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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (153 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Los
coyotes
son un buen ejemplo de lo que acabo de decirte. Dix es su enlace. He descubierto que existe una vía clandestina entre Alaska, Miami y puntos intermedios. Debe de haber unos dos mil ex jugadores de fútbol, ex domadores, ex extras de cine, ciclistas, ex convictos, ex policías, ex boxeadores, camareros en paro, esquiadores y surfistas que han oído hablar de JM/OLA y/o de la locura de algunos de nuestros cubanos. Todos vienen aquí en busca de acción. Uno diría que para unirse a los Boinas Verdes, pero no, eso es demasiado militar para ellos. No quieren recibir tantas órdenes. Aun así, les gustaría trabajar para la Agencia, convertirse en oficiales de caso. Me dan mucha lástima. «El primer requisito —les diría— es aprender a escribir a máquina.» Cuando me preguntan cómo pueden hacer para alistarse en la Agencia, sonrío y les digo: «De momento, sería conveniente que aceptarais algún trabajo bajo contrato», y cuando me preguntan qué deben hacer, les respondo: «Absolutamente nada. Ya se pondrán en contacto con vosotros».

Me parece oír tu pregunta: «¿Cómo saben que estás relacionado con la Agencia?». De manera oficial, no lo saben. Siempre les digo que trabajo en la electrónica, y ellos me creen, pero esta clase de conversación tiene lugar cuando voy de copas con Dix Butler. Él es el monje jovial de la pandilla, y conoce a más de cien tipos como éstos. Sabe el récord atlético y/o los antecedentes policiales de cada uno de ellos, y aunque lo que hace le gusta, sólo obedece las órdenes de Harvey. Como viene sucediendo desde los tiempos en que trabajaban juntos en Berlín, lo mantiene en contacto con toda clase de posibilidades en un medio social más amplio.

Dado que en las incursiones no participan estadounidenses, ni tampoco (que yo sepa) estamos infiltrando hombres de la Agencia en Cuba, los coyotes no tienen demasiadas posibilidades de ser contratados. Dix los emplea para alguna misión ocasional. Sin embargo, la mayor parte de sus tareas no provienen de la Agencia. Como viven juntos en chabolas y pensiones diseminadas alrededor de la ciudad, a menudo toda una pandilla de ellos es contratada por algún grupo de exiliados cubanos para que actúen como refuerzo; se han convertido en una fuerza de apoyo. De un modo más directamente relacionado con nosotros, son contratados como pistoleros por cubanos acaudalados y/o tejanos que quieren jugar a ser guerrilleros. En la práctica, hay muchísima conversación, unas cuantas horas de adiestramiento, un viaje semanal a un campo de tiro, una infinidad de planes que se modifican a cada rato, y finalmente no se llega a nada porque se pierde el entusiasmo o porque el acaudalado cubano se echa atrás. (Siempre existe el temor de una represalia del DGI contra los miembros de la familia que han permanecido en Cuba.) Otra posibilidad es que los coyotes acepten el dinero y no aparezcan. Por supuesto, también trafican en marihuana y drogas más duras.

Para Harvey son una excelente fuente de Inteligencia porque de ellos obtiene información acerca de los planes de los grupos de exiliados menos dignos de confianza. Un pequeño número de ellos trabaja para nosotros bajo contrato y nos consiguen embarcaciones, o las reparan, o dirigen una escuela de buceo para nuestros submarinistas cubanos.

He acompañado a Dix a los lugares en que viven los coyotes. Nos sentamos sobre cajones, o en el suelo; en ocasiones, como soy un invitado, me dan una vieja mecedora peligrosamente inestable, y Dix dirige la reunión mientras pasamos una botella de bourbon de mano en mano y luego bebemos una jarra de vino tinto y fumamos marihuana. El efecto de esta mezcla es ciertamente terrible, pero no puedo decir que no me guste; te relaja y te pone en guardia. Durante esas veladas uno se entera de muchas cosas, por ejemplo, de lo que han estado haciendo hampones como Fiorini, Masferrer, Kohly o Prío Socarrás. Se escuchan comentarios atinados del tipo de «Ladrillo tiene que ser el muchacho de Trafficante», o «el grupo Cero-Cero está comprando bazukas; quieren hacer polvo uno de los tanques de Fidel».

—¿Quién se encarga de la compra? —Tigre Turco.

—A Tigre Turco le faltan cojones.

—Bien, cualquiera se asusta cuando los federales están detrás de ti.

—Eh —dice otro—. Los federales están detrás de todos nosotros, listos para darnos por el culo.

«Los federales» es una referencia a Dix y a mí. A Dix le encanta esto. Da una calada al porro, se lo pasa a otro, y habla mientras exhala el humo.

—¿Por qué no os dejáis de lamentar igual que putas?

Todos se ríen. Por supuesto, esas veladas no están libres de riesgo. Dix es capaz de manejar a la mayoría, aunque hay algunos...

—Si no cambiáis de actitud, tendré que ser muy duro con vosotros —dice.

Me siento el más canijo de los hombres. Supongo —y es sólo una suposición— que podría con alguno de ellos, pero en su mayoría se trata de tipos de dos metros de altura y más de cien kilos de peso. También hay un enano mexicano llamado Goliat,
el Golpe
, que tiene la reputación de ser un demonio con el cuchillo. (¿Cómo podría uno protegerse las piernas si tuviese que pelear contra él?) Sin embargo, Dix lo provoca todo el tiempo. Lo llama Adobe, cosa que Golpe aborrece, dado que por aquí es el modo despectivo con que se denomina a los mexicanos.

—No me llames así.

—¿Qué te parece Escupidera?

Risitas nerviosas.

Es un mundo curioso. En comparación, nosotros los de la Agencia parecemos las personas más inocentes del mundo. Sin embargo, de tanto en tanto es posible topar con un vaquero honesto entre estos coyotes, y lo bastante confiable para contratarlo.

—Nadie tiene más cojones que Gerry H. —dice alguien.

La mayoría están condenados a terminar sus días borrachos tirados en el arroyo. Sus mujeres parecen sentir por ellos una admiración irresistible, y los siguen allá donde vayan. A una de ellas, entrada en años, la llaman Madre Tierra. Me siento como el general Lansdale descubriendo las virtudes de la antropología.

Pocas noches terminan en gresca (aunque el mes pasado presencié dos), pero en todas se respetan los tres temas básicos: la bebida, la pelea y la fornicación. El único problema reside en saber cuál es el menos importante. La gente entra y sale toda la noche y, a menos que sean viejos amigos, o enemigos, el entusiasmo con que son recibidos está en relación directa con la cantidad de botellas que traen. Hay que tener una reputación malísima para llegar con las manos vacías.

¿Por qué me extraña tanto la actitud de esta gente? ¿Será porque viven con lo puesto? El sentido que tienen del presente es muy intenso. Una noche en que estábamos bebiendo en uno de sus
agujeros
(otra palabra que me gusta. Te hace sentir hasta qué punto los seres humanos pueden comportarse como animales enjaulados), un ex acróbata llamado Ford (que se había quebrado una pierna en varías partes, por lo que se vio obligado a abandonar la única profesión lucrativa que encontró en su vida) se puso a juguetear con una bayoneta recién afilada. Amenazaba en broma a su mejor amigo, Jim Blood,
el Buey
, quien al cabo de un rato, harto ya de la actitud de su amigo, le propinó un puñetazo en el pecho. La bayoneta voló por el aire y cayó sobre el hombro de Ford. Sangró como una bestia recién sacrificada sobre un altar de mármol. Buscamos toallas, periódicos, camisas viejas, pero nada podía detener la hemorragia.

Alguien habló de ir en busca de un médico. Pero cualquier médico podía denunciar el caso. «Es una vena, no una arteria —dijo Ford—. Cosedla.»

De modo que el Buey, tan borracho como Ford, buscó hilo negro y una aguja, la esterilizó con un cerilla, y cosió la herida. Llevó su tiempo. Una vez le enterró a Ford la aguja en el deltoides, y le costó trabajo sacarla. El lugar apestaba. Nos hallábamos a unos treinta kilómetros al sur de Miami, al borde mismo de los pantanos, donde el olor a vegetación podrida y pescados muertos es tan fuerte que no pude por menos que pensar que a Ford se le gangrenaría la herida. Como la aguja no era curva, las puntadas debían entrar derechas más de una pulgada. Sólo se oía el rechinar de dientes de Ford. No iba a gritar. Entre puntada y puntada se bebió el resto de una botella de coñac. Seis puntadas. La herida, de unos ocho centímetros, seguía rezumando sangre; es posible que se haya infectado y le deje una cicatriz tan grande como una joroba, pero Ford se lo pasó en grande. No gritó. Después de aquello, nadie habló de otra cosa.

Dicen que en la cárcel lo único que tiene un hombre es el coraje ante los demás. El coraje es su único capital, pero le alcanza para comprar todo el alimento que su ego necesita. Admiro esa sencillez, y la fuerza necesaria para ser tan libre.

Por supuesto, es una libertad que puede convertirse en implacable. Dix Butler se siente frustrado por no poder acompañar en sus incursiones por Cuba a los exiliados que controla para Harvey. Ama a algunos de los barqueros. Hay uno llamado Rolando (su verdadero nombre es Eugenio Martínez), muy experimentado en embarcaciones pequeñas. Rolando... no, lo llamaré Eugenio, como le dicen todos, un cubano inteligente y dedicado que trabaja para nosotros bajo contrato, es el equivalente de un as de la aviación de la Primera Guerra. Realiza no menos de cinco o seis misiones al mes, y si se necesita algún otro viaje, pues allí está él, dispuesto, frente a la puerta principal del 6312 de Riviera Drive. El procedimiento acostumbrado para las operaciones, establecido desde el sótano de Harvey en Langley, es que los barqueros no deben ver jamás el rostro de los cubanos que llevan a una incursión. Todos van encapuchados.

Como suele ocurrir con lo que se proyecta sobre el papel, en la práctica tal regla no se respeta. Los cubanos tienen familias enormes. En el caso de Eugenio Martínez, uno de sus primos está entre los incursores, y los dos bromean acerca de la capucha. Dix lo conoce, y en ocasión de una misión arriesgada en que debían incendiar una fábrica de neumáticos, le gritó cuando subía a bordo:

—Amadeo, tráeme una oreja.

—¿Cuánto me das por ella?

—Cien dólares.

Amadeo volvió con dos orejas.

Butler empezó a protestar, pero tuvo que sacar los doscientos dólares. Amadeo lo llevó a un restaurante cubano en Key Largo y se gastaron todo el dinero en una fiesta con dos prostitutas. Hubo muchos platos rotos.

No sé si debería haberte contado todo esto. Escribir los hechos puede resultar engañoso. Espero tu respuesta. En el cuartel cunde el desasosiego.

Tu confiable corresponsal,

HARRY

9

27 de marzo de 1962

Querido Patán:

Por lo que dices, me imagino que JM/OLA debe de ser un verdadero circo. ¿Qué te ocurre? Tu carácter, tan astuto a la hora de distinguir los matices, tan firme en su integridad, parece estar desapareciendo. Siento que quieres presentarte como un soldado valiente y decidido, pero dada la manera en que te refieres a Dix Butler, tu entusiasmo parece más propio de un colegial.

Permíteme recordarte nuestro propósito. A pesar de todos nuestros excesos y abominaciones, somos una sociedad superior a la soviética debido a que nuestra conducta está condicionada por una restricción fundamental: la mayoría de los estadounidenses creemos en el juicio de Dios (aunque nunca hablemos de ello). No me cansaré nunca de insistir en lo importante que es, para nuestro bienestar, experimentar ese temor interior, esa modestia de espíritu. Sin ello, lo único infinito que tienen los seres humanos es la vanidad, es decir, su desprecio por la naturaleza y la sociedad, y así es como acaban por convencerse a sí mismos de que conocen un modo mejor de manejar el mundo que Dios. Todos los horrores del comunismo provienen de la vanidad de creer que Dios es una herramienta empleada por los capitalistas. La paranoia de Stalin era el extremo desquiciado de esa certeza. Y otro tanto ocurría con la vanidad de Lenin. Yo me juzgo con la misma vara con que juzgo a los comunistas. Sin mi creencia en Dios y en la razón, sería un monstruo de vanidad, y Hugh sería diabólico. La vanidad es la abominable presunción de que podríamos gobernar el mundo si no fuéramos tan débiles.

Tus coyotes son psicópatas de pacotilla. Puedes admirarlos, pero se regodean en la pocilga de los crímenes pequeños, igual que cerdos desorientados revolcándose en el fango. Debes recordarlo. Si vamos a devolver el mal con el mal (convencidos de que es necesario, dadas las circunstancias), debemos huir de la maldad esporádica como de una plaga. Temo por esta nación a la que tanto amo. Temo por todos nosotros. Trata de comprender lo que quiero decirte. No te enfades.

Te quiero,

KITTREDGE

No me enfadé, simplemente me puse de mala leche. Se me ocurrió pensar que Kittredge no sabía nada acerca de los hombres. Abandoné la intención de explicarle que la condición natural en la vida de los hombres es el temor a las pruebas físicas, más que a las mentales. Debemos utilizar un alto grado de habilidad para mantenernos lejos del centro de nuestra cobardía. Adoptamos una profesión y, con el tiempo, nos casamos y formamos una familia, algunos entramos a formar parte de una burocracia, y desarrollamos planes para nuestra diversión, protegiéndonos de manera rutinaria. De modo que no podía evitarlo: admiraba a los hombres capaces de convivir con el miedo como si fuera un cable pelado, aunque fuesen hombres borrachos, salvajes e incompetentes, propensos a los accidentes. Comprendía la elección que habían hecho. Una elección que yo no podría hacer, de ninguna manera, pero los respetaba, y en cuanto a Dix, sentía por él una admiración de colegial. De modo que al diablo con Kittredge. No le contesté.

Eso me dio tiempo para recordar. El día que la conocí, ella regresaba de escalar por primera vez, y se la veía feliz. Esa mañana, sin duda debió de dominar su miedo. Pensé que tal vez sería conveniente recordarle este episodio, pero entonces llegó una carta a mi apartado de Correos de Miami. Esperaba recibir algo mejor de ella.

23 de abril de 1962

Querido Harry:

Te enfadaste, ¿verdad? Probablemente no te faltó motivo. En mí hay demasiada crueldad al acecho. ¿Recuerdas aquella tarde de un domingo de Pascua, hace años, cuando mi padre leyó un pasaje de
Tito Andrónico
? Nunca quiso reconocerlo, pero por imperfecta que sea esa obra, siempre fue una de sus favoritas. En una ocasión, me dijo: «Shakespeare entiende la venganza a la perfección. La conoce. No debe ser sólo malvada y tenebrosa, sino precisa. ¿Hay algo más preciso que cortar una mano por la muñeca?».

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