El enviado (71 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—Por toda la gloria del mundo. ¡Es precioso! No puedo creerlo. ¡Eres tú!

—Así me tendrás siempre cerca.

—Es maravilloso. Tienes manos prodigiosas, Äriel.

—Ahora tu espada es realmente especial.

—Ahora mi espada vale tanto que ni a los mismos Dioses permitiría mirarla siquiera.

La obra queda cuando el artista se va...

Claudia le vio marcharse. Lo estaba esperando, como tantas otras noches. El misterio, la tremenda curiosidad no había muerto desde entonces y casi por rebeldía se había propuesto no cejar hasta descubrir dónde marchaba Allwënn en las noches. Qué hacía una vez perdido, solo y lejos de las miradas. La ocasión parecía la más indicada. Además, un creciente insomnio, tal vez producto de sus mismas inquietudes y nervios, no la había dejado conciliar el sueño en toda la noche. Le había visto entablar conversación con el silencioso Ishmant quien le relevaría en la tarea de la vigilancia, justo antes de perderse entre las múltiples sombras en las que se cubría y vestía el bosque. Ishmant no permanecía quieto durante las guardias. Gustaba de andar y moverse al par que vigilaba las tinieblas. Caminaba de un lado hacia otro, sin orden o pauta establecida con tanta suavidad que apenas levantaba polvo. Ella tuvo la entereza, pese a consumirse en nervios, de aguardar a tenerlo de espaldas para escabullirse entre las mismas sombras que habían protegido la huida del mestizo.

Esta vez trató de apresurarse. Pronto creyó vislumbrarlo en la distancia como una mancha difusa pero al par inconfundible. Así anduvo tras de él durante muchos metros pero luego, como si la misma tierra que pisara lo engullese, desapareció. La inseguridad y el desconcierto volvieron, rememorando, además, viejas y malas experiencias pasadas. No podía pasarle otra vez.

El primer impulso fue detenerse y agacharse, para evitar ser vista. Pensó que tal vez el elfo había vuelto a delatarla y pretendía darle un nuevo escarmiento. Avanzó en tan molesta e incómoda posición a través de los árboles y las piedras durante un tramo. Nadie aparecía, sólo los sonidos naturales del bosque llamaban en un código secreto imposible de traducir. De nuevo el oscuro follaje empezaba a cobrar un respeto que no inspiraba a la potente luz de los soles. Como si la verdadera naturaleza del bosque durmiese durante el día y abriera sus ojos con las estrellas mostrándose tal cual es, hostil y maligna. Avanzaba, intentando por todos los medios no caer en la huida y refrenar su miedo. Pero luchar contra toda una legión de troncos nudosos, de ramas deformes, de perfiles que se dibujan inciertos o sonidos extraños, era demasiada gesta para tan indecisa guerrera.

A punto casi de abandonar y dejarse ir, correr a ciegas, otra vez aguardando poder hallar el camino de regreso, sus ojos tropezaron con un claro entre la maleza que antes no habían divisado. Y allí se encontraba él, con su larga y hermosa melena mecida por el viento, con sus gestos elegantes y gráciles movimientos. Allí se encontraba, tan absorto en sí mismo que no se percató de la presencia, escondida y furtiva de la joven. Ella quedó hechizada al instante, pero tan aliviada de haber hallado lo que creyó imposible, que apenas tuvo tiempo de ser consciente de lo que estaba pasando. Poco a poco, al tiempo que la fascinación alejaba su espesa niebla de los sentidos, Claudia comenzó a percatarse con asombro de que la espesa melena se agitaba aún sin viento. Que la elegancia de sus movimientos no era ordinaria. Se movía con una coordinación exquisita, en sutiles vaivenes acompasados y cadenciosos.

¡Estaba bailando! Allwënn bailaba y lo hacía con tanta delicadeza que casi compungía el corazón. No eran extravagantes movimientos de difíciles posturas y amanerados compases. No, como un vals sublime y noble con una invisible pareja. Una danza que acaso, observada al detalle, pareciese incompleta y mutilada pues estuviese pensada para dos y no en solitario.

Claudia quedó sin palabras, como hipnotizada con los pasos de ese baile etéreo y lírico, y con su enigmático ejecutor. Sí. Sus pies, como notas invisibles, apenas rozaban la tierra. Su pelo, su brillante cascada de ébano se mecía sobre su espalda como un velo largo y sedoso sobre la espalda de una novia. ¡Cielos! En aquellos instantes la joven olvidó como de un soplo los momentos rudos, las palabras hirientes y todo el mal humor que le exasperaba. Sólo veía aquel ser, cargado de tormentos, danzar a solas en la noche como un ángel rescatado de un sueño y supo que pocas veces más podrían sus iris contemplar tanta belleza en estado puro.

—Sí, está bailando —susurró una voz templada a su espalda. Claudia, sobresaltada tornó la vista atrás rompiendo el endiablado hechizo del que era presa. Allí contempló la silueta de un hombre que no tardó en reconocer. Era Ishmant. Claudia le miró a los ojos y en el extraño brillo que encontró en ellos presintió que quizá allí estaban las respuestas a todos sus interrogantes.

—Gharin me dijo que Allwënn venía a encontrarse aquí con... con una mujer. La misma que tiene tallada en el mango de su espada —comentó la joven ocultando la pregunta que anidaba en su interior.

—Y así es... —respondió Ishmant.

—Pero esa mujer es su esposa ¿Verdad? Äriel. Y ella... Gharin me ha contado...

—Murió. Hace años. Yo no lo he negado.

—¿Pero entonces?

—Ahí está, con él. Mírala si tus ojos son capaces de ver lo invisible o tu corazón es capaz de reemplazar a los ojos. No hay duda de que lo acompaña, aunque ni tú, ni él, ni nadie puedan verla—. Ishmant se aproximó hasta quedarse a la altura de la joven y junto a ella disfrutó también del espectáculo de la danza—. Pero está ahí y la verás si tus ojos dejan de engañarte. Una creencia elfa dice que muchas almas se reúnen con los dioses en pareja. Si lazos muy fuertes les ataron en vida y un trágico destino les separó, quizá ese alma decida no emprender aún el camino que le lleve hasta el ÄrilVällah, el Jardín de los Dioses. Cuentan que esperan, esperan hasta el fin de los días junto a su pareja, a la que acompañan en silencio y velan en sueños. Así, hasta que el inexorable destino les reúna de nuevo en el jardín de sus creencias. O en otras vidas. Allwënn conoce bien esa leyenda. Éste es su tributo. Así se encuentra con ella y le hace saber que él también la espera. Aguardando al celo y al silencio de las noches para bailar con ella bajo la inextinguible luz de las estrellas. Allwënn. El de sangre venenosa, el guerrero suicida. Él busca a diario una muerte que le esquiva solo para regresar con ella. Lo que no sabe, ni es el momento de que lo sepa es que ella está mucho más cerca de lo que imagina. Y ni siquiera necesita morir para encontrarse de nuevo con ella.

Claudia quedó clavada ante ese último comentario.

Quizá fuese el delirio, quizá la propia magia de la noche. No podría explicarse con palabras. Nunca supo si fue producto de una mente saturada o una visión real. Pero la joven, al par que el guerrero hablaba, en un momento fugaz, en un destello, como cuando se enturbian los ojos y al aclararlos desaparece... creyó ver, así me lo juró, cómo descalza, envuelta en gasas, agarrada de su mano y su cintura... bailaba una mujer.

XII
NUBES DE TORMENTA

«Hay veces que el mejor camino

es aquel que parece interminable»

 

Viejo Proverbio Aramitta

El cielo se había encapotado, como si una manta gris ceniza envolviese al mundo.

Un viento húmedo, portador de oscuros presagios comenzaba a arreciar cada vez con más fuerza, cobrando energía conforme el día empezaba a ganar en horas. Aquel mismo aspecto, algo más atenuado, brindó la mañana al grupo de los elfos mientras proseguían su lento y espectacular paso por entre las húmedas laderas del gran macizo. Casi parecía distar años desde las soleadas tardes que habían amenizado el frío pasear por las profundas cañadas y afilados picos del Belgarar, aunque tan sólo les separasen apenas un puñado de horas. Las habituales nieblas matutinas velaban las arboledas con las que el enorme macizo vestía sus pies. Se resistían a dispersarse formando un brumoso escenario, convirtiendo los primeros pasos de la compañía en un ceniciento deambular por los límites más abruptos de las montañas.

Aquella alborada, el bosque había amanecido con mucha más cantidad de rocío de lo que venía siendo habitual. Quizá no más que una pequeña e imperceptible llovizna, lo suficiente como para, al tornarse escarcha, ablandar el suelo que machacaban los cascos herrados de los animales y perlar las hojas y ramas con miles de pequeños cristales de agua. El Belgarar parecía superado. Atrás quedaban las quebradas lanzas de piedra teñidas del blanco ártico con el que la perpetua alfombra de nieve tapizaba las cumbres. También quedaban atrás las pequeñas corrientes de agua que caían de aquí y de allá por entre las altas rocas desde cumbres inaccesibles y que formaban pequeñas lagunas en el camino. Para los humanos resultaba fascinante encontrar estos pequeños o grandes saltos de agua en el camino. Apearse de la montura para recoger el cristalino caudal entre sus manos aunque después se tornaran de un color rojo intenso y se les hincharan tras el afilado tacto del agua. A veces daba la sensación de que el preciado líquido surgía de la misma y estéril roca.

Se superaron también los tortuosos senderos por entre aquellos bosques penachados de blanco. En ocasiones, aquellos caminos ofrecían el milagro al doblar un recodo y mostraban ante los fascinados ojos de aquellos jinetes, los sobrecogedores paisajes que se extendían en los valles interiores y más allá del gran titán por cuyas faldas transitaban. Aquellas cumbres fueron algo más que un paseo duro cubierto de escenarios nevados. Significaron una tregua entre lo pasado y lo que habría de venir.

Las bajas temperaturas y la rudeza del terreno eran sobradamente compensadas ante la majestuosidad de cuanto les rodeaba. En aquel paraje agreste todo tenía una segunda lectura mucho más lírica y fascinante. Todas sus criaturas e incluso sus peligros se tornaban de un matiz cuanto menos particular. Había magia en aquellos paisajes. Realmente uno creía sentirse invencible cuando posaba los ojos desde aquellas altas cumbres que hacían pequeño el mundo que se desplegaba a sus pies.

Aún así, en ningún momento, aquellos elfos habían internado al grupo por los rincones profundos y ocultos de aquel monstruo de piedra. Se habían limitado a bordear tímidamente sus murallas a razón de alejarse de los caminos más transitados bajo él y evitar así un encuentro desafortunado ya fuese con tropas de Kallah o con otros habitantes y peligros más hostiles del Belgarar. Que no aparecieron... hasta aquella mañana.

El grupo detuvo los animales ante la voz de aviso de Gharin, que por una vez montaba a la cabeza. Pronto las botas pisaron el humedecido barro y los jinetes se acercaron al hermoso semielfo que escudriñaba con misterio el cercano horizonte. Gharin señaló a lontananza, hacia los llanos que se extendían una vez abandonadas las colas del Belgarar. Aseguraba haber divisado varias figuras aproximándose hasta el imponente macizo a gran velocidad. Allwënn entornó sus pupilas y enseguida corroboró aquellas palabras.

—Son jinetes, no hay duda. Se acercan a galope desde el valle —aseguró el rubio mestizo mientras dejaba a su amigo comprobarlo por sí mismo. Realmente la visión de los elfos resultaba prodigiosa pues ya se antojaba todo un reto para nuestros ojos distinguir un punto borroso y difuso en la distancia.

—Yo diría que son cuatro —manifestó Allwënn con cierta duda, encontrando dificultades para pronunciarse con mayor rotundidad—. ¿Qué dices tú, mi rubio amigo? Son tus ojos los diestros, no los míos.

—Seis, quizá más si cabalgan en fila —aseguró poco después Gharin. El grupo de humanos se miró asombrado y casi con una sonrisa de complicidad ante el prodigio. Ishmant, de semblante serio y pensativo, se puso lentamente a la altura de los dos elfos.

—Están demasiado lejos aún para poder distinguir ninguna marca en sus ropas, pero no cargan ninguna armadura, al menos no metálica, de eso estoy seguro. Cabalgan con los soles al frente. Eso les haría destellar el metal si lo llevaran. Creo que son largas capas lo que me parece verles flotando tras ellos —confirmó el elfo.

—Capas... —repitió Ishmant con cierto misterio mientras se acariciaba el mentón sobre el embozo y vaho se escapaba al compás de su respiración. Alexis sintió cómo un repentino escalofrío quebraba su espalda al escucharle repetir aquella palabra. Allwënn volvió entonces la vista al grupo. La situación no daba aún motivos de preocupación pero el rostro más generalizado era serio y expectante.

—Bueno, jinetes aparentemente desarmados que galopan hacia aquí como si llegasen tarde a su propio funeral —recapituló con cierta ironía—. Después de aquellos Trolls resultan lo más emocionante que nos ha ocurrido en varias semanas. ¿Tienes idea de quiénes pueden ser? No parecen patrullas del Culto—. Pero la pregunta quedó sin respuesta.

—Si queremos saber algo más sobre ellos debemos aguardar a que se encuentren más cerca —concluyó Gharin levantándose del suelo y sacudiendo las partículas de piedra y arena que habían quedado adheridas en las palmas de sus manos—. Lo cual, al ritmo que fuerzan los caballos, me temo que no tardará en suceder.

El grupo esperó al borde de un pequeño desnivel protegidos por la espesura del bosque. Ya no había nieve encontrándose tan próximos al llano pero las nubes habían mantenido las temperaturas de las cimas altas. Así que quienes no estaban lo suficientemente abrigados se frotaban las manos sin dejar de moverse o trataban de calentarse con el aliento. La pareja de elfos se había sentado al borde mismo del terraplén cuidando, no obstante, no quedar demasiado expuestos a ojos indiscretos.

Allwënn aprovechó el interludio para sacar de sus alforjas una pipa larga y estrecha de hueso con la que encender algo de tabaco de ‘Hylbar que guardaba en una pequeña bolsita en su petate. Ya habían tenido ocasión de comprobar a lo largo del trayecto que al recio semielfo le gustaba saborear de cuando en cuando el intenso aroma así como el rugoso y amargo sabor de aquella hierba enana.

—¿Qué crees que pueden ser, Allwënn? —Le preguntó Gharin, encontrándose incapaz de reconocer a los forasteros que prácticamente habían llegado a los pies de la ladera por la que ellos bajaban. Allwënn los observaba con detenimiento, en silencio, con un matiz de intriga nadando en sus ojos verdes. Mientras, aspiraba el humo denso y oloroso de su pipa y vaciaba luego sus pulmones con un gesto distante y noble. El resto, dispersos en la tierra, esperaba una respuesta que acaso tardaba en aparecer.

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