—No estoy de acuerdo —dijo Lansdale — . Si una mujer hermosa pierde sus rizos y debe usar una peluca, pueden estar seguros de que todos se enterarán. Todo se sabe. El conocimiento secreto transmitido en susurros de persona a persona tiene mayor poder de convencimiento que las denuncias más activas. Además, una barba postiza siempre puede desprenderse por accidente. La mera posibilidad de que eso sucediera enfermaría a Castro.
—¿Sabe, general?, comer con usted ha sido una experiencia fascinante —dijo Hugh—. Estoy seguro de que su colaboración con Bill Harvey dará los frutos que todos deseamos.
—Así lo espero —dijo Lansdale.
—Si él se vuelve demasiado protesten, acuda a mí. No le prometo la luna, pero ocasionalmente soy capaz de doblegarlo un milímetro o dos.
Todos nos reímos con cierta cautela, o al menos eso me pareció. No sabía si temer al general Lansdale, o sentir lástima por él.
Su siguiente observación, sin embargo, me sorprendió. Dirigiéndose a mí, dijo:
—Como enlace, tendrá que ser traductor y diplomático. Explíqueme, por favor, qué intenta decirme su amigo Hugh Montague.
Me encontraba en un aprieto, Kittredge. Sabía que a Hugh no le gustaría que lo tradujesen. No obstante, la respuesta era ineludible.
—A riesgo de hablar por mí mismo, yo diría que Bill Harvey estará dispuesto a tratar con aquellos cubanos a quienes pueda controlar por completo.
Hugh asintió con aprobación, como si la inteligencia de su ahijado presentara ciertos signos de esperanza.
—Eso está por verse —dijo Lansdale.
Fue entonces cuando me di cuenta de que el general no estaba preparado para explicar sus planes con respecto a Cuba porque sospechaba que allí sus principios no podrían ser aplicados. Creo que la única razón por la que aceptó este trabajo es porque es el más importante que le han ofrecido. Según me he enterado, hace quince años que espera algo realmente importante. Puede que tenga fama de rebelde, pero ahora lo que busca es el respeto de sus pares y superiores. De modo que se ocupará de algo que desprecia: dirigir una operación desde un escritorio. Pero eso, como él dijo, está por verse. Siento curiosidad.
Para dar por terminada la velada, Lansdale contó un cuento muy bueno. Al parecer, cuando se conocieron el presidente Kennedy le dijo: «Según me cuentan, general, usted es la respuesta estadounidense a James Bond».
Lansdale negó con la cabeza.
—Les aseguro que me alejé de esa posibilidad tan rápidamente como pude. Eso es lo último que querría ser. ¡James Bond! Le di a entender al presidente que podría encontrar un candidato mejor en William Harvey, a quien la CIA puso a cargo de Mangosta para las operaciones de campo. «Ha despertado mi curiosidad. ¿Podría traer al tal Harvey a la Casa Blanca? Me gustaría conocerlo», dijo el presidente. Bien, dos días después llevé a Bill Harvey desde Langley hasta la Casa Blanca. Mientras esperábamos en la antesala del Salón Oval a que nos llamara el presidente, tuve una intuición. ¡Agradezco a mis estrellas! Me volví a Harvey y le dije: «No irá usted armado, ¿verdad?» «Sí», respondió, y acto seguido sacó de una pistolera una enorme Magnum. Por Jesucristo y Castro, casi me desmayo. ¿Cómo iba a reaccionar el Servicio Secreto ante un desconocido que mete un obús en la Casa Blanca? «Por favor, mantenga eso oculto», le dije.
»Muy sigilosamente me dirigí al escritorio del Servicio Secreto e informé al joven allí sentado que mi compañero quería saber si debía dejar su arma en custodia mientras hablábamos con el presidente. Luego, como si nada estuviese arreglado de antemano, justo cuando estábamos a punto de entrar en el Salón Oval, Harvey decidió que era conveniente divulgar la existencia de su otra arma. Buscó entre la ropa, sacó una pistola calibre 38, y se la dio a un par de desconcertados agentes del Servicio Secreto. Una vez hecho eso, nos dirigimos al Salón Oval. Tuve tiempo de preguntarle a qué se debía tanta precaución. "Si usted supiera tantos secretos como yo, también iría armado", respondió.
»Bien, la reunión fue realmente extraña. De inmediato, el presidente empezó a bromear con Bill sobre las hazañas sexuales del agente 007, y Harvey dijo algo así como que él estaba excedido de peso. "Como ve —le dijo al presidente—, ya no me ajusto a la descripción. Supongo que me parecía más a James Bond en mis días de juventud. Una muchacha distinta cada noche." "Pues el general Lansdale lo encuentra parecido", dijo el presidente. "Sí, señor", respondió Harvey. Cuando concluyó la audiencia, Bill me dijo: "Me comporté como un imbécil, pero, qué diablos, se trataba del presidente".
En un par de días, Kittredge, debo presentarme a mi nuevo empleo. Cerraré los cajones de mi escritorio, bajaré por el ascensor, y meteré a Bill Harvey en su refugio. Probablemente, me dará un nuevo escritorio.
Camino a casa, de regreso del restaurante, Hugh me contó que últimamente Harvey está muy deprimido. La Agencia descubrió que se conocía la existencia del túnel incluso antes de que empezaran a construirlo. Mientras Harvey creía que estaba enterado de todo, había un oficial británico trabajando para los rusos. «El daño puede alcanzar una magnitud superior a la de la bahía de Cochinos —dijo Hugh—. De hecho, es tan malo, que nos veremos obligados a olvidarlo por completo.»
Bien, no sé si esta carta te permitirá dirigir la Agencia y el país, pero me agrada volver a escribirte. Para mi espíritu no hay nada mejor que una larga carta dirigida a ti.
Devotamente,
HARRY
La correspondencia con Kittredge prosiguió durante el otoño de 1961 y el invierno de 1962. Yo escribía por lo menos dos veces a la semana, y si bien ella no contestaba con la misma frecuencia, por lo general sus cartas eran más sustanciosas que las mías. Por otra parte, su información era, probablemente, más confiable: Mangosta era una operación dividida en demasiadas categorías. Aunque yo era capaz de describir sus características, nunca podía estar totalmente seguro de distinguir los hechos de los inevitables rumores que a menudo circulaban en JM/OLA. Antes de que termináramos, había más personal de la Agencia en Miami que el asignado a la operación de la bahía de Cochinos. De hecho, la sección de la Agencia correspondiente a Mangosta, JM/OLA, pasó a ser la mayor estación de la CIA del mundo.
Dado nuestro tamaño y la velocidad con que nos habían organizado, abundaban los rumores y la seguridad era débil, lo cual no sorprendía a nadie. Por lo general, las más severas normas de seguridad de la CIA eran observadas por estudiosos de la Agencia que investigaban las concesiones de tierra en Manchuria en el siglo XVII. Se podía estar absolutamente seguro de que no dirían ni una palabra acerca de sus hallazgos. Los que trabajábamos en Langley, o los que estaban diseminados al sur de Florida con los proyectos de JM/OLA, cotilleábamos inconscientemente. ¿Qué planes tenía Lansdale para Mangosta? ¿Qué nos llegaba del general Maxwell Taylor, o de Bobby Kennedy? ¿Cuál era la posición exacta de la Casa Blanca? Florida exigía que uno se hiciese esas preguntas, mientras que en Langley cualquiera se daba cuenta de que no era un agente de la Historia, sino un mero engranaje del gobierno. En Washington tenía apartamento y despacho, pero mi puesto estaba en Miami, de modo que me resultaba difícil decir dónde vivía. Pronto comencé a sospechar que la razón principal por la cual Lansdale me había asignado ese trabajo era mantenerse en buenas relaciones con mi padre. Las tareas (o la falta de ellas) revelaban los aspectos superficiales del nuevo cargo. Lansdale prescindía de mí demasiado a menudo. Tenía su propio equipo, y confiaba en él.
Al poco tiempo, yo estaba en el sótano con Harvey. Dimos los primeros pasos para cruzar un abismo de desconfianza. Aun así, nos esforzamos por llevarnos bien. Quizá yo le recordaba los días heroicos de Berlín. En realidad, nuestras relaciones no eran muy distintas ahora. Él reflexionaba en voz alta, entraba en períodos de mutismo, me hacía confidencias, tomaba distancia. Después de un tiempo, empecé a sentirme como la joven esposa infiel de un hombre mayor de hábitos rutinarios. El jamás me perdonaría mis transgresiones, pero disfrutaba de mi compañía. Volvía a viajar en el asiento posterior de su Cadillac blindado mientras él bebía sus martinis y yo tomaba notas camino al aeropuerto. Antes de que transcurriera mucho tiempo, comencé a acompañarlo en sus viajes a Miami. Como los asientos de clase turista eran demasiado pequeños para él, volaba en primera clase; era uno de los pocos oficiales de la Agencia que disfrutaba de ese privilegio, que al ser su acompañante, yo compartía.
Con frecuencia yo me quedaba en Florida para supervisar algún proyecto iniciado por él. Cada semana me alejaba más de Lansdale, pero a éste no parecía importarle. Cuando debía presentarme para hacer un informe, me recibía en la antesala de su despacho mientras acudía a una reunión con oficiales del Departamento de Estado, de Defensa o del grupo especial, Aumentado. Al pasar, me preguntaba:
—¿Mantienes feliz a Harvey?
—Hago todo lo que puedo.
—Sigue así. Un trabajo muy útil.
Y desaparecía.
A Harvey no parecía importarle mi relación con Lansdale. Era la sombra de Montague la que prevalecía. Suponía que yo había sido asignado a su servicio para mantener informado a Harlot, lo cual, en el fondo, era verdad. Supongo que si Harlot me hubiera pedido informaciones, yo se las habría suministrado. En realidad, no lo sabía.
Yo quería ser independiente. Confieso que, hasta cierto punto, me dolía que Harvey no confiara un poco más en mí; trabajaba doce horas diarias para él, y el trabajo bien hecho siempre es signo de integridad. Sin embargo, lo verdaderamente irónico es que en mis cartas a Kittredge siempre le informaba de cualquier asunto de interés relacionado con Harvey, aunque no creía que ella se lo transmitiera a Harlot. En realidad, ¿cómo podía explicarle de dónde sacaba la información?
Todo el tiempo me preguntaba cuál sería el origen del poder que Montague tenía sobre Bill; con frecuencia pensaba en mis últimos dos días en Berlín y en esa transcripción de cuatro páginas de las cuales Harlot me había dejado ver las dos primeras. Harvey no podía saber cuánto sabía yo, pero hacía referencias, en modo alguno indirectas: «No me importa si crees que ese hijo de puta tiene poder sobre mí. Que le den por el culo». Harvey tenía esas explosiones de genio una vez por semana, aproximadamente. Después, volvíamos al trabajo.
Había bastante quehacer. Lansdale llevaba la operación a toda velocidad. Antes de que hubiese transcurrido un mes, había asignado treinta y dos tareas de planeamiento a la Agencia, al Pentágono, al Departamento de Estado y a cualquiera que estuviese cooperando con Mangosta. Las tareas tenían que ver con la recopilación de datos para Inteligencia, la deserción de oficiales cubanos, operaciones de propaganda, de sabotaje y los preparativos para una invasión cuando el nuevo movimiento cubano estuviera listo para derrocar a Castro. Lansdale envió un memorándum en el que requería «una revolución que aniquile los controles policiales del Estado. La confianza deberá ser depositada en a) emigrados profesionales anticastristas, b) líderes sindicales, c) grupos religiosos, y d) elementos del hampa, en el caso de que sean requeridos para ciertas tareas».
El memorándum concluía con una perorata: «Es nuestro deber poner a trabajar el genio estadounidense con rapidez y eficacia. El derrocamiento definitivo de Fidel Castro es posible. No se ahorrará tiempo, dinero, esfuerzo ni potencial humano».
«¿A quién pretende engañar? —se preguntaba Harvey — . Todo el mundo sabe que Lansdale recibe directivas de Bobby Kennedy. ¡No se ahorrará nada! Sí. Ellos hablan, y nosotros hacemos el trabajo sucio. ¡Treinta y dos tareas! Alguien debería decirle a ese general que los sindicalistas de Cuba son pistoleros, que los pistoleros tienen comprada a la Iglesia y que los curas gastan el dinero en adivinos.
No se buscan las categorías a,b,c y d. Se buscan personas que puedan hacer el trabajo. Me da igual si me traen un marciano tuerto con un gancho de estibador en lugar de polla. Si es confiable, y sabe volar puentes y obedecer mis órdenes, lo tomo. ¿Y este Lansdale, respaldado por Bobby Kennedy, habla de revolución? Es mejor que entienda bien las cosas. Los cubanos que yo no controlo no tendrán nada que hacer en mi operación. Si por Lansdale fuera, tendríamos una revolución que traería una nueva clase de comunismo, con insignias en la derecha en lugar de a la izquierda. Basta de cháchara. Yo digo que acabemos con Castro de una vez por todas. Llenemos de mierda los engranajes económicos de Cuba. Desmoralicemos a ese hatajo de soplapollas. En lo único que estoy de acuerdo con Lansdale es en que hay que desestabilizar Cuba. Pero te digo que ese general de los cojones es un maldito hipócrita. Ayer había treinta y dos tareas. Hoy nos da una nueva. Neutralizar a los recolectores de caña de azúcar. Ese hijo de puta apenas si sabe cómo cubrirse el culo. "Se necesitará decisión política antes de la aprobación final", dice. Bien, hasta yo, que gracias a Dios no soy un internacionalista, puedo ver las fallas desde la perspectiva internacional. Escucha lo que dice: "Estudios confiables deberán garantizar que los elementos químicos a emplear no harán más que enfermar a los recolectores temporalmente, y mantenerlos alejados de las plantaciones sin causar en ellos efectos permanentes. Elementos químicos que los incapacitarán pero que no deben ser letales". ¿Puedes creerlo? ¿Te imaginas cómo apareceremos ante el mundo? Con seguridad, esos cabrones de Aumentado guardarán en un cajón la tarea treinta y tres.»
Y eso, precisamente, fue lo que hizo el grupo especial, Aumentado. Una semana más tarde Harvey leyó, con una mirada biliosa, la tarea treinta y tres, corregida. Una frase decía: «Los elementos del hampa pueden constituir el mejor potencial de ataque contra los oficiales de la Inteligencia cubana». Harvey estaba furioso. «No es posible escribir cosas como ésta —dijo—. ¡Elementos del hampa! Hubbard, sé perfectamente que en combate los hombres mueren, pero esto es asesinato, ¿lo oyes? ¿Y quién se ocupará de esto? Pues nuestro amigo Bill Harvey con su destacamento especial W. Si algo sale mal, ahí está Bill Harvey para pagar los platos rotos. Lansdale es un tipo complejo, ¡vaya si lo es! No quiere que matemos a ningún cubano inocente, a menos que tengamos un buen motivo. Luego toma un sorbo de agua y me pide que incluya en el objetivo doscientos técnicos del bloque soviético. Que los agregue a la lista de bajas. Los planes de ese soplapollas me abruman.