Empecé a retroceder, arrastrándome sobre la tierra. Fue en esos momentos cuando mis pupilas se encontraron con las casas y estructuras del pueblo.
¡¡Orcos!
Había orcos, cientos, miles, creí ver. Parecían haber aparecido de pronto entre las pequeñas y deterioradas estructuras de la aldea. Era tan solo un puñado disperso aunque mis ojos los multiplicasen y sin duda habían permanecido allí, sin moverse desde el principio sólo que yo los descubría ahora.
Aquello resultó la gota de vino que hizo rebosar mi copa. Nervioso, perdí el apoyo y la arena que sujetaba mis manos cedió. La ley de la gravedad cumplió su parte y mi cuerpo acabó desplomándose por el desnivel. No puedo precisar cuantas vueltas di antes de acabar tendido sobre la húmeda y revuelta tierra de cultivo. Me parecieron miles, como si no fuese a detenerme nunca. Pero lo hice. Dolorido más que turbado abrí los ojos.
Mi cuerpo se estremeció entonces al contemplarle a tan escasos centímetros de mí. Era uno de ellos, uno de esos campesinos. Probablemente el mismo al que hacía unos instantes espiaba desde mi posición elevada, antes de derramarme como un vaso de leche fría. Estaba justo ante mí y al observarlo tendido desde el suelo semejaba ser un gigante. Puedo jurar que eso no fue lo que me provocó aquél ahogado grito de angustia. Tampoco fue contemplarle impávido alzar su azada, con la que hería la tierra, sobre mi inofensiva cabeza como si quisiera partirla en dos igual que a un melón maduro. Ni siquiera, cuando al cerrar los ojos esperando el fatal desenlace, aguardé el terrible impacto que abriera mi cráneo y me proporcionase una sangrienta muerte. Algo arrastró bruscamente mi cuerpo fuera del peligro.
No. Abrí los ojos de súbito, casi desencajados y me hallé ante un rostro de elfo, en su mitad desfigurado, que ante mi terror, aplastó su enguantada mano sobre mi boca impidiendo a mi garganta continuar gritando.
—Por el amor de la Gran Dama, muchacho, ¡Silencio! ¡¡Calla de una vez!! o tendremos aquí a toda la guarnición de la aldea—. A pesar de su presa mi boca no cesaba de producir sonidos de alarma y mi cuerpo seguía agitándose, acompañando a mis brazos que apuntaban al impasible labrador que continuaba con su tarea como si yo y mi afortunado salvador no estuviésemos allí. Entonces entendí que aquella extraña criatura jamás había tenido intención de atacarme. Era sólo que yo me había interpuesto entre su azadón y la tierra que labraba.
Su rostro era una mueca informe a pesar de no faltarle una pieza. Inexpresivo, como el de un muerto. Sus ojos carecían de pupilas e iris. Un orbe blanco y espectral ocupaba la cansina cuenca de aquella figura que aparentemente correspondía a un varón de edad avanzada. El tono de la piel se azulaba y oscurecía por zonas. Había perdido totalmente el tono rosado de antaño. Además de ciego, parecía totalmente sordo pues no se había alterado con nuestra presencia, como si el exterior no le mandase el menor impulso.
—¡Tranquilo, tranquilo de una vez! Jyaëromm, por todos los Patriarcas del gentil Elio, cálmate! —me instaba el jefe elfo con dureza aunque mis pupilas seguían fijas en los orbes vacíos del trabajador y sus movimientos de autómata. Aún así, acabé por olvidarme de lo que me alteraba en cuanto Ariom comenzó a reprocharme con dureza mi actitud.
—¡¡Maldita sea!! —me dijo furioso aunque tratando de no levantar la voz y mirando de cuando en cuando en todas direcciones en rápidas miradas—. ¿Sabes lo que acabas de hacer? ¿Tienes idea, acaso, del peligro en el que te has puesto, nos has puesto a todos, has puesto a toda la población de los bosques? ¡¡Por los Patriarcas!! Veinte años escondiéndonos para que un mocoso revele nuestra identidad por saciar su curiosidad. Eres un estúpido, un estúpido egoísta e insensato. Y yo no lo soy menos por haberte permitido acompañarnos. Jamás pensé que serías capaz de esto. Jyaëromm me has decepcionado, me has decepcionado mucho. ¡A ver cómo salimos ahora de este lío!
—Lo… lo siento mucho Akkôlom. No… no pude resistir la tentación —supliqué, aún con la mirada congelada una vez que Akkôlom decidió liberar mi lengua de su angustiosa prisión—. Es cómo… como si me sintiese atraído poderosamente hasta aquí. Cómo si no pudiese controlar mi voluntad.
—Tenías que verlo con tus ojos. ¿No es cierto? No podías dar fe a lo que te contaron. Todos lo humanos sois iguales ¿Qué puedo reprocharte a ti? —comentó en su lugar con cierto aire resignado. Entonces le miré...
—No… no son humanos. ¿Verdad? —El marcado elfo me mantuvo la mirada unos instantes y luego él también se detuvo unos momentos para contemplar al espeluznante labriego.
—No, claro que no lo son. No al menos ahora.
—Entonces... ¿qué...
—Son sus carcasas. Sus cuerpos animados —comenzó a decir mientras se alzaba y a mí consigo—. Ninguna forma de vida, ningún hálito anida estos cuerpos. No corre sangre por sus venas. Sus entrañas están pútridas como las del cadáver que son. Son sólo eso: cuerpos animados por magia oscura. Esclavos sin cerebro ni sentimientos. Sólo pilas de hueso y carne que trabajan—. El elfo se puso a su lado sin que el atareado campesino diera muestras de percibirlo. Yo, en pie, le observaba asombrado y sin dar crédito a cuanto veía.
—No ven nada. No sienten nada en absoluto. No tienen percepciones del exterior —añadió pasando sus manos ante sus ojos sin iris sin que el labrador se inmutase—. Tampoco sienten dolor o frío. Podrías darles un fuerte puñetazo... —anunció antes de estrellar su puño cerrado con violencia ante el desnudo rostro del infortunado. Yo me sobresalté al no esperar aquella reacción. Aquél cayó de bruces al suelo soltando de súbito la azada—. Podrías patearles, golpearles sin piedad —Akkôlom, aparentemente sin motivo ilustró con furiosas patadas todas y cada una de sus palabras, golpeando el inofensivo e indefenso cuerpo del labrador con un ensañamiento encarnizado—. Puedes lanzar sobre ellos una lluvia de golpes, machacarlos, destrozarlos—. El cuerpo retorcido como un guiñapo se encogía en una dantesca imitación de sufrimiento ante los golpes que el elfo le propinaba. Sin embargo, el rostro del infortunado no demostraba dolor alguno. De repente el lancero detuvo su paliza —...que volverán a levantarse y continuar con su labor como si nada hubiese ocurrido—. Efectivamente, tal y como el elfo había predicho, nada más dejar de ser abatido, el hombre se incorporó, agarró su azada perdida y continuó su tarea. Quedé boquiabierto. Akkôlom se acercó a mí sacudiéndose el polvo de las manos. Yo aún contemplaba estupefacto lo ocurrido.
—¿Qui... quién les ha hecho esto? —pregunté en cuanto la lucidez abrió un diminuto hueco en mi conciencia.
—La magia negra de Kallah les convirtió en lo que son. Esto es lo que los malditos sicarios de la Señora han hecho con tu gente. Los que no fueron muertos en el acto, ejecutados o masacrados durante los combates fueron despojados de sus almas y convertidos en sus esclavos sin voluntad. En esto, si la suerte y la bondad de los dioses están contigo, es en lo que acabarías tú y todos los humanos que habitan en los bosques si quienes pueblan esta maldita aldea nos descubren por tu maldita estupidez.
—¿Pero para qué? —continué aún sorprendido.
—Demasiado claro, hijo. Por alguna siniestra voluntad quisieron erradicar a los humanos Pero sus campos debían seguir cultivándose, sus vacas y ganado siendo ordeñadas. El ejército debe ser alimentado y bien alimentado. Arrasar los campos, el saqueo, es una manera de sentenciar a muerte a los suyos también. Ésta es la manera más eficaz y rápida de mantener las producciones. También la más cruel y humillante. No supimos que estaban haciendo esto hasta mucho después de la guerra cuando les vimos aparecer en estos campos. Luego tuvimos noticias del exterior que apuntaban a que este trato había sido generalizado en otras partes del orbe. Algunos reconocen aquí a amigos, familiares, esposas, hermanos... ¿Entiendes?
Hice el ademán de volver a preguntar pero el veterano elfo silenció mis palabras con su mano enguantada sobre mi boca.
—Silencio —dijo—. He oído algo. Alguien se acerca—. Acto seguido nos echamos contra la pared de arena que formaba el límite de la tierra con el desnivel. Allí, en silencio, con la espalda pegada al muro terrizo, el elfo continuó expectante y desnudó su acero.
Un cuerpo cayó de repente desde uno de los ángulos muertos sorprendiéndonos a ambos. Se trataba de un cuerpo de mujer, de piernas largas y desnudas, considerable estatura y armada con lanza. La conocíamos.
—Así que nada tenía que salir mal ¿No es así? —Fueron sus primeras e irritadas palabras—. Debería arrancarle las orejas a este crío.
—No hay tiempo para eso, Forja. Ya recibirá su castigo más tarde —dijo Akkôlom—. Debemos movernos rápidamente, antes de que el cargamento y su escolta se pongan en camino.
—Llegamos tarde para eso —dijo la joven—. El envío ha partido. No tardarán en descubrirnos si nos quedamos por aquí.
—No podemos subir por este tramo —sentenció el elfo mirando la pendiente por la que había caído y el trecho de bosque que sobre ella se extendía.
—¿Qué vamos hacer entonces? —pregunté algo nervioso.
—Correr.
Y corrimos...
Salimos como almas que persigue el diablo a través de las parcelas de tierra apartando a sus mecánicos campesinos en internándonos entre las altas espigas de grano de aquellas que ya estaban sembradas. La idea era alcanzar el otro extremo del bosque lejos del alcance de los ojos de quienes custodiaban la caravana. Poco a poco nos fuimos dando cuenta que la zona más segura comenzaba a aproximarse peligrosamente a las primeras construcciones de la aldea. De pronto, en mitad de la frenética huida, el cuerpo de Akkôlom me obligó a caer sobre los surcos labrados de la tierra y aquel mar amarillento de espigas altas nos engulló por entero.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó la joven.
—No podemos retroceder —dijo el elfo— o pondremos en peligro al resto del grupo.
—He dejado al mando a Trayis. Espero que ocho arcos sean suficientes y nada continúe complicándose —afirmó la joven mestiza dirigiéndome al fin de sus palabras una gélida mirada. Yo me sentí responsable y tremendamente abatido.
—Internarnos en la aldea es toda una locura, así que solo nos queda aguardar aquí.
—¿Aguardar aquí? —exclamé—. ¿A qué?
—A la noche —indicó el elfo con desgana.
—Pero si apenas ha amanecido...
—Temo que va a ser un día muy largo.
Con resignación me acomodé en el suelo y me tendí boca arriba...
Allí, oculto entre las espigas de cereal, sin poder moverse o hablar, el tiempo se dilata como si hubiéramos de invertir toda una vida en superar aquel día. Los minutos pronto se hacen interminables horas y las horas acaso se vuelven eternas. Los miembros se cansan, cualquier postura se vuelve incomoda y la mente se desespera. Apenas aguardamos quince minutos y ya me parecía haber gastado la mitad de mi vida. Realmente la jornada se haría larga y agotadora.
Forja esperaba en silencio. Creo que había quedado dormida. Akkôlom continuaba sin perder detalle del exterior. Cuando pude ver en la azulada cúspide las dos manchas de luz que eran Yelm y el rojo Minos el calor se hacía prácticamente insoportable a esas horas de la tarde. No sé cómo fuimos capaces de aguantar hasta esas horas sin movernos de nuestro escondite. Y cómo resistimos otro buen puñado de horas sufriendo cada surco y cada piedra en el terreno hasta que los Dioses, probablemente hastiados como nosotros con el monótono espectáculo, decidieron regalarnos una tregua encapotando los cielos.
—Forja, Forja. Despierta. Jyaër, arriba. Pronto saldremos de aquí.
—¿Qué, cómo? ¿Qué ocurre? —La única manera de soportar el cansino tránsito del tiempo parecía ser dormitando.
—Pronto podremos marcharnos —anunció señalando el cielo cada vez más agrisado y turbio—. Esas nubes traen agua en abundancia. Tenemos suerte, después de todo. Aprovecharemos el aguacero para escabullirnos al otro lado de la aldea y entrar en los bosques que la circundan desde ese lado—. Sin embargo, todo aquel rodeo me pareció un poco absurdo.
—¿Por qué no regresamos sencillamente por el mismo lugar por el que vinimos? —les comenté sin malicia, pero ambos me ensartaron con una mirada en la que había reverdecido su enfado.
—Por que desde que decidiste jugar a los exploradores todo ha dejado de ser sencillo, mocoso —me recriminó la mestiza con gesto agrio.
—No voy a arriesgarme a que nos vean marchar en esa dirección. No pondré en riesgo ni los refugios en las cuevas ni, por supuesto, el campamento de Belgarar —aseguraba con tono contundente el marcado lancero—. Iremos en la dirección contraria. Avanzaremos lo suficiente y buscaremos un largo camino de retorno que sea lo suficientemente seguro.
Forja me miró de soslayo mientras echaba su capucha sobre su cabeza.
—Muchas gracias por el paseo, Jyaër —fue lo último que me dijo y se volvió hacia Akkôlom que también se echaba la capucha para ocultar sus delatores rasgos. Yo les imité cubriendo también mi rostro.
La lluvia no se hizo esperar.
Aguardamos con entereza a que las primeras gotas se trasformasen en la cortina de agua que Akkôlom esperaba. Después de un rato, la lluvia se había embravecido lo suficiente como para despejar la zona de orcos inquisidores y decidimos con recelo abandonar nuestro escondite entre las espigas para salir a terreno más abierto.
Todo marchaba razonablemente bien hasta que nos alertaron unos ladridos de perro demasiado cercanos como para que pudiésemos pasarlos desapercibidos. Aquellas tres figuras cubiertas y empapadas en las que nos habíamos convertido nos congelamos en nuestros sitios. Los ladridos eran de más de un animal y no distaban ni una veintena de metros de nosotros a nuestra espalda. Pronto supimos que no se trataba sólo de perros. Una voz cascada y gutural reclamó nuestra atención. Una voz que sólo podía pertenecer a un orco. Las casas de la aldea quedaban aún demasiado cerca y todavía a la vista. Muy despacio Akkôlom fue el primero en volverse.
Eran cinco. Sólo uno de ellos montaba un caballo. Otro aguantaba las correas de tres fieros mastines de guerra que no paraban de ladrarnos. Los demás iban a pie.
—¡Maldita suerte! Una ronda de regreso—. Advertí que en el tono de Forja se presentía el miedo. Acaso por instinto, la muchacha deslizó su mano a la empuñadura de su espada pero el gesto no pasó inadvertido para el lancero.
—Ni lo intentes —le susurró, esbozando una sonrisa disimulada destinada a aquellos guardias—. Son demasiados y estamos aún muy cerca de la aldea. Sígueme el juego.