—Al-Kalim, ya sabes que tu llegada fue vaticinada entre nuestro pueblo. Estaba escrito que un día un
nabi
o profeta vendría del
Bahr al-Azraq
, el mar Azul, alguien capaz de hablar con los espíritus y seguir el
tarikat
, la vía mística hacia el conocimiento. Al igual que tú, sería un
zaar
, alguien de piel clara, ojos azules y pelo rojo; habría nacido ante los ojos de la «diosa», la figura pintada en los precipicios del Tassili a la que mi pueblo llama la Reina Blanca. La diosa lleva aguardando ocho mil años, pues tú eres el instrumento de su castigo, tal como fue profetizado. Está escrito: «Renaceré como el ave Fénix de entre las cenizas el día que las rocas y las piedras empiecen a cantar… y las arenas del desierto llorarán lágrimas de sangre… y será un día de justo castigo para la Tierra…».
»Ya sabes lo que se ha profetizado sobre ti, y lo que tú has profetizado sobre otros —añadió Shahin—, pero hay una cosa que ningún hombre puede saber, algo que ningún profeta, pese a lo grande que sea, puede llegar a ver jamás… y eso es, nada más y nada menos, que su propio destino.
—Entonces crees que, sea lo que sea lo que haya afectado a mi clarividencia, ¿puede tener algo que ver con… mi propio futuro?
—exclamó Charlot, sorprendido.
—Creo que sólo hay un hombre capaz de responder a esa pregunta —contestó Shahin—. Saldremos mañana en su busca al Rif. Su nombre es Mulay ad-Darqawi, un gran
shaij
. Es aquel al que llaman el Viejo de la Montaña.
Todas las cosas están encerradas en sus contrarios: la ganancia en la pérdida, la entrega en el rechazo, el honor en la humillación, la riqueza en la pobreza, la fortaleza en la debilidad […] la vida en la muerte, la victoria en la derrota, el poder en la impotencia, y así con todo. Por tanto, si un hombre desea encontrar, bueno es que se conforme con perder […].
MULAY AL-ARABI AD-DARQAWI,
Rasa'il
Ermita de Bu-Berih, Marruecos
El Viejo de la Montaña, Mulay al-Arabi ad-Darqawi, el gran
shaij
de la orden sufí de Shadhili, se estaba muriendo. Pronto se hallaría más allá de aquel velo de ilusión. Llevaba muchos meses aguardando su muerte, y de hecho, la había esperado con ansia… al menos hasta esa mañana.
Esa mañana, todo había cambiado, todo era distinto.
Era una ironía divina, como el propio Mulay era capaz de comprender mejor que nadie. Se había preparado para morir en paz, para que Alá lo acogiera en su seno, tal como él mismo deseaba con toda su alma, y sin embargo, su dios tenía otra idea en mente.
¿Y por qué iba a ser una sorpresa? Mulay ad-Darqawi había sido sufí el tiempo suficiente para saber que cuando de Alá se trataba, lo más inesperado era siempre de esperar.
Y lo que Mulay ad-Darqawi esperaba en ese momento era un mensaje. Estaba tapado con una manta fina, tendido sobre la losa de piedra que siempre le había hecho las veces de cama, con las manos cruzadas a la altura del pecho mientras esperaba. Junto a su lecho había un enorme tambor de cuero con un solo palillo sujeto a un costado. Había pedido que se lo llevasen allí, a su lado, por si llegaba a necesitarlo, como estaba seguro de que muy pronto ocurriría.
Tumbado sobre su espalda, fijó la mirada en el techo, hacia el único ventanuco, la claraboya de su aislada ermita, la
zawiya
, la «celda» o «rincón»; aquel diminuto edificio de paredes de piedra enjalbegadas en lo alto de la montaña que durante tanto tiempo le había servido de morada alejada del mundo. También le serviría de tumba, pensaba irónicamente, en cuanto él mismo se convirtiese en una reliquia sagrada.
Fuera, sus seguidores ya estaban esperando. Centenares de fieles se arrodillaban en el suelo nevado rezando en silencio sus plegarias. Bueno, que esperen, pensó. Es Alá quien decide aquí los tiempos, no yo. ¿Para qué iba a hacer esperar así a un anciano decrépito a menos que se tratase de algo importante?
¿Y por qué otra razón iba a haberlos llevado Él hasta allí, a la montaña? Primero había sido el iniciado bektasí, Kauri, quien había encontrado cobijo allí tras huir de los tratantes de esclavos. El muchacho había insistido todos aquellos meses en que era uno de los protectores del mayor de los secretos, junto a otra muchacha que seguía desaparecida. Según el joven, la muchacha había sido apresada por las fuerzas del sultán Mulay Sulimán, lo cual convertía en tarea difícil si no imposible su liberación. Hija de Alí Bajá Tebeleni, la muchacha había recibido el encargo de proteger con su vida aquella reliquia por parte del mismísimo gran
pir
bektasí, Baba Shemimi, hacía casi un año, una reliquia que Mulay ad-Darqawi nunca había creído que fuese algo más que un mito.
Sin embargo, aquella mañana, tendido sobre lo que no tardaría en convertirse en su lecho de muerte, Mulay ad-Darqawi había comprendido al fin que toda la historia tenía que ser cierta: en esos momentos, el sultán Sulimán estaba ya muerto, y su séquito no tardaría en huir y dispersarse como las hojas llevadas por el viento. Había que encontrar a la muchacha antes de que fuese demasiado tarde. Además, ¿qué habría sido de la valiosa reliquia que le había sido confiada a la joven?
El
shaij
ad-Darqawi sabía que era la voluntad de Alá que él y sólo él respondiese a aquellas preguntas, que sacase fuerzas de flaqueza y realizase un último esfuerzo para llevar a cabo aquella tarea final que se le encomendaba. No debía desfallecer. Sin embargo, para conseguirlo, antes necesitaba la señal.
A través de la abertura en el techo, Mulay ad-Darqawi vislumbró el discurrir de las nubes por el cielo. Los trazos que dibujaban se le antojaron una especie de escritura. El cálamo místico de Alá, pensó. Hacía mucho tiempo que
El cálamo
se hallaba entre los suras favoritos del Sagrado Corán para ad-Darqawi, el que ayudaba a explicar cómo fue escogido el Profeta precisamente para escribir el texto sagrado, sobre todo teniendo en cuenta que Alá, el más Misericordioso y Compasivo, el que conoce sabe todas las cosas, sin duda era consciente de que Mahoma —la paz sea con él— no sabía leer ni escribir.
Pese a este hecho, o puede que precisamente por ello, fue al analfabeto Mahoma a quien Alá eligió como mensajero de Sus Revelaciones. Entre Sus primeras órdenes al Profeta se hallaban la de que leyera y escribiese. Nuestro Señor siempre nos pone a prueba, pensó ad-Darqawi, insistiendo en algo que, a primera a, puede parecemos imposible.
Había sido muchas décadas atrás, en la época en que el propio Mulay ad-Darqawi era un joven discípulo del camino sufí, cuando este había aprendido a separar la verdad de la vanidad, el grano de la paja. Entonces había descubierto que se podía sembrar en el dolor y la penuria aquí en la tierra para poder cosechar los frutos de la dicha y la riqueza en el más allá. Y tras muchos años de perseverar en el arte de la paciencia y la intuición, al fin había descubierto el secreto.
Había quienes lo llamaban una paradoja… como un velo, una ilusión que creamos nosotros mismos. Algo de gran valor invisible para nosotros, pese a tenerlo delante de nuestros propios ojos. Los adeptos llamaban a Jesús de Nazaret «la Piedra Rechazada por los Arquitectos», mientras que los alquimistas se referían a ello como la
Prima Materia
, la Materia Prima, el Origen.
Todos los maestros que habían hallado la Vía habían dicho lo mismo: un descubrimiento de gran simplicidad, y como todas las cosas sencillas, imponente por su magnitud. Y pese a todo también estaba envuelto en un velo de misterio, porque ¿acaso no había dicho el Profeta: «
Inna lillahi la-sab'ina alfa hijabin min nurin wa zulmatin
», «Posee Alá setenta mil velos de luz y oscuridad»?
¡El velo! ¡Eso era lo que parecían aquellas nubes, las nubes que sobrevolaban el techo sobre su cabeza! Entrecerró los ojos para poder estudiarlas mejor, pero en ese preciso instante, justo cuando las nubes indolentes se desplazaban más allá del campo visual de Mulay ad-Darqawi, se dispersaron. Y allí arriba, en el cielo, creyó ver un enorme triángulo equilátero formado por entero por nubes y plumaje, cual gigantesco árbol piramidal con infinidad de ramas…
En un destello de lucidez, Mulay ad-Darqawi vio el significado: tras el Velo se hallaba el Árbol de la Iluminación. Detrás de ese velo en concreto, tal como Mulay comprendió en ese instante, se hallaba la iluminación del
tarikat
, la Vía Secreta oculta en el juego de ajedrez creado por al-Jabir al-Hayan hacía más de un milenio. Y también la pieza que en esos momentos buscaban sus condiscípulos sufíes: la pieza que Baba Shemimi había protegido.
El propio muchacho, a pesar de haberla sostenido en la mano, no había llegado a verla en ninguna ocasión, pues la cubría un velo de un material oscuro. Como confidencia, le reveló al
shaij
Darqawi que le habían dicho que se trataba de una de las piezas más importantes, acaso la clave de absolutamente todo: la Reina Negra.
Gracias a su visión, en ese momento Mulay ad-Darqawi creía saber con toda exactitud la ubicación precisa del lugar donde el sultán Sulimán o sus fuerzas habían escondido la pieza. Al igual que la
Prima Materia
, como la Piedra Secreta, estaría escondida a la vista de todos, pero al mismo tiempo, también aparecería velada. Si ad-Darqawi moría en ese momento, antes de compartir su visión, puede que aquel secreto milenario muriese con él.
El anciano hizo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban para apartar de sí la manta, levantarse del lecho y sostenerse por sus propios medios, descalzo, sobre el frío suelo de piedra. Con manos trémulas y frágiles, sujetó el palillo del tambor con la máxima firmeza posible e inspiró hondo. Precisaba de todas sus energías para poder tocar el redoble familiar para los sufíes de Shadhili.
Mulay ad-Darqawi encomendó su alma a Alá.
Y empezó a tocar el tambor.
Kauri oyó un sonido que no había vuelto a oír desde que abandonara la Tierra Blanca… ¡el sonido del redoble de un tambor sufí! Aquello sólo podía significar que estaba sucediendo algo de suma importancia. La muchedumbre de dolientes también lo oyó, y uno a uno se fueron incorporando e interrumpiendo sus oraciones.
Mientras Kauri permanecía de rodillas en la nieve junto a los centenares de fieles allí congregados para aguardar la muerte del
shaij
Darqawi, estiró el cuello para percibir mejor el débil sonido del tambor, tratando de adivinar el significado de su mensaje. Sin embargo, un sentimiento de frustración se apoderó de él, pues no se asemejaba a ninguna otra cadencia que hubiese escuchado jamás. Del mismo modo que cada tambor poseía una voz propia, Kauri sabía que cada ritmo entrañaba una importancia distinta, una trascendencia que sólo estaba al alcance de oídos iniciados en su significado específico.
Sin embargo, más desconcertante aún que el sonido de aquel redoble incomprensible era su lugar de procedencia: la zawiya, la celda de piedra del
shaij
Darqawi, donde el santo yacía moribundo. La multitud murmuraba sumida en la más absoluta perplejidad, pues sólo podía ser el propio Darqawi quien estuviese tocando el tambor. Kauri rezó porque aquello también significara que aún quedaba algún atisbo de esperanza.
Durante diez meses, desde que había conseguido huir de los comerciantes de esclavos que lo habían encadenado tras la llegada del barco al muelle marroquí, Kauri había tratado en vano de averiguar la suerte que había corrido Haidée y la pieza de ajedrez llamada la Reina Negra. Ninguna de sus indagaciones, ni las de los sufíes de Shadhili, ni siquiera del mismísimo
shaij
, habían arrojado ni una sola pista acerca del paradero de ambas. Era como si a la muchacha y a esa clave fundamental del legado secreto de al-Jabir se las hubiera tragado la tierra.
A medida que Kauri seguía escuchando, parecía que los golpes de tambor procedentes del interior de la celda se hacían cada vez más sonoros y firmes. A continuación advirtió movimiento en el extremo de la multitud arrodillada. Uno a uno, los hombres se iban poniendo en pie para abrir paso a algo que se desplazaba en su dirección. A pesar de que Kauri no distinguía aún de qué se trataba, oyó los murmullos de la gente a su alrededor.
—Son dos jinetes a caballo —dijo su vecino con la voz entrecortada, con una mezcla de miedo y estupor—. Dicen que tal vez sean ángeles. ¡El santo está tocando el redoble sagrado del Cálamo!
Kauri miró al hombre con gesto de perplejidad, pero este no lo miraba a él, sino por encima de su hombro. El joven volvió la cabeza hacia el extremo donde la muchedumbre se separaba para abrir paso a quienquiera que se dirigiese hacia ellos.
Un hombre montado a horcajadas sobre un caballo pálido avanzaba entre la multitud, seguido de otro jinete. Cuando Kauri divisó las túnicas blancas del desierto y el pelo cobrizo cayendo en cascada sobre los hombros, la imagen le recordó aquellos iconos prohibidos de Jesús el Nazareno que los sacerdotes custodiaban en la fortaleza y monasterio de San Pantaleón, en la isla de Nisi, el lugar donde había estado escondida la Reina Negra.
Pero además, el jinete que seguía al primero supuso una revelación aún mayor: ¡llevaba el
litham
añil! Kauri se puso en pie de inmediato y echó a correr con los demás… ¡Era su padre, Shahin!
Mezquita de al-Qarawiyin, Fez, Marruecos
El resplandor del crepúsculo se había extinguido y la oscuridad lo había impregnado todo. Las cubiertas de teja lacada de la mezquita de al-Qarawiyin relucían iluminadas por las antorchas del patio. Los arcos de herradura que rodeaban el contorno del patio se hallaban sumidos ya en la penumbra cuando Charlot, a solas, cruzó la amplia extensión descubierta del suelo de azulejos blancos y negros de camino al
isha
, la última oración de la noche.