Había llegado lo más tarde posible, pero aún con tiempo suficiente para entrar en la mezquita con el último grupo de fieles de la jornada. Para entonces, Shahin y Kauri, quienes ya se hallaban en el interior, habrían conseguido ya dar con un buen escondite, según lo planeado. Shahin había considerado que lo mejor era que Charlot llegase allí por su cuenta, al caer la noche, porque a pesar de que llevaba el pelo rojo completamente oculto bajo un turbante y su gruesa chilaba, durante el día, el azul lavanda de sus ojos podía levantar sospechas.
Cuando Charlot llegó al patio de la fuente, los más rezagados estaban realizando sus abluciones antes de entrar en el santuario. Se quitó rápidamente los zapatos junto a ellos, en la pileta, con la precaución de no levantar la mirada en ningún momento. Cuando hubo acabado de lavarse las manos, la cara y los pies, se metió disimuladamente los zapatos en la bolsa que llevaba debajo de la chilaba para que nadie los encontrase allí fuera cuando todos hubieran abandonado la mezquita para retirarse a sus casas.
Demorándose un poco más de la cuenta hasta que entrasen los otros, Charlot empujó las enormes puertas labradas de la mezquita y se adentró en el interior silencioso y precariamente iluminado, un bosque de columnas blancas que se multiplicaban en todas direcciones, centenares de ellas hasta donde alcanzaba a divisar la vista. Entre ellas, los fieles ya se hallaban postrados sobre sus alfombras de oración, mirando hacia el este.
Charlot se detuvo junto a la puerta para examinar el recinto a partir del esbozo de la mezquita que les había proporcionado el
shaij
. Pese a la calidez de su vestimenta y el leve resplandor que provenía de las lámparas de aceite distribuidas por toda la sala, Charlot no pudo evitar sentir un horrible escalofrío. Se echó a temblar, pues lo que estaba haciendo no sólo era extremadamente peligroso, sino que estaba prohibido.
La de al-Qarawiyin era una de las mezquitas más veneradas y también de las más antiguas, pues había sido fundada hacía cerca de mil años por Fátima, una acaudalada mujer originaria del lugar que le daba nombre, la ciudad tunecina de Kairuán: la cuarta ciudad santa del islam después de La Meca, Medina y Jerusalén.
Tan sagrada era aquella mezquita que la mera entrada en su interior por parte de un
giaour
o infiel como él podía castigarse con la muerte. Aunque había sido educado por Shahin y conocía bien todo lo relacionado con la fe de este, no podía prescindir del hecho de que la madre de Charlot había sido novicia y su padre natural, un obispo de la Iglesia católica de Francia.
En realidad, en todos los sentidos, pasar la noche allí, en aquel lugar sagrado, tal como el
shaij
había aconsejado, era del todo impensable. Quedarían atrapados allí como pájaros en una jaula, sin posibilidad de moverse en su elemento.
Sin embargo, el
shaij
ad-Darqawi les había asegurado en un tono etéreo —que indicaba que conocía ya muy bien las lenguas de los ángeles— que sabía por boca de la máxima autoridad que hallarían la pieza de ajedrez en el interior de la gran mezquita de al-Qarawiyin, y que también sabía dónde estaba escondida: «Tras el velo, en el interior de un árbol. Seguid la parábola de "La luz" y sin duda la encontraréis».
Alá dirige hacia Su Luz a quien Él quiere,
y propone parábolas a los hombres,
pues Alá es omnisciente.
El Corán, sura XXIV, «La luz», 35
—La aleya «La luz» es uno de los versículos más famosos del Corán —explicó Kauri a Charlot en un susurro. Estaban ocultos tras un grueso tapiz en la sala funeraria de la mezquita, donde los dos se habían sentado en el suelo, escondidos con Shahin todas aquellas horas, desde que la oración del
isha
había concluido y habían cerrado la mezquita hasta el día siguiente.
Según el
shaij
ad-Darqawi, el único ocupante de la colosal mezquita desde ese momento y hasta que amaneciese era el
muwaqqit
, el guardián del tiempo, pero permanecía encerrado toda la noche en su cámara privada en lo alto del minarete, utilizando instrumentos muy complejos (un astrolabio y un reloj que el rey Luis XIV de Francia había regalado a la famosa mezquita) para realizar sus importantes cálculos: el momento preciso para el
fayr
, la siguiente de las cinco oraciones canónicas prescritas por el Profeta y que tenía lugar entre el primer rayo del alba y el amanecer. Permanecerían a salvo en aquella estancia hasta entonces, cuando abriesen las puertas. Luego podrían confundirse entre los primeros fieles de la mañana y marcharse.
Kauri siguió hablando en susurros, a pesar de que no había nadie cerca que pudiese oírlo.
—La aleya «La luz» comienza afirmando que debe tomarse como una parábola, como una especie de código cifrado relacionado con «la luz de Dios». En ella aparecen cinco claves: una hornacina, un pabilo, un recipiente de vidrio, un árbol y algo de aceite. Según mi maestro, Baba Shemimi, estos son los cinco pasos secretos hacia la iluminación si logramos descifrar el significado, aunque los eruditos llevan cientos de años discutiendo su significado sin llegar a ninguna solución concluyente. No estoy seguro de por qué el
shaij
Darqawi creía que eso nos conduciría aquí, a la mezquita, ni cómo podría ayudarnos a encontrar la Reina Negra…
Kauri dejó de hablar al ver la súbita transformación en el semblante de Charlot, como si se acabase de apoderar de este una especie de emoción descontrolada. Tenía el rostro demudado y parecía tener problemas para respirar en el reducido espacio. Sin previo aviso, se había puesto de pie precipitadamente y había apartado a un lado la pesada cortina. Kauri miró rápidamente a su padre sin saber qué hacer, pero Shahin también se había levantado y había sujetado a Charlot del brazo. Parecía tan conmocionado como este.
—¿Qué ocurre? —dijo Kauri, y salió de su escondite para empujar a los dos hombres detrás del tapiz de nuevo antes de que alguien descubriese su presencia allí. Charlot negó con la cabeza y sus ojos azules se empañaron al mirar a Shahin.
—Mi destino, dijiste, ¿no es así? —le preguntó a este con una amarga sonrisa—. Puede que lo que bloqueaba mi clarividencia no tuviese nada que ver con Kauri. Dios mío… ¿cómo es posible? Y pese a todo, sigo sin poder verlo.
—Padre, ¿qué ocurre? —repitió Kauri, aún hablando en susurros.
—Lo que acabas de contarnos tiene que ser imposible —le contestó Shahin—. Es una auténtica paradoja, porque la pieza que hemos venido a buscar aquí, a la mezquita, esta noche, la pieza que sacaste de Albania hace once meses, no puede ser la Reina Negra de al-Jabir al-Hayan… porque nosotros tenemos la Reina Negra en nuestro poder. Antaño perteneció a Catalina la Grande, y fue arrebatada de las manos del nieto de esta, Alejandro, hace más de quince años… por el propio padre de Charlot, el príncipe Talleyrand, quien nos la entregó a nosotros. ¿Cómo es posible que también la tuviera Alí Bajá?
—Pero… —intervino Kauri— Baba Shemimi nos aseguró que los bektasíes de Albania y Alí Bajá han poseído esa pieza durante más de treinta años… Haidée fue elegida por Baba Shemimi porque el padre natural de esta, lord Byron, tuvo parte en esta historia. Debíamos llevársela a él para que la protegiera.
—Tenemos que encontrar a la muchacha cuanto antes —dijo Charlot a Kauri—. Su papel puede ser crucial en todo cuanto nos queda por delante, pero antes ¿hay algún modo de que puedas descifrar esa parábola?
—Creo que tal vez ya la he descifrado —repuso Kauri—. Debemos empezar en el lugar de la oración.
Era casi medianoche. Una vez seguros de que el
muwaqqit
dormía profundamente, Shahin, Charlot y Kauri bajaron sigilosamente los escalones que descendían desde la sala elevada de la mezquita funeraria.
Abajo, la Gran Mezquita estaba desierta. En el espacio que se extendía por debajo de las cinco cúpulas abovedadas reinaba La misma quietud que en el mar abierto bajo un cielo tachonado de estrellas.
Kauri había dicho que el único sitio de la mezquita «tapado cor un velo» tal como había recalcado el
shaij
, era el hueco donde se hallaba la hornacina de oración… y la hornacina en sí componía el primer paso de la parábola en la aleya «La luz».
En el interior de aquella misma hornacina se encontraba el pabilo siempre encendido, que a su vez se hallaba encerrado en el interior de un recipiente de vidrio, que lo rodeaba «como si fuera una estrella fulgurante, que se enciende de un árbol bendito». El árbol del versículo era un olivo, que emitía una intensa luz gracias a un aceite incandescente… un aceite mágico, en este caso, pues «el fuego apenas lo toca».
Los tres hombres se deslizaron sin hacer ruido entre las columnas de mármol y se dirigieron a la hornacina de la oración, situada en el muro del fondo de la mezquita. Cuando llegaron hasta allí y atravesaron los cortinajes, se detuvieron ante la hornacina y observaron con atención el pabilo, dentro del llameante recipiente de cristal.
Fue Charlot quien habló al fin.
—Dijiste que el siguiente paso del versículo coránico sería un árbol, pero ahí yo no veo nada ni remotamente parecido.
—Tenemos que retirar el velo —dijo Shahin, señalando la cortina de separación por la que acababan de pasar—. El árbol debe de estar al otro lado, dentro de la mezquita.
Cuando retiraron los cortinajes para volver a entrar en la mezquita, vieron lo que antes no habían sabido reconocer como la clave final: ante sus ojos, suspendida por su pesada cadena de oro de la cúpula central de la gran mezquita de al-Qarawiyin, estaba la gigantesca lámpara colgante, encendida con el fulgor de un millar de lámparas de aceite, muchas de ellas con forma de luminosas estrellas y soles. Desde el lugar donde estaban, colgada allí, de la bóveda central, recordaba a un boceto antiguo del Árbol de la Vida.
—El árbol y el aceite ahí aparecen juntos: la señal —anunció Shahin—. Puede que no sea la iluminación que Baba Shemimi tenía pensada para mi hijo, pero al menos puede que nos ilumine lo suficiente para descubrir si hay o no otra Reina Negra ahí arriba.
Tuvieron la fortuna de que el engranaje que accionaba la lámpara estuviese bien engrasado, pues lograron bajarla sin hacer ruido. Aun así, les costó a los tres un esfuerzo sobrehumano conseguirlo.. . aunque les invadió un enorme sentimiento de decepción al ver que sólo bajaba la distancia suficiente para que los ayudantes de la mezquita rellenasen o volviesen a encender las lámparas de aceite con velas o tubos muy largos. Cuando hubo alcanzado su altura mínima, la lámpara aún seguía suspendida a tres metros del suelo.
A medida que el sol proseguía su inexorable recorrido hacia el amanecer, a los tres hombres fue invadiéndoles una profunda sensación de pánico. ¿Cómo iban a llegar hasta aquel «árbol»? Al final, tomaron una decisión. Kauri, el que menos pesaba de los tres, se quitó la ropa de abrigo, conservó únicamente su caftán, y con la ayuda de Charlot, trepó hasta los hombros de su padre. El muchacho se encaramó a las pesadas ramas de la lámpara con cuidado de no rozar los numerosos platillos de aceite luminoso.
Shahin y Charlot lo observaban desde abajo mientras, con el máximo sigilo y agilidad, Kauri trepaba por el árbol, rama a rama. Cada vez que se excedía en la brusquedad de sus movimientos, la gigantesca lámpara oscilaba levemente, amenazando con derramar un poco de aceite. Charlot se sorprendió conteniendo la respiración y tuvo que hacer un esfuerzo para calmar su pulso acelerado.
Kauri llegó al extremo superior de la lámpara colgante, puede que hasta casi dieciocho metros de altura, más de la mitad de la altura total de la cúpula. Miró hacia abajo, donde Charlot y Shahin aguardaban con gesto expectante, y a continuación negó con la cabeza para indicar que allí arriba no estaba la Reina Negra.
«¡Pero tiene que estar ahí!», exclamó Charlot para sus adentros, con una mezcla enfebrecida de angustia y duda. ¿Cómo podía no estar ahí? Habían tenido que soportar tantas penalidades para llegar hasta allí… Su viaje a través del gran desierto y las montañas; la captura de Kauri y su huida desesperada de las garras de la esclavitud; el sufrimiento de la muchacha, dondequiera que estuviese. Y luego aquella paradoja.
¿Acaso la clarividencia de Mulay ad-Darqawi se había visto tan mermada como la suya propia? ¿Había habido algún error? ¿Habría malinterpretado el
shaij
el mensaje de Alá?
Y entonces la vio.
Al observar la colosal lámpara desde abajo, Charlot creyó ver algo que no acababa de estar bien alineado. Se desplazó hasta el centro exacto de la estructura y volvió a alzar la vista. Allí, en el corazón mismo de la lámpara, vio una sombra oscura.
Charlot levantó la mano e hizo señas a Kauri, a varios metros de altura. El muchacho inició su vacilante descenso, mucho más difícil que la ascensión, pues debía ir bajando paso a paso sorteando el millar de platillos de aceite ardiendo.
Shahin se colocó junto a Charlot bajo el árbol y observó el descenso de su hijo. Cuando Kauri hubo llegado al extremo inferior de la lámpara, se colgó de la última hilera y Shahin envolvió las piernas de su hijo con sus propios brazos para sujetarlo con fuerza. Salvo por un breve suspiro para coger aire por parte de Shahin, todas las maniobras se habían llevado a cabo en completo silencio.
Los tres se sentaron en el suelo y levantaron la mirada hacia el centro hueco de la lámpara, donde había sido insertado el pedazo de carbón. Tenían que sacarlo de allí, y además, cuanto antes, para poder levar la lámpara de nuevo a su sitio antes de que el almuédano llamase a la oración del alba.