—¡¡Qué tal si le cortamos las orejas a estos elfos!! —continuó el orco, a lo que el resto de los allí agrupados celebró con alegría. Forja se movía como si no pudiera soportar ni una mano más sobre sus cabellos. Akkôlom parecía más nervioso por mi impertinente goblin que por las amenazas del orco hacia él—. Después las colgaré de mi cuello como trofeo. Orejas de elfo —y el resto volvió a irrumpir en carcajadas.
La sangre se me heló en las venas y admiré la templanza de Akkôlom, capaz de no mostrar sentimiento alguno después de oír aquello. Lo cierto es que la noticia me aterró tanto que dejé de prestarle atención a mi molesto adversario, tiempo que no se tomó en vano, ya que aprovechó para despojarme de la caperuza y dejar mis rasgos al descubierto. Casi pude ver cómo las pupilas del lancero se dilataban como una mujer que alumbra, al percatarse de la situación. Mi cuello se tornó hacia delante y descubrí que aquella escuálida criatura me miraba con un gesto de sorpresa y rabia en sus horribles rasgos mientras señalaba mi rostro con su puñal.
—¡Buu’sh’o. Kaiity, Kaiity! —se oyó decir—. ¡Humano, humano! —Fue lo que entendieron mis oídos.
Por primera vez escuché en vivo un sonido que con el tiempo mis oídos acabarían por hallarlo habitual, pero en aquellos inquietantes momentos sólo sirvió para helarme la sangre en las venas: el chirriante eco de los aceros rasgando sus fundas de cuero, saliendo en tropel de las vainas, despertando al olor de la contienda y la sangre que en ella habría de derramarse. No tuve tiempo de apreciar mucho más. Antes de poderme dar cuenta, unas poderosas manos atrapaban mis ropas y me arrancaban como si fuese cartón del lugar que ocupaba. Me sentí balancear en el aire. Cegado por la conmoción, frenético por la adrenalina contenida. Sin pensar con frialdad, intenté zafarme de mi presa golpeando y pataleando, con tan oportuna gracia que una de mis embestidas alcanzó a mi delator catapultándolo detrás de la barra.
Sin aguardar un instante, uno de los orcos más corpulentos me había prendido. Akkôlom apenas tuvo tiempo de desnudar el hierro mientras hacía un rápido cálculo de sus posibilidades. Alzó la mano, mostrando su palma abierta. Apenas si fueron segundos. Un leve brillo en su pecho pasó desapercibido a tantos ojos en mitad de aquél tumulto. El orco miró la mano. Ya digo, apenas si fueron segundos...
Los ojos amarillos de la bestia estallaron en sus cuencas. La corpulenta criatura bramó de dolor y la presa calló al suelo mientas trataba de frenar con ambas manos el caudal de sangre que se vertía ahora desde su cara. De repente noté cómo caía y mi cuerpo impactó en el suelo donde sólo quedó en mi recuerdo una fugaz visión de piernas, botas y trozos de metal. Apenas me había orientado cuando al bramido de un orco siguió el aullido sofocado de otro y un baño de líquido caliente se derramó sobre mí. Luego supe que otro acero aliado había encontrado carne enemiga donde ensartarse. Una mano volvió a arrastrarme, pero esta vez hacia el bando correcto.
—¡¡Aprisa; levántate!! —Escuché la apremiante orden de una voz amiga aunque tan aturdido me hallaba y tan alterado, que me cuesta reconocer si fue el viejo elfo o la joven guerrera. Lo cierto es que quien fuese de los dos también me empujaba, a medida que corría conmigo a través de la deteriorada estancia mientras el clamor de los orcos se nos echaba encima como la gigantesca ola de un maremoto. De súbito volví a encontrarme solo. Mis compañeros se giraron para embestir y acometer a la muralla verde de músculos. Allí vi a Akkôlom, cuya espada, lejos de centellear como el metal pulido se envolvía en una llama suave a la que los orcos parecían temer y recelar. Mientras, la joven Forja trataba de evitar los poderosos y salvajes lances enemigos.
—La ventana, Jyaër —escuché y eso bastó. No me había percatado de la ventana que había justo a un metro de mí, cerrada a cal y canto. Agarré una gruesa banqueta de madera y la estrellé contra los frágiles cristales que evitaban la huida—. ¡¡Corre. Sal!!
Nada más poner una mano sobre los marcos, un hacha voló hasta empotrarse hendiendo la madera en profundidad a solo unos pocos centímetros de donde mi cabeza cruzaría el vano. El sobresalto me sentó en el suelo como de un empujón y casi me cortó el aliento.
—¡¡Vamos!! —sentí, más que oí. Había perdido un tanto la noción del tiempo. La joven me levantaba ahora con fuerza. Las manos, el rostro de la singular mestiza estaban cubiertos de sangre. Era sangre roja y no tuve tiempo de saber si pertenecía a ella o a sus víctimas. Me encaramé hasta el quicio, crucé el maltrecho ventanuco y casi me desplomo contra la banqueta que yo mismo lancé que yacía ahora al otro lado. Mis manos resbalaron en el barro. La disputa alertaba a algunos orcos y otros empezaban a salir de la taberna llamando a voces. Casi no puedo precisar cuál era el motor que movía mis acciones. La razón no, sin duda. El valor, tampoco. No sé qué era, pero me hizo salir disparado pese a que los cristales del suelo rasgaran las palmas de mis manos y las rodillas.
Sin rumbo alguno y sólo a merced de mis piernas salí corriendo entre la lluvia y la oscuridad sabiendo a ciencia cierta que yo, principalmente era el objeto codiciado tras el que sin duda correrían.
Corrí, corrí, corrí. No sé hacia dónde, ni durante cuanto tiempo. Cuántos adversarios me encontré y dejé atrás en la huida, por cuantas calles y cuántas estructuras a medio caer sorteé. Sólo puedo decir que corría como pocas veces se corre en esta vida y que aún podría haber estado corriendo, si no fuese porque mi torpeza me hizo tropezar y desplomarme en una dolorosa embestida contra el fluido cieno.
Akkôlom y Forja atravesaron la misma ventana tan solo segundos más tarde, pero acaso fueron suficientes para ignorar mi destino. Sin tiempo para buscarme, se perdieron a la carrera por otro sentido y así fue como nos separamos.
Aprisa, me escondí en el primer lugar en el que dispuse, sin detenerme a reconocer si el escondite sería o no el más indicado. Se trataba de una cabaña grande, de madera. Oscura y muy deteriorada. Quizá unos establos ruinosos... sólo sé que las sombras me procurarían el celo necesario y el reposo a un cuerpo que resollaba sin aliento y sangraba más de lo acostumbrado. Fuera no escuché nada salvo la furia del agua contra las maderas y no sabía si interpretar eso como una buena o como una mala noticia. De pronto me percaté de un sonido que sin duda pertenecía a las inmediaciones de mi escondite. Un crujir leve de maderos y un sonido sordo contra el piso de arena. Me puse nervioso y comencé a buscar el origen. ¿Habría otra entrada? Me dije. Pero, al caso, mi lógica me advertía que los orcos no hubiesen sido tan sigilosos.
—Quizá no tenga nada que ver —trataba de tranquilizarme.
Momentos antes me había parecido escuchar el eco de unos pasos amortiguados entre los maderos carcomidos del tejado. Aunque no podía estar ni mucho menos seguro ya que comenzaba a robarme la atención un creciente murmullo de orcos en las cercanías. Entonces pude apreciar entre las sombras lejanas un par de puntos brillantes, semejantes a los ojos brillantes de un gato que acechan en el silencio de las sombras. Y de eso pensé que se trataba. Quizá él fuera el causante de esos sonidos. Sin embargo, pese a encontrarme cada vez más preocupado por los crecientes sonidos del exterior, algo me atrapó de esos ojos. No, no eran los ojos de un elfo. Aunque parecidos uno sabe distinguirlos tan solo con haber apreciado de cerca uno de cada especie. Eran ojos de animal. En aquel momento no tuve dudas. No podía ni tan siquiera sospechar la silueta, aunque oscura, del poseedor de los brillantes orbes azulados y mi temor es que lo que creí en un primer momento quieto y estable se movía. Se aproximaba con una decisión imparable. Lenta pero inexorable hacia un objetivo muy claro: yo. Y crecían, haciéndose mayores, conforme se acercaban, aumentando así el tamaño de quién me miraba a través de ellos. Asustado, pero sin atreverme a salir de allí comencé a retirarme con precaución ignorando que caminaba de espaldas a la abertura que me vio entrar. Poco a poco me fui echando hacia atrás con más convicción, la misma que esos ojos ponían en acercarse a mí. Y salí de la protección del recinto. Y ellos también afloraron, dejándome ver sus formas reales.
Mis rodillas no aguantaron la visión.
Se plegaron y me dejaron sentado, clavando mis ojos en aquellos ojos grises...
Pertenecían a un gato. Ese brillo, esa suavidad, esa limpieza al caminar solo podía ser la de un felino. Pero tal vez no se trataba del tipo de felino al que uno gusta plantarle cara.
Salió de las sombras y su pelaje blanco como la nieve no ocultaba unos músculos poderosos, un cuerpo pesado y corpulento que nada restaba a la gracia con la que se movía. Avanzaba una pata frente a otra sin levantar siquiera una mota tras ellas. Sus ojos seguían mirándome sin perder un solo detalle, sin dejarme un segundo de tregua, como miran los ojos de un felino, los ojos de un cazador. Como mira quien depreda a quien está a punto de ser depredado. Y sentí, ante las heladas pupilas de aquél hermoso tigre blanco, ser una pobre e indefensa gacela abatida y a punto de ser muerta.
Por uno de los extremos de la calle aparecieron orcos. No parecieron descubrir al felino, que con prudencia, caminó hacia atrás dejando sólo que parte de su rostro siguiera recibiendo la difusa y menguante luz exterior. A esas alturas yo ya me había derrotado. Sin mostrar resistencia alguna me abandoné a la suerte.
Se aproximaron hacia mí aunque no sé cuántos, pues mi visión se había nublado hacía tiempo. Decían algo, pero acaso tampoco les entendí pues mis oídos también se habían cerrado tras la conmoción. Lo único que aún me parecía sentir era la fuerte presencia de los ojos del animal, escudriñando desde su escondite. La poderosa energía de su mirada. Deseé que saltara y diera buena cuenta de mis captores y nos procurara a todos un rápido final. Pero fue la robusta mano de un orco la que me levantó del suelo como un muñeco de trapo.
No supe que había vuelto a caer hasta que escuché sonidos de pelea a mí alrededor. Entonces obligué a mis pupilas para que hicieran el esfuerzo de volver a enfocarse para descubrir a la mayor criatura sostenida por dos piernas que jamás había contemplado. Ignoro de dónde o cuándo había aparecido aquél personaje para el que emplear el término grande resultaba una bufonada. Cubría su rostro una capucha que continuaba en el raído vuelo de una gruesa capa hacia atrás. Una camisa fina de color blanco, con la que yo hubiese podido hacerme una manta, cubría un torso inabarcable de cuyo amplio escote surgía una mata de pelo castaño tan abundante y espesa que al principio lo atribuí a una barba de larga longitud y que luego supe se trataba del vello en su pecho.
Cubría sus manos con guantes de cuero. Sus interminables y recias piernas las vestía con las telas rudas y gruesas de un pantalón de color terrizo, más claro que el oscuro tono en la capa. Unas botas de cuero negro llegaban y rebasaban las rodillas. Había tanto cuero en ellas capaz de vestirme por entero. La vaina de la mayor cimitarra que hubiera contemplado jamás se balanceaba desde su cinto escondiéndose entre los pliegues de la capa y un escudo de metal en forma de estrella que aferraba a la inversa
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mediante abrazaderas de cuero. Sus manos desnudas le bastaron al principio, que caían como losas de piedra. Agarró a los orcos son la misma facilidad con que ellos lo hicieron conmigo y los estrelló contra la pared de madera haciéndola añicos. Golpeó a los tres o cuatro orcos, no sé cuantos fueron, con las puntas de estrella de tan inusual escudo clavándolo en sus cuerpos como espadas de grueso calibre. Lo cierto es que ninguno de ellos logró sobrevivirle mucho tiempo.
Al volverse hacia mí el embozo había caído hacia atrás revelando una espesa cabellera anaranjada que descansaba sobre sus hombros. Una cabellera muy leonina al tacto y la vista, al color y apariencia. ¿Cómo podría haber imaginado yo, sólo momentos antes? Al frente, el anaranjado cabello se unía al abultado pelaje del pecho creando una espesa corona que ocultaba el cuello.
—Pretendes escapar ¿no es cierto? —y su voz sonó solemne, como la voz de los dioses. Sin embargo, quedé sin saber reaccionar, no sólo por la solemnidad de su cavernosa voz.
Su cabeza, su rostro...
No era el rostro de un humano a pesar de que su cuerpo, aún en su desmesurada altura, no lo hubiese hecho dudar. Tenía pupilas brillantes y rasgadas como el tigre. Hocico y dientes afilados, unos gruesos bigotes...
Y una melena de rey...
Una melena digna de un soberano que bajo el mentón se prolongaba en una curiosa perilla. El rostro de aquella criatura no era humano, aunque la chispa en sus ojos y su aura le advertían más inteligente aún que los nuestros. Su cabeza era la de un león. Idéntica, si variar un ápice. Con su misma gallardía, con su misma presencia. Con la misma majestad que la del rey de los animales.
—¿Quieres salir de aquí? Tigre te ayudará —dijo. Yo apenas le había comprendido y le contesté una incoherente afirmación.
—Móntale —me apremió.
Fue en aquel instante cuando me percaté de que el inmaculado animal se hallaba a mi lado, contemplándome como si gozara del privilegio de la inteligencia, directamente a los ojos. No pude evitar fundirme con esa mirada y supe entonces que esos ojos jamás me habían mirado con hostilidad. Que fui yo quien los miraba con miedo. Acaricié tembloroso su lomo, que tenía un tacto suave. Entonces, juraría, que el propio animal me invitaba con su mirada a montarlo. Parecía decir: «vamos, no tengas miedo, sube a mi lomo y agarra fuerte mi cuello. Yo te sacaré de aquí».
Eso fue exactamente lo que hice. Cuando me sentí preparado, no antes, el animal inició una carrera. Sobre su lomo, abatido y descargado mi miedo, me encontré tan confiado y seguro que sin poder controlarlo mis ojos se cerraron, mis oídos se apagaron y mi mundo dejó de existir en aquél entonces.
Cuando desperté ya no me encontraba en la pequeña aldea...
«El hombre que no ha amado con pasión
ignora la mitad más bella de la vida».
Stendhal.
Era noche entre las montañas...
Noche salpicada de grandes siluetas, de aires de las cumbres pero idéntica y oscura noche, después de todo. El paisaje nocturno sobre las cabezas de quienes se resistían al sueño se cubría con un manto cuajado de estrellas. Aquella noche, ausente de luna, brillaban con singular profusión y se apilaban unas a otras en un número incontable. Los ojos negros de Claudia habían estado mirando esas mismas estrellas. Algunos dormían. Alex parecía no haber podido evitar sucumbir a su abrazo. Ishmant se diría que había quedado dormido sentado a los pies de un árbol cercano. Al menos sus ojos estaban cerrados pero de aquel singular personaje nadie podía asegurar nada. Gharin, durante su guardia, había permanecido largo tiempo conversando con ella pero ahora lo hacía con Allwënn, quien habría de relevarle, a unos metros de distancia.