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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (20 page)

BOOK: El Fuego
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Desde el momento en que Haidée y Kauri advirtieron el peligro que se cernía sobre ellos, la inminencia del abordaje de los corsarios eslovenos, comprendieron que aquel inesperado incidente resultaría para ellos una terrible desgracia de consecuencias inimaginables.

Los piratas sin duda despojarían de todos sus bienes a la reducida tripulación de la nave y a sus dos jóvenes pasajeros, y luego los venderían al mejor postor en el mercado de esclavos. Muchachas como Haidée eran vendidas en matrimonio o como prostitutas, pero el destino de un joven como Kauri podía ser aún mucho peor. Los comerciantes de esclavos conducían a esos muchachos al interior del desierto, donde castraban a cada uno de ellos con un cuchillo y lo enterraban en la arena ardiente a fin de contener la hemorragia. Si el joven sobrevivía, se convertía al instante en un bien muy preciado y más adelante era posible venderlo por una abultada suma en todo el imperio turco como eunuco guardián del harén o incluso en los Estados Papales para recibir formación como cantante
castrato
.

Su única esperanza había sido que la costa de Berbería en África, tras décadas de bombardeos por parte de los británicos, los estadounidenses y los franceses, estuviese en ese momento cerrada a esa clase de tráfico humano. Cinco años antes, bajo un tratado, ochenta mil esclavos europeos habían sido liberados de la esclavitud en el norte de África y las rutas de navegación mediterráneas habían sido reabiertas al comercio marítimo normal.

Sin embargo, todavía quedaba un lugar que aún aceptaba semejante botín humano, el único territorio del Mediterráneo que nunca había llegado a caer bajo el control del Imperio otomano ni de la Europa cristiana: el sultanato de Marruecos. Como territorio completamente aislado, con una capital muy alejada de la costa, enclavada entre el Rif y la cordillera del Atlas, en Fez, Marruecos había padecido durante treinta años el férreo mandato del sultán Mulay Sulimán.

Tras los meses que había pasado como sirvienta cautiva en su harén, Haidée ya había descubierto numerosos aspectos sobre el mandato del sultán, y ninguno de ellos había aplacado sus constantes temores.

A pesar de que el propio sultán era descendiente del Profeta, Sulimán había abrazado ya desde muy joven las ideas del reformador islámico suní Mohamed ibn al-Wahhab de Arabia. Los fanáticos wahhabíes habían logrado ayudar al rey de Arabia, Ben Saúd, a recuperar por un breve período extensas franjas de territorio de Arabia conquistadas por los turcos otomanos.

Pese a lo efímero de esa victoria, lo cierto es que el fervor wahhabí prendió con fuerza en el corazón de Mulay Sulimán de Marruecos, quien llevó a cabo una extensa e implacable purga en el seno de su feudo religioso. Durante su reinado, había cortado relaciones comerciales con los decadentes turcos y los ateos franceses —los de la malhadada revolución e imperio—, había suprimido las sectas de adoración a los santos entre los shiíes y disgregado las hermandades sufíes.

De hecho, sólo había habido un pueblo al que Mulay Sulimán no había podido someter ni eliminar en sus treinta últimos años de mandato: los bereberes sufíes del otro lado de las montañas.

Aquello era lo que más había aterrorizado a Haidée durante sus largos meses de cautiverio en aquel lugar, y tras la revelación de esa mañana, se temía lo peor. Porque dondequiera que estuviese Kauri, si habían llegado a descubrir que era sufí y además beréber, no lo habrían mutilado o vendido, sino que lo habrían matado sin piedad.

Y Haidée, quien durante todo ese tiempo había guardado celosamente el secreto que Alí Bajá le había confiado, ya no podía albergar ni un solo resquicio de esperanza de poder volver a ver el mundo como ser libre algún día. Nunca sería capaz de averiguar el paradero de la Reina Negra, recuperarla y depositarla en manos de quien debía tenerla. Sin embargo, pese a la desesperación que la embargaba en ese momento, mientras se ajustaba el velo con más firmeza y avanzaba junto a sus escoltas por la larga galería descubierta que conducía al patio exterior, no pudo evitar aterrarse al único pensamiento que le había rondado insistentemente por la cabeza, una y otra vez, a lo largo de aquellos últimos once meses: cuando ella y Kauri se habían dado cuenta del lugar adonde los piratas habían conducido el barco, justo antes de atracar en el muelle en suelo marroquí, antes de separarse acaso para siempre, Kauri le había explicado que sólo había un hombre capaz de ayudarlos en todo Marruecos, si es que lograban encontrarlo, un hombre a quien el mismísimo Baba Shemimi tenía en gran estima y consideración, un maestro del tarikat o camino secreto. Era un ermitaño sufí conocido como el Viejo de la Montaña. Si alguno de los dos conseguía escapar de sus captores, tenía que ir en busca de ese hombre.

Haidée rezó entonces por ser capaz, en los breves momentos que quizá se le permitiese pasar fuera de aquel espacio enclaustrado, de pensar y actuar con rapidez por su propio bien. De lo contrario, todo estaría en verdad perdido para siempre.

Cordillera del Atlas

Shahin y Charlot llegaron al descenso final de la última sierra justo cuando el sol crepuscular rozaba con sus rayos la cima nevada del monte Zerhun en el horizonte. Habían tardado tres meses en completar el arduo viaje hasta ese punto desde la meseta del Tassili, en el corazón del Sahara, a través del desierto invernal hacia Tlemcen. Una vez allí, habían trocado sus camellos por caballos, más aptos para el clima frío y la región montañosa de Cabilia que tenían por delante, el hogar de los bereberes cabilas en el Gran Atlas.

Charlot, al igual que Shahin, llevaba el
litham
de color añil propio de los tuaregs, a quienes los árabes llamaban
muleththemin
, «los hombres del velo», y los griegos llamaban
glaukoi
, «los hombres azules», por el leve tono azulado de su piel clara. El propio Shahin era un
targui
, un noble de los tuaregs del Kel Reía que durante milenios habían controlado y mantenido las rutas que atravesaban la inmensidad del Sahara: habían cavado los pozos, continuado con el pastoreo para el ganado y facilitado la seguridad armada. Desde tiempos inmemoriales, los tuaregs habían sido el pueblo más venerado de entre todos los habitantes del desierto, tanto por los mercaderes como por los peregrinos.

Y el velo, allí en las montañas pero también en el desierto, había protegido a ambos hombres de mucho más que de las condiciones meteorológicas. Por el hecho de llevarlo, los dos viajeros se habían mantenido siempre
dajil-ak
, bajo la protección de los
imazigen
o bereberes, tal como los llamaban los árabes.

En su viaje de más de mil quinientos kilómetros por tierras casi siempre inhóspitas, Charlot y Shahin habían obtenido de los
imazigen
mucho más que forraje y caballos de recambio: también habían obtenido información, la suficiente para alterar su ruta inicial, prevista en dirección norte hacia el mar, y desviarse al oeste hacia las montañas.

Y es que sólo había una tierra a la que pudiesen haber llevado al hijo de Shahin y a su acompañante: Marruecos. Y sólo había un hombre capaz de ayudarlos en su búsqueda, un gran maestro sufí, si es que lograban encontrarlo, un hombre al que todos llamaban el Viejo de la Montaña.

Una vez alcanzaron el risco, Charlot obligó a su caballo a detenerse junto a su compañero. A continuación, se quitó el
litham
añil y lo dobló para introducirlo en su alforja, al igual que hizo Shahin. Estando ya tan cerca de Fez, más les valía actuar con prudencia por si alguien los veía. El velo que les había servido de protección en el desierto o en las montañas podía resultar muy peligroso ahora que habían dejado atrás el Gran Atlas para adentrarse en territorio suní.

Los dos hombres contemplaron la inmensidad del valle, guarecido por las altas estribaciones de las montañas, y en cuyo seno las aves volaban en círculos. Aquel lugar mágico se hallaba en el centro de una singular confluencia de distintas clases de agua: arroyos, cascadas, manantiales y ríos. Debajo, rodeado de vegetación, se extendía un océano de cubiertas de teja lacada de un verde brillante que refulgían bajo el ángulo de la luz invernal, una ciudad sumergida en el tiempo… como efectivamente lo estaba.

Se trataba de Fez, la ciudad santa de los
shurafa
, los auténticos descendientes del Profeta, un lugar sagrado para las tres ramas del islam, pero sobre todo para los shiíes. Allí, en la montaña, se hallaba la tumba de Idris, el biznieto de la hija de Mahoma, Fátima, y el primer miembro de la familia del Profeta en llegar al Magreb, las tierras occidentales, más de mil años antes.

Una tierra de enorme belleza y negros presagios.

—Hay un proverbio en
tamazight
, la lengua cabila —dijo Shahin—, que dice lo siguiente: «
Aman d'Iman
»: el agua es vida. El agua es la razón de la longevidad de Fez, una ciudad que ya de por sí era casi una fuente sagrada. Hay muchas grutas antiguas excavadas en la roca por el agua que ocultan antiguos misterios: el sitio perfecto para esconder y proteger lo que estamos buscando. —Hizo una pausa y a continuación añadió en voz baja—: Estoy seguro de que mi hijo está ahí abajo.

Los dos hombres se sentaron junto al fuego llameante del interior de la cueva donde habían decidido pasar la noche, por encima de Fez. Shahin había soltado su bastón
talac
, señal de su condición de noble entre la comunidad de tambores del Kel Rela, y se había quitado la bandolera, una banda de piel de cabra con flecos que los tuaregs llevaban cruzada por encima de cada hombro. Habían cenado un conejo que previamente habían cazado y cocinado.

Sin embargo, lo que ninguno de los dos había mencionado aún, ni durante su largo viaje, seguía agazapado justo bajo la superficie, hablándoles en un leve susurro, como si fuera una especie de arenas movedizas: Charlot sabía que no había perdido su don por completo, pero tampoco podía invocarlo a su voluntad. Al atravesar el desierto había sentido en numerosas ocasiones el ímpetu con que la clarividencia tiraba de él, como un perro callejero que trata de llamar la atención mordiendo con sus dientes los faldones de una chilaba. En esos momentos sí había podido informar a Shahin sobre qué hombres en los mercados eran de fiar, cuáles eran demasiado avariciosos, quiénes de ellos tenían esposa e hijos a los que alimentar, cuáles se guiaban por sus propios intereses… Todo aquello era obvio para él, como lo había sido desde su nacimiento.

Sin embargo, ¿qué utilidad tenía una capacidad de predicción tan sumamente limitada ahora que se enfrentaban a la desafiante amenaza que tenían ante sí? En todo lo relacionado con la búsqueda del hijo de Shahin, su don se había visto obstaculizado por algo. No era que no viese absolutamente nada, sino que más bien se trataba de una ilusión óptica, un oasis reverberante de palmeras en el desierto, donde es imposible que haya agua. Cuando del blanco se trataba, de Kauri, Charlot percibía una imagen trémula pero sabía que no era real.

En ese momento, junto a las vacilantes llamas del fuego, mientras observaban a sus caballos masticar el forraje de sus alforjas.

Shain abrió la boca para hablar.

—¿Te has preguntado por qué sólo los hombres tuaregs llevan
litham
añil y en cambio las mujeres van sin velo? —le preguntó a Charlot—. Nuestro velo es una tradición mucho más antigua que el islam, los propios árabes se quedaron asombrados cuando descubrieron esta costumbre la primera vez que llegaron a nuestras tierras. Hay quienes creen que el velo nos brinda protección contra la arena del desierto, mientras que otros dicen que se trata del mal de ojo. Pero lo cierto es que el velo es muy importante para la historia de nuestras comunidades de tambores. En tiempos antiguos se hablaba del mal de boca.

—¿El mal de boca?

—En referencia a los antiguos misterios, «aquello que no se puede pronunciar por la boca». Han existido en todas las culturas de todos los países desde tiempos inmemoriales —explicó Shain—. Sin embargo, entre los iniciados, esos misterios sí pueden comunicarse mediante el sonido del tambor.

Charlot sabía gracias a Shahin que las tribus tuaregs, conocidas como comunidades de tambores, descendían cada una de ellas de una mujer, y cada jefe de tambores, quien a menudo también era el encargado de conservar el tambor sagrado de la tribu al que se atribuían poderes místicos.

Los tuaregs, al igual que los jenízaros sufíes que controlaban la mayor parte del territorio otomano, habían utilizado durante siglos su lenguaje secreto con tambores para transmitir señales a lo largo de la vasta extensión de sus dominios. Tan poderosa era aquella lengua de los tambores que en los lugares donde se mantenía cautivos a los esclavos, los tambores estaban prohibidos.

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