desde el más oscuro al más claro, azafrán, calabaza, gris ceniza y azul medianoche. Saltaba a la vista que aquella hermosa reina antigua estaba relacionada de algún modo con la otra Reina que estábamos buscando, pero ¿de qué modo?
Vartan leyó en voz alta la información del catálogo que había al lado:
—«Jóvenes, alabad a Hestia, la más antigua de las diosas». Esa era la invocación a su oración. Parece ser que este es un icono que se utilizaba en las plegarias, como esa Virgen Negra de Kazan de la que hemos leído. Dicen que Hestia era la diosa que presidía cada
prytaneum
, el hogar común donde ardía la llama eterna en el corazón de todas las ciudades de la Antigua Grecia.