El Fuego (30 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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TÁCTICA Y ESTRATEGIA

Pero los hombres, salvajes y civilizados por igual, tienen que comerMientras que la estrategia es abstracta y se basa en objetivos a largo plazo, la táctica es concreta y se basa en encontrar el movimiento correcto ahora.

GARI KASPÁROV,

Cómo la vida imita al ajedrez

La táctica es saber qué hacer cuando se puede hacer algo.

La estrategia es saber qué hacer cuando no se puede hacer nada.

SAVIELLY TARTAKOWER,

gran maestro polaco

L
a práctica hace la perfección, como diría Key. Había pasado la mitad de la vida practicando con la cocina La práctica hace la perfección, como diría Key.

en los grandes hornos de leña de mi tío y su hogar abierto de Mountauk Point, en Long Island. Y ahora sumaba ya casi cuatro años más como aprendiza en Sutaldea, con la supervisión rigurosa, e incluso en ocasiones autoritaria, del Bonaparte vasco: monsieur Boujaron.

Así que sería lógico pensar que a esas alturas, al menos en lo referente a la cocina, sería ya capaz de distinguir una llama de una soflama.

Aun así, hasta aquel momento no reparé en que en aquel escenario fallaba algo. Evidentemente, había estado algo preocupada por asuntos como la comida y la falta de sueño, los berrinches impetuosos y los espías de los Servicios Secretos. Pero la primera clave de que algo iba mal debería haber sido el mismísimo
méchoui
.

Habría resultado evidente para cualquier ojo experto. Al fin y al cabo, el asador, diseñado para girar en el sentido de las agujas del reloj, estaba funcionando en efecto como un mecanismo de relojería: el fuego que había encendido producía un calor constante y regular, y el propio cordero rotaba a una altura idónea sobre el hogar y estaba perfectamente colocado, de manera que todos sus costados recibían el calor por igual. Pero faltaba la bandeja. La grasa líquida, en lugar de verterse a un recipiente con agua, que serviría para rociar con ella después la carne, llevaba horas cayendo al suelo de piedra y cociéndose en una mancha negra. Iba a costar horrores rascar todo aquello.

Ninguno de los chefs habría dejado el asador de aquel modo, menos aún Rodo. Se pondría furioso. Y Leda, aunque fuera lo bastante fuerte para colocarlo bien, no era cocinera. Pero alguien tenía que haberlo hecho, ya que nada de aquello estaba cuando yo me había ido a las dos de la madrugada.

Me juré que llegaría al fondo de todo aquello en cuanto apareciera mi jefe. Mientras tanto, bajé la bandeja de cerámica más larga que encontré y la coloqué debajo del cordero; luego vertí en ella un poco de agua y saqué el sifón que empleábamos para rociar la carne.

El misterio de aquella disposición en el hogar me hizo recordar aquella otra que acababa de dejar en Colorado… En realidad, parecía que habían pasado siglos desde entonces, lo cual también me recordó cómo había quedado con Key: la llamaría el lunes para que me informase de cuanto hubiera averiguado acerca de la desaparición de mi madre.

Nunca sabía dónde encontrar a Key pero, dado que solía realizar su trabajo en rincones remotos, siempre llevaba consigo el teléfono vía satélite. Sin embargo, antes incluso de hacer el amago de sacar mi móvil, recordé que los Servicios Secretos me lo habían confiscado temporalmente.

Había un teléfono con línea exterior cerca de la entrada del restaurante, detrás del atril del
maître
, así que subí la escalera a toda prisa con la intención de utilizarlo; cargaría la llamada a mi tarjeta de crédito. No me preocupaba que los tipos de los SS me oyeran o grabaran la conversación, aunque estaba claro que habían instalado micrófonos ocultos por todo el restaurante. Key y yo dominábamos desde niñas nuestra propio lenguaje de espías, aunque cuando lo utilizábamos, a veces teníamos problemas para entendernos la una a la otra o incluso a nosotras mismas.

—Key al Reino —contestó a la llamada—. ¿Me recibes? Habla ahora o calla para siempre. —Ese era el código Key, el «código clave», para comunicarme que sabía que era yo quien llamaba y que el panorama estaba despejado.

—Te recibo —dije—, pero sólo por un oído. —Así le informaba de que era probable que otras personas estuvieran escuchándonos—. Y bien, ¿qué hay de nuevo, Minina?

—Ah, ya me conoces —respondió Key—. Como suele decirse, a piedra movediza, nunca moho en la cobija. Pero el tiempo vuela cuando uno se divierte.

Eso significaba que se había largado de Colorado en su avioneta de coleccionista, la
Ophelia Otter
, y ya estaba de vuelta en Wyoming, trabajando en el parque nacional de Yellowstone, a donde viajaba a diario durante los años de instituto y universidad. Se había especializado en el estudio de las características geotérmicas (geiseres, cráteres de barro, fumarolas) producidas por el magma en la Caldera de Yellowstone, creada por un inmenso volcán ancestral que ahora dormía a kilómetros de profundidad bajo la corteza terrestre.

Cuando no estaba ligando por ahí con su estrambótica avioneta —yendo de un acto a otro, de esos en que los pilotos se divertían planeando sobre icebergs medio fundidos—, Key era una de las principales expertas en el ámbito térmico. Y muy solicitada últimamente, dada la creciente cantidad de «puntos calientes» del planeta.

—¿Qué tal tú? —preguntó ella.

—Ah, bueno, ya me conoces tú también —contesté, siguiendo con nuestra cháchara particular—. Salgo del fuego para caer en las brasas. Ese es el problema de los chefs: nos encantan las llamas. Pero mi trabajo es acatar órdenes. Parafraseando a un famoso poeta:

«No era cosa suya replicar, / ni preguntarse el porqué, / sólo cumplir con su deber y morir».

Key y yo habíamos compartido nuestra rutina de hablar «en código navajo» durante tanto tiempo que estaba segura de que reconocería los versos siguientes de
La carga de la brigada ligera
: «En el Valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos», y deduciría que en aquel momento estaba rodeada de cañones. Y era evidente que Key captó la indirecta relacionada con mi trabajo y mi jefe, pero me tenía reservada su propia sorpresa.

—Ay, ese trabajo tuyo… —dijo, con tono compasivo—. Es una lástima que tuvieras que irte tan deprisa. Deberías haberte quedado. «Pero también sirven aquellos que sólo están de pie y esperan», como diría Milton. Y si hubieras esperado un poco más, no te habrías perdido la reunión del Club Botánico del domingo por la noche. Pero no pasa nada, fui yo en tu lugar.

—¿Tú? —exclamé, conmocionada. ¿Nokomis Key se había codeado con los Livingston después de que yo me marchara de Colorado?

—Bueno, digamos que en un segundo plano —añadió, con brusquedad—. En realidad no estaba invitada. Ya sabes que nunca he congeniado bien con su presidenta, esa tal señorita Brightstone. Nunca fue la bombilla más brillante de la lámpara, como suele decirse, pero a veces sí arroja luz e inspiración.
{2}
La noche del domingo te habría interesado. Se habló de tus temas favoritos: lirios exóticos y remedios herbales rusos.

¡Santo Dios! ¿Sage se encontró con Lily y Vartan? Key parecía estar diciendo eso, pero ¿cómo era posible? Los dos estaban en Denver.

—El club debió de cambiar su sede —sugerí—. ¿Consiguieron llegar todos?

—Sí, el lugar de encuentro se trasladó a casa de Molly —afirmó Key—. No hubo mucha asistencia, pero el señor Skywalker se las arregló para llegar.

«Casa de Molly» era nuestro código estándar para referirnos a la exuberante millonaria de la era de la fiebre del oro en Colorado, la Irreductible Molly Brown, y su antiguo territorio: Denver. ¡De modo que Sage había ido allí! Y lo del «señor Skywalker» tampoco era para romperse los cuernos: tenía que ser Galen March, el reciente y enigmático comprador de Sky Ranch.

¿Qué demonios estaban haciendo él y Sage Livingston paseando su palmito por Denver —al parecer, justo después de que yo me marchara— con Vartan y Lily Rad? ¿Y cómo se había enterado Key de aquel misterioso aquelarre? Todo sonaba bastante sospechoso.

No obstante, el fondo del mensaje empezaba a complicarse demasiado para mi limitado surtido de aforismos, y Rodo podía aparecer en cualquier momento para aguar la fiesta. Necesitaba saber con urgencia cómo podía relacionarse todo aquello con el motivo por el que había llamado a Key: mi madre. De modo que abandoné la sección Frases Célebres de nuestro repertorio de ocurrencias y fui directa al grano.

—Estoy en el trabajo, mi jefe está a punto de llegar —le dije a Key—. Te estoy llamando desde el teléfono del restaurante, no debería monopolizarlo más. Pero, antes de colgar, cuéntame cómo van tus progresos en el trabajo: ¿ha habido últimamente alguna novedad con… la fuente termal Minerva?

Key estaba en Yellowstone y eso fue lo único que se me ocurrió al vuelo para conectar ambas cosas. Minerva era una famosa fuente termal del parque en forma de terraza, que presumía de albergar más de diez mil accidentes geotérmicos de esa envergadura, el mayor conjunto del mundo. La magnífica cascada humeante del mismo nombre, que reproducía todos los colores del arco iris en tonos sobrecogedores, había sido por sí sola una de las principales atracciones de Yellowstone. Y digo «había sido» porque en los diez años anteriores se había secado de forma inexplicable y misteriosa. La fuente termal y la cascada, ambas inmensas, habían desaparecido sin más, exactamente como mi madre.

—Interesante que lo preguntes —respondió Key al instante—. Precisamente ayer domingo estuve trabajando en ese problema. Todo indica que la temperatura está aumentando en la Caldera de Yellowstone. Podría provocar una nueva erupción donde menos se espera. Al igual que Minerva, podría reaparecer antes de lo que creemos.

¿Significaba eso lo que parecía? Tenía el corazón desbocado.

Estaba a punto de preguntar más, cuando en ese preciso instante la puerta principal del restaurante se abrió de golpe y Rodo entró como un tornado con un pollo grande debajo de cada brazo y uno de los tipos de los Servicios Secretos, gafas de sol puestas, pisándole los talones y cargando con una pila de recipientes.


Bonjour encoré une fois, Errauskine
—me espetó Rodo mientras indicaba con un gesto al tipo de los SS, como a un secuaz, que dejara los recipientes con la comida en una mesa próxima.

Cuando el tipo se volvió de espaldas, Rodo pasó por mi lado susurró:

—Ojalá no tengas que lamentar haber usado ese teléfono.

—Y luego añadió, alzando la voz—: Bien, mi pequeña Cenicienta, vayamos abajo y echemos un vistazo a nuestro
gros mouton

—Vaya, parece que tienes que ir a hablar con un hombre acerca de una oveja —musitó Key al auricular—. Te enviaré por e-mail mis notas sobre el Club Botánico y los resultados de nuestro estudio geotérmico. Te van a parecer fascinantes.

Colgamos.

Obviamente, Key y yo nunca nos comunicábamos por e-mail. Eso sólo significaba que volvería a ponerse en contacto conmigo por algún otro medio y tan pronto como pudiera. Nunca iba a ser demasiado pronto. Mientras seguía a Rodo por la escalera, camino de la mazmorra, no conseguía apartar de mis pensamientos dos preguntas acuciantes.

¿Qué había ocurrido en aquella reunión clandestina en Denver?

¿Había conseguido Nokomis Key dar con el rastro de mi madre?

Rodo sopesó los grandes pollos, uno después del otro, suspendiéndolos por los cordeles sobre el hogar. A aquellas aves, a diferencia del
méchoui
, no sería preciso rociarlas con su propia salsa porque se asarían en seco. Las aves se irían cociendo despacio de dentro afuera, sazonadas con sal de roca, y luego se las ataría según el estilo único de Rodo, entrecruzando el hilo como en una celosía, y se insertarían después de forma horizontal en un espetón. Eso permitiría que se balancearan libremente sobre las ascuas, colgadas de recios garfios clavados en el techo de piedra. El calor de las brasas primero asaba el ave en el sentido contrario al de las agujas del reloj, y después en el opuesto, en un balanceo infinito, como el del péndulo de Foucault.

Cuando acabé de rociar el cordero y volví arriba a buscar los recipientes con el resto de la comida, por orden de Rodo, vi que a nuestros adustos guardias del puente les habían impuesto alguna que otra tarea más aparte de la estricta vigilancia. Un amplio despliegue de envases con comida descansaba justo detrás de la puerta, cada uno de ellos con un sello de aspecto oficial. Rodo era de los que nunca desperdiciaban un par de manos libres, pero aquello rozaba el absurdo.

Conté los envases y vi que había treinta, como él había anunciado; luego pasé los cerrojos de las puertas exteriores siguiendo sus instrucciones y me dispuse a llevar los envases abajo, al Dictador de la Mazmorra.

Durante más de una hora trabajamos en silencio, pero eso ya formaba parte del ritual. La cocina de Rodo siempre se manipulaba en silencio. Todo funcionaba con limpieza, detalle y precisión, la esmerada precisión que yo sabía que necesitaba: como la que se precisa en una partida de ajedrez. En una noche cualquiera en El Hogar, por ejemplo, con docenas de trabajadores en las cocinas, el único sonido que se percibía era el del leve repiqueteo del cuchillo al cortar las verduras o, de cuando en cuando, el susurro del jefe de servicio o del sumiller transmitiendo un pedido procedente del comedor principal, el de la planta de arriba, por el interfono.

Aquel día, afortunadamente, ya se habían encargado otros de todos los preparativos, porque de no haber sido así no habríamos tenido la cena lista a tiempo. Antes incluso de que acabara de bajar la última remesa de envases, Rodo ya tenía las alcachofas baby; las diminutas berenjenas de color morado y blanco; los pequeños calabacines, verdes y amarillos, y los tomates de pera sofriéndose en la bandeja de barro, como una espléndida cornucopia de estación.

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