—¿Tu equipo? O sea que juegas a algún deporte. Parece que estés acostumbrada a ganar. Así que debías de ser popular. Soy Sage Livingston. La chica más popular de este colegio. Puedes ser mi nueva amiga.
Ese encuentro de pasillo con Sage acabaría siendo el punto culminante de nuestra relación, que pronto se precipitó montaña abajo. El catalizador de esa súbita caída fue mi inesperada amistad con Nokomis Key.
Mientras Sage iba dando brincos por ahí con sus pompones o una raqueta de tenis, Key me enseñaba a montar un Appaloosa a pelo y me mostraba cuándo los campos de nevé, la nieve estival, estaban en su punto perfecto para que nos lanzásemos a deslizamos por ellos: actividades que tenían a mi madre más contenta que verme asistir a las recepciones del Denver elitista que Sage organizaba en el Cherry Creek Country Club.
Puede que Basil, el padre de Sage, fuera tan rico como Creso. Puede que su madre, Rosemary, estuviera en el primer puesto de todo censo de la alta sociedad desde Denver hasta Washington. Pero la única aspiración que siempre se le había resistido a Sage había sido la que más codiciaba en el mundo: el carnet de miembro de las DAR —las Hijas de la Revolución Americana—, esas mujeres que afirmaban descender de los héroes de la guerra de la Independencia de Estados Unidos. Su sede central en la capital, donde se encontraba su Sala de la Constitución, ocupaba una manzana entera, a un tiro de piedra de la Casa Blanca. En el siglo y pico transcurrido desde su nacimiento, habían ejercido más influencia social en Washington que los descendientes del
Mayflower
o cualquier otro grupo elitista del patrimonio nacional.
Y esa era su comezón: es decir, lo que empezaba a reconcomer a Sage Livingston en cuanto veía a Nokomis Key. Mientras que Key se pasó todo el instituto trabajando en empleos esporádicos para hoteles y complejos turísticos —desde camarera de habitaciones hasta guarda de parque—, cada vez que Rosemary y Sage iban a Washington, cosa que hacían a menudo, siempre aparecían en las páginas de sociedad como copresidentas de sociedades benéficas y de recaudación de fondos de una serie de destacadas instituciones públicas.
Sin embargo, Key en persona era una institución pública andante, aunque podía decirse que muy pocos lo sabían en la zona. La madre de Key descendía de un antiguo linaje de las tribus algonquina e iroquesa que se remontaba hasta los powhatanos: los auténticos primeros americanos. Su padre, no obstante, descendía de una de las primeras familias más famosas de Washington: la del autor del himno nacional estadounidense, «La bandera estrellada», el señor Francis Scott Key.
A diferencia de lo que sucedía con las damas Livingston, si Key se hubiese dejado caer alguna vez por la capital del país, las DAR habrían desplegado la famosa alfombra roja por todo el puente que había frente a su sede hasta llegar al pequeño parque del otro lado, los cuales llevaban, ambos, el nombre de su antepasado; un puente y un parque que, casualmente, conducían justo ante la puerta de mi casa.
Washington, D.C.
No sé cómo se me encendió la bombilla justo en ese momento. No era sólo la «conexión Key», sino aquella plétora de detalles: las intrigas empresariales de Basil en el distrito gubernamental, las aspiraciones sociales de Rosemary, la obsesión genealógica de Sage y mi prolongada estancia en la capital por orden de mi tío Slava; mi tío, que, según Lily, había sido un jugador clave de la partida. Resultaba todo demasiado sospechoso.
Sin embargo, si mi madre quería que centrara mi atención en Washington, ¿por qué nos había invitado a todos a Colorado? ¿Estaban ambos lugares relacionados de algún modo? Sólo se me ocurrió un lugar donde poder descubrirlo.
Naturalmente, había supuesto que, dado que las dotes de mi madre con los enigmas estaban muy mermadas, cada una de sus pistas en clave me llevaría a algo concreto, como esa tarjeta de Rusia o el juego escondido en el piano.
Pero a lo mejor mis primeras suposiciones no habían sido acertadas. Me disculpé ante los demás, me levanté de la mesa y me acerqué al hogar para dar la vuelta a algunas brasas. Mientras hurgaba el fuego con el atizador, metí la mano en el bolsillo y toqué la reina negra y los pedacitos de papel que todavía tenía dentro.
Gracias a algunos de nuestros descubrimientos —la pieza de ajedrez, la tarjeta, el antiguo mapa ajedrecístico—, y a todo lo que estos me habían transmitido, sabía que había dos Reinas Negras y una importante partida en marcha. Un juego peligroso. Repase mentalmente todo lo que había descubierto desde aquella mañana:
- El número de teléfono falso al que le faltaban dos dígitos.
- El enigma que me había conducido al ajedrez del piano.
- La reina negra que había cambiado su ubicación por la de la bola número ocho, la negra, en la mesa de billar.
- El mensaje oculto en el interior de la reina, que procedía de mi partida en Rusia.
- El antiguo dibujo de un tablero de ajedrez que habíamos encontrado oculto en el escritorio de mi madre.
Todo eso parecía claro y directo, igual que mi madre. Pero yo estaba convencida, más allá de toda duda, de que allí se ocultaba la clave de algo más…
Y entonces, desde luego, di con ello.
Madre mía, pero ¿cómo podía haber sido tan tonta? ¡Pero si ya resolvía enigmas como ese cuando apenas si sabía gatear! Tuve ganas de gritar, patalear y tirarme del pelo… Lo cual podría haber sido imprudente en aquellas circunstancias, con la mesa llena de comensales al otro lado de la sala.
Sin embargo, ¿no era ese el primer enigma que había tenido que resolver para conseguir entrar en la casa? El de los dígitos que faltaban en aquel «número de teléfono»: 64.
64 no sólo era el número de escaques de un tablero de ajedrez, sino también la última clave de la combinación de la caja fuerte en la que mi madre había escondido la llave de nuestra casa.
«¡El tablero tiene la clave!»
Igual que ante el mar Rojo abriéndose, al fin sentí que podía alargar la mirada por ese larguísimo corredor que llevaba hasta el corazón mismo del juego. Y si ese primer mensaje contenía más de un primer nivel de significado, estaba segura de que también los demás lo tendrían.
Igual que estaba segura de que, a pesar de la elección aparentemente paradójica de invitados que había hecho mi madre, todos estaban relacionados de alguna manera. Pero ¿de qué forma?
Necesitaba desentrañarlo, y enseguida, mientras los jugadores siguieran aún sentados alrededor de la mesa.
Me deslicé hasta el otro lado de la chimenea, donde quedaría oculta en parte por la campana de cobre, y extraje de mi bolsillo el único de los mensajes escrito de puño y letra de mi madre. Decía:
WASHINGTON
COCHE DE LUJO
ISLAS VÍRGENES
SIVILANTE
ASÍ ARRIBA COMO ABAJO
Washington ocupaba sin ninguna duda el primer lugar de la fiesta. Así que, a lo mejor, igual que el tablero de ajedrez me había llevado hasta la clave de la llave de la casa, ese código me llevaría a la clave de todo lo demás. Me devané los sesos y luego me los estrujé aún un poco más, pero con COCHE DE LUJO e ISLAS VÍRGENES no se me ocurría nada. Sabía que las primeras tres pistas
—D, C; L, X; I, V— sumaban 666, el número de la Bestia, de modo que volví a considerar de nuevo todo el mensaje y continué por el siguiente paso. Bingo.
SIVILANTE
Esa palabra mal escrita era anagrama de ANTI VELIS, pero también de ANTI VILES, así como de otro vocablo con falta de ortografía: TINIEVLAS. El
Apocalipsis
, donde se habla de la llegada de 25 Tinieblas y la Bestia, es donde san Juan narra lo que le ha sido revelado que sucederá en el fin del mundo. Y gracias a mi pedante infancia, sabía que también derivaba de algo muy parecido a esa presentación del apellido de mi madre.
Apo-kalyptein
, descubrir lo oculto.
Re-velare
, quitar el velo. En este caso, siendo velis ablativo plural del latín velum, ANTI
VELIS
sería, por así decir, sin velos.
En cuanto a la última línea, ASÍ ARRIBA COMO ABAJO, era la que encerraba el quid del mensaje. Y, si yo estaba en lo cierto, tenía muy poco que ver con el ajedrez escondido en el piano. Aquello no había sido más que un ardid para sorprenderme y hacer que prestara atención, y lo había conseguido. De hecho, estaba claro que si no me hubiera precipitado al evaluar la destreza de mi madre en la creación de enigmas, a lo mejor me habría dado cuenta al instante. En realidad, eso explicaría por qué mi madre nos había invitado a Colorado, para empezar, a un lugar llamado Cuatro Esquinas, en lo alto de las Montañas Rocosas, en el centro mismo de las cuatro montañas que delimitan los puntos primigenios navajos de la cuna del mundo. Un tablero cósmico como ningún otro.
El mensaje al completo, uniendo todas las partes, decía:
El tablero tiene la clave
Quita los velos a los viles
Así arriba como abajo
Y si el tablero tenía la clave para quitar esos velos, tal como insinuaba el mensaje de mi madre, entonces, lo que fuera que desvelara o descubriera allí en las montañas —como ese mapa antiguo que habíamos encontrado— tenía que ir ligado, como yo sospechaba, a otro tablero terrenal que estuviera ABAJO.
Por lo que yo sabía, sólo había una ciudad en toda la historia que se hubiese creado imitando a conciencia el perfecto cuadrado de un tablero de ajedrez: la ciudad que yo consideraba mi hogar.
La siguiente jugada de la partida había de tener lugar allí.
¿Escribiremos sobre aquello de lo que no se habla?
¿Divulgaremos lo que no debe divulgarse?
¿Pronunciaremos lo que no debe pronunciarse?
EMPERADOR JULIANO,
Himno a la madre de los dioses
Harén real, palacio de Dar al-Majzen, Fez, solsticio de invierno de 1822
H
aidée se cubrió con el velo para cruzar con paso apresurado el patio interior del harén real. La escoltaban dos corpulentos eunucos a los que no había visto nunca hasta esa mañana. Al igual que el resto de las ocupantes del harén, Haidée se había despertado al despuntar el alba, arrancada de los brazos de un profundo sueño por un séquito de guardias de palacio que les habían ordenado a todas que se vistiesen y se preparasen lo más rápido posible para desalojar el lugar.
En tono apremiante, el jefe de los guardias había separado del resto precisamente a Haidée, tras comunicarle que se requería su inmediata presencia en el patio exterior que comunicaba el harén con el palacio.
Naturalmente, el caos se había adueñado del harén en cuanto las mujeres comprendieron el motivo de tan aterradoras órdenes: el sultán Mulay Sulimán, descendiente del Profeta y azote de la fe, acababa de fallecer víctima de una apoplejía. Lo sucedía su sobrino, Abdul Rahman, quien sin duda sería ya poseedor de una corte y un harén propios con los que invadir la totalidad de los aposentos del palacio y reemplazar así a los anteriores ocupantes. Todos sabían que en otros cambios de sucesión de semejante índole se habían producido subastas generalizadas de seres humanos e incluso matanzas masivas a fin de eliminar cualquier amenaza por parte del régimen saliente.
De ahí que mientras las concubinas, las odaliscas y los eunucos se vestían en el confortable refugio del harén —rodeados de los aromas familiares a agua de rosas, lavanda, miel y menta, en el único hogar que la mayoría de ellos había conocido—, hubiesen compartido temerosas especulaciones sobre lo que aquel dramático giro de los acontecimientos podía suponer para todos y cada uno de ellos. Sea lo que fuere, no podían albergar demasiadas esperanzas.
A Haidée, una esclava más del harén y sin relación alguna con la familia real, no le hacía falta especular demasiado acerca de lo que el destino tenía reservado para ella. ¿Por qué la convocaban para que acudiera al patio exterior, y por qué únicamente a ella de entre todas las mujeres? Aquello no podía significar más que una sola cosa: de algún modo, habían descubierto quién era ella en realidad… y lo que era aún peor, qué era aquel pedazo enorme de carbón, el mismo que hacía once meses habían hallado en su poder y que había sido confiscado por el sultán.
En ese momento, al atravesar el patio descubierto flanqueada por sus corpulentos escoltas, Haidée dejó atrás las fuentes de aguas termales que salpicaban los pilones inferiores como hacían durante todo el invierno, para proteger los estanques de peces. Según decían, las afiligranadas celosías blancas de los pórticos que rodeaban el patio habían conservado intacta su intrincada belleza durante seiscientos años porque se había mezclado el yeso original con los huesos pulverizados de esclavos cristianos. Haidée esperaba que no fuese eso lo que el destino tenía preparado para ella en aquella encrucijada de su vida, y sintió cómo el corazón le palpitaba con fuerza con una mezcla de emoción y miedo ante lo desconocido.
Durante casi un año, Haidée había permanecido retenida allí como odalisca o sirvienta, en oscura cautividad, rodeada de los eunucos y las esclavas del sultán. El palacio real de Dar alMajzen ocupaba unas ochenta hectáreas llenas de exuberantes jardines y albercas, mezquitas y cuarteles, harenes y
hamams
. Aquella ala del palacio, con sus alcobas y sus salas de baño comunicadas por patios y jardines de techos descubiertos bajo el cielo invernal, tenía capacidad para albergar a un millar de esposas y concubinas, además de una ingente cantidad de personal de servicio para las labores domésticas.
Sin embargo, para Haidée, por muy abiertos al aire libre que pareciesen los patios, aquel entorno había resultado sofocante y opresivo hasta más allá de lo soportable. Encerrada entre centenares de otras personas allí, en el harén, con sus rejas de hierro, sus puertas y ventanas cerradas a cal y canto frente al mundo, estaba completamente aislada, a pesar de no estar sola nunca.
Y Kauri, el único protector y amigo que había tenido sobre la faz de la tierra, la única persona capaz de poder encontrarla allí, prisionera en aquella fortaleza del interior del territorio, había sido capturado por los comerciantes de esclavos junto con el resto de la tripulación, en el preciso momento en que su barco apresado había atracado en el puerto. Aún recordaba vívidamente el horror de aquellas imágenes del pasado.
Frente a la costa adriática, justo antes de llegar a Venecia, el barco en el que viajaban estaba bordeando el puerto de Pirene, «El fuego», donde un antiguo faro de piedra llevaba erigido allí desde tiempos romanos para advertir a los navegantes del peligro de aquel saliente rocoso. Era allí donde los últimos de los corsarios más despiadados, los célebres piratas de Pirene, proseguían con sus terribles fechorías: el comercio de esclavos europeos en tierra musulmana, donde estos recibían el nombre de «oro blanco».