—¡Puede verlos!
—¿Pesadillas? Tranquilízate. Todo está en calma—. Gharin se arrodilló junto a Alex que se había incorporado y temblaba a causa de un mal sueño. El joven parpadeaba con rapidez y su respiración continuaba alterada.
—Sus... sus ojos. He visto... he visto... unos ojos. Eran... terribles y...
—Cálmate. Sólo ha sido un sueño —susurraba el semielfo tratando de tranquilizarle—. Todos duermen y Allwënn montará guardia ahora.
Alex se percató de que las palabras del elfo eran ciertas. Claudia y Odín dormían, al igual que Ishmant y creyó divisar la brumosa figura de alguien a quien supuso Allwënn entre las sombras palpitantes de la hoguera. Gharin se preparaba también para dormir las pocas horas que aún restaban antes del primer amanecer. Se despojaba de todo aquello que le incomodase y preparaba el fajo de mantas que habrían de abrigarle.
—Ya te he dicho que todo está bien —le repitió al tiempo que dejaba al alcance de su mano la espada y el arco justo antes de echarse al suelo.
Alex se sintió un poco más aliviado, aunque todavía algo intranquilo acabó por reclinarse de nuevo e intentar dormir. A pesar de todo, la imagen de esos ojos persistió durante mucho tiempo y el sueño se resistió a acudir.
Allwënn vio como su amigo le indicaba con un gesto que todo estaba en orden y cómo, pronto, tanto él como el alterado humano volvían a cerrar los ojos y quedar en silencio. Extrajo del fuego un poco de caldo y recogiendo del suelo sus armas, prefirió alejarse del círculo de luz que imprimía la hoguera para iniciar la guardia. El cielo estaba claro y plagado de estrellas. Invitaba a la melancolía...
—¿Qué son las estrellas, Allwënn? —Una voz femenina. Una voz dulce y templada. Inequívocamente mujer.
Una voz.
Aquella voz.
Su voz.
Podría reconocerla entre millares. Una voz que ya no tenía cuerpo. Una voz apagada... una vez le hizo aquella pregunta.
En aquellos días Allwënn contemplaba con ella el mismo espectáculo celeste que hoy se cernía sobre su cabeza. Eso le hizo rememorar.
Volviéndose recostado sobre la tupida manta de hierba, Allwënn contempló a la bellísima elfa cuya cabeza acunaba sobre sus hombros.
—¿A mí me lo preguntas? ¿Tú, la Virgen Dorai de Hergos, una Jinete del Viento? Si no lo sabes tú, ¿Crées que un bastardo sanguinario como yo pude darte esa respuesta?
Äriel se recostó nuevamente sobre el mullido brazo del mestizo. Lentamente, como si tratase de hacerlo sin que nadie se percatase, introdujo suavemente los dedos sobre los pliegues de la camisa para acariciarle el pecho desnudo.
—Dicen que las estrellas son los deseos sin cumplir de las personas. Que cuando alguien sueña con el corazón y desea, allá arriba, se enciende una luz. Que vuelve a apagarse cuando, en ésta u otra vida, el deseo se cumple. Todas esas luces son entonces deseos de personas que aún no se han hecho realidad. Ilusiones y esperanzas que brillan con la luz de su propia pasión y empeño —confesó la hermosa elfa tornando la vista para mirarle. Allwënn siempre había tenido facilidad para perderse en esos ojos misteriosos y exóticos—. Me gustaría saber qué te contaron a ti.
Allwënn suspiró al recordar la fuente de sus pensamientos...
—Mi padre me dijo que para los Tuhsêkii son almas. Grandes guerreros, hombres de honor, reyes del pasado que nos observan desde el Salón de los Héroes y que en vida demostraron ser dignos de un lugar junto a Mostal Creador. Sólo los más bravos y valerosos merecen tal distinción y por eso todos los Tuhsêkii buscan algún día poder iluminar el firmamento con sus almas ¿Qué crees tú, Äriel? ¿Sueños o héroes?
Ella se incorporó hasta sentarse y quedó mirando al apuesto elfo mientras la cascada de hebras negras se derramaba desde sus sienes hasta el suelo, confundiéndose con la espesa melena azabache del mestizo. Le ensartó con sus inusuales iris violáceos.
Y le dijo...
—Creo que tu alma brilla más que muchas estrellas en el firmamento, Allwënn de Tuh’ Aasâk y Sannshary. Creo que guardas grandes dones que te llevarán a ganar por derecho un lugar en ese salón de los reyes que tu pueblo cree que nos ilumina en las noches. Quizá de todas, cuando ascienda, tu alma sea la más luminosa y brillante. Sé que un día alguien mirará las estrellas y repetirá tu nombre. Y envidiará el mío. El de la mujer que quiso estar a tu lado. Pero, por si acaso, por si la historia de los Tuhsêkii no es cierta… yo ya he pedido mi deseo.
¡Qué dulces son los recuerdos a veces!
Dormía. Acurrucada con placer entre los poderosos brazos del guerrero, entre sus miembros fuertes e hinchados por la carga de la espada y la dureza de las batallas saldadas con victorias. Dormía. Con ese encanto vago y lánguido con el que parecen descansar los durmientes. Con esa blandura suave y etérea. Con esa calma inocente, plácida. Dormía arropada por ese cuerpo magullado y marchito. Tan robusto y experto, como marcado por años de justas y filos de acero.
Dormía mientras él la velaba...
Su pecho se mecía en un compás rítmico, acunado por una suave melodía que sólo ella parecía escuchar en sus profundos sueños. Respiraba y resultaba tan bello contemplarla respirar…
Sus ojos, velados por la cortina de sus pestañas, yacían ahora en letargo profundo, visitando otras tierras y otros mundos que solamente se pisan en sueños. La mano callosa de Allwënn mecía las hebras oscurísimas de su cabello. Aquel negro caudal nocturno, tan sólo abierto en la herida por la que asomaban las afiladas puntas de sus orejas. Aquella mano endurecida, verdugo habitual de hombres y bestias, descarga brutal que manchaba de carne, sangre y vísceras la dentada hoja de su espada. No podía tornarse más cálida y suave que cuando la acariciaba. Casi parecía imposible imaginar que la misma mano ejecutora, pudiera matar y al tiempo ser tan dulce.
Era hermosa, sin duda.
Vyr’Arym’Äriel.
Tenía los cabellos negros y largos como contemplar el Gran Azur
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durante una noche sin luna. Brillaban como si entre sus oscuras y finísimas hebras destellase una luz propia y oculta. Su piel era pálida, con un leve matiz dorado, un bronceado particular y extraño, mucho más hermoso al contemplarlo que al escucharlo descrito. Sus rasgos eran profundamente Nesttor, quizá los más adulados de entre los elfos. Sus ojos de almendra se perfilaban una brizna más oblicuos pero su orbe era claro y brillante. Su pupila, negra como los abismos insondables en las profundidades de la tierra. Y sus iris, el anillo de color que envolvía aquel infinito punto recibía el color violáceo de los atardeceres púrpura del Uldma
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. Esas caídas de Minos en el horizonte que revisten cielo y nubes de claros tonos lila, rosados pálidos, violetas apagados, vivaces y púrpuras. Ella, tenía todos estos tonos, quizá, dependiendo de la osadía con la que la luz de los astros rozase su cara. Muy intensos en la oscuridad o cuando se apasionaba. Acuoso y líquido... brillante en la noche.
Era hermosa, nadie pudo jamás estar en desacuerdo con ello. Frágil de aspecto, como de fino cristal de Alvälla, pequeña y tierna, como una adolescente. Con la pasión de un león herido, disimulada en las entrañas y fuerte como una montaña. Pero a ojos del mundo y para Allwënn, tierna y frágil como una niña.
No era su hermosura, los Dioses lo saben y quienes le conocieron también. Allwënn tenía demasiados motivos para amarla por encima de la muerte, demasiado intrincados e íntimos como para que la palabra pudiera desvelarlos en su profundidad y quienes escuchasen, entenderlos tal y como habrían de ser entendidos. Lo siento, poco podré hacer yo en este respecto, pero si alguien se ha enamorado alguna vez, si sabe lo que es necesitar a la otra persona más que la sangre que baña las venas. Si alguien entiende el milagro de saber que sólo en el otro se halla uno mismo en plenitud, que solamente su voz pacifique los demonios que dormitan en la cabeza; que sólo en ella los abismos sólo son fisuras... entenderán por qué Allwënn la amaba tanto y en tanto extremo. Sólo con ella el guerrero envainaba la espada y se desprendía de la pesada coraza. Sólo en sus brazos se arropaba el niño que vivía dentro del asesino y dormía con su misma y tranquila inocencia. Sólo sus ojos y su pecho entendían los más oscuros rincones de su alma y su pensamiento, antes incluso de surgir de sus labios. Sólo, sólo con ella, las tareas estaban concluidas antes siquiera de iniciarlas. ¿No les basta lo dicho? Allwënn la amaba porque en el oscuro y tortuoso sendero de su vida, ella era la única luz que alumbraba hasta los últimos metros del camino. Un camino gris cuajado de espinas.
—¡¡Äriel!! ¡¡Äriel!! ¡No puedo verte! ¡No puedo verte! ¡¡Äriel!!
La atmósfera es densa por el humo y las nieblas.
Todo arde con el fuego abrasador que lo consume y reduce a cenizas. Únicamente cuerpos en la espectral noche, que salen de las sombras y sonidos de aceros. Los gritos quiebran el silencio. Gritos de horror y pánico de desconocidas e invisibles gargantas, aullidos de dolor. También voces broncas y salvajes, mezcladas todas en la densa amalgama de sombras. Y calor, mucho calor...
Todo era rojo, rojo, rojo.
Las lenguas de fuego, como murallas ardientes levantándose, igual que olas de un mar enfurecido.
Rojo, el vapor que desprendían, cuajado de ascuas ardientes y diminutos rescoldos que el viento levantaba y transportaba en su simiente. Como si el propio aire pudiera prenderse y arder.
Roja, también, la sangre. Sangre que derramaban los cuerpos que él segaba y cortaba en su colérico y ciego avance. Sangre que derramaban sus víctimas como si hubiera de abrirse paso por entre un bosque de cuerpos. Sangre que manaba en olas. En caudales. Sangre de muchas otras víctimas, no muertas por su mano y que bañaba el suelo donde sus pies chapoteaban. Sangre en los muros de piedra. Sangre envainando los aceros de las armas. Sangre en los corazones y sangre también en las miradas.
Dolor, furia...
Mucho dolor pero mucha más furia aún...
—¡¡Ärieeeeeel!! —La garganta se destrozaba como si las entrañas vomitaran caudales de afiladas piedras. El suelo retumbó en la noche terrible como si un dragón se aproximara castigando la tierra a cada paso de sus garras gigantes.
Esa figura. Jamás podría olvidarla, esa figura.
Gigantesca, apenas podía abarcarse completa con la mirada. Parecía surgida del mismo infierno. Es más, el propio infierno parecía haber volcado sobre la tierra sus ríos de lava y sus inmundas criaturas para sembrar el horror y el desastre entre los vivos. Caminaba sobre dos piernas. Dos piernas como troncos de roble milenario y era robusto como una montaña. Algún ser demoníaco pues pocos hay así en este mundo. Bastaba su simple presencia para infundir el escalofrío e inspirar un miedo sobrehumano en los cuerpos. Bastaba su sola mirada para sentir cómo empalaban sus ojos. Jamás olvidaría aquella criatura. Algo demasiado espantoso de comprender bajo los parámetros del entendimiento. A su paso todo eran gritos de dolor y llantos. Muerte, que se iba apagando y difuminando conforme se alejaba.
Le llamaban El Némesis...
—¡¡Atrás, atrás!! ¡No la toquéis, osad hacerlo y juro que volveré de las entrañas mismas de la tierra para arrancaros los ojos con mis propias manos! Por la sangre Fäaruk que corre por mis venas. Os haré comer vuestras propias manos, si la tocáis. Os desmembraré pieza a pieza. Regresaré del último rincón del Pozo solo para oír vuestros últimos lamentos. Os mataré a todos. Y a vuestros hijos. Y a los hijos de vuestros hijos. Beberé vuestra sangre, me vestiré con vuestras pieles. Tocadla y no habrá palabra para describir vuestra agonía.
No sirvió de nada. Toda mi furia...
Toda mi fuerza.
Toda mi rabia.
Nada...
La venganza puede ser un plato dulce...
El dolor lo brinda el motivo por el que se busca venganza...
—Aaaaarrrrrrrggggg
Sangre, sangre...
La Äriel regresa con su dentado filo manchado de sangre pero esta vez no es sangre enemiga. ¡¡Por los Dioses que habitan el Pozo!! ¡Su sangre! Casi trae aún el acero escarlata escurriéndose en su hoja su último suspiro.
¡¡Ärieeeeeel!! ¿Qué habéis hecho? ¡¡¿Qué habéis hecho?!!
Mi propia espada...
La punta muerde mi carne. Jamás pensé probar ese beso...
Las fauces penetran hondo, se clavan rabiosas...
Sus dientes de acero...
Mi propia espada...
Su sangre... mi sangre... se mezclan...
Mi propia espada...
Quema...
Aaahhh!!
Duele...
Aaaaaaahhh!!
El beso de la Äriel es amargo...
Rasga, destroza, desgarra...
Aaaaarrrrrgggghhh!!
Atraviesa...
...Silencio
Qué dulces son los recuerdos si aquellos son gratos...
Pero si son ingratos, qué amargos saben y cuánto escuecen recordarlos...
La respiración se había entrecortado en sus labios y aquellas lágrimas verdes se escurrían desde sus brillantes iris bañando las mejillas. Resultaban estos momentos los únicos en los que el quebrantado elfo podía dar rienda suelta a su pena sin los límites que él mismo se imponía. Aquí y ahora. En las oscuras y silenciosas vaguedades de la madrugada no tenía que enmascarar su dolor con la fiereza enana que navegaba en su sangre.
El cielo continuaba repleto de estrellas...
El odioso astro lunar aún sin aparecer. Bienaventurados, entonces...
Miró luego su fabulosa espada, desnuda y clavada en la tierra. Por un instante la contempló solemne. La espada que le vio crecer. Nacer como hombre. La espada con la que la quiso defender y que al final la privó de ella.
Admiró sus formas sinuosas como un cuerpo de mujer y a la vez poderosas y fuertes como la mirada de un rey desde su trono. Vio el grueso del acero y la portentosa labra de su hoja. La misma hoja que una vez le arrancó la vida...
Sus ojos recorrieron la superficie marcada por su desaparecido nombre grabado en sus carnes metálicas y el dragón robado de su cuerpo...
...Y la vio de nuevo dormida en el mango...
—¿Qué haces?
—Voy a labrarle un mango a tu espada.
—El mango de mi espada está bien.
Un artista deja parte de su alma en cada obra. Algo de él se desprende y queda adherido al material que trabaja y da forma. Algo de sus sentimientos, de su carácter. Lo que ama u odia, lo que sueña y desea. Lo que es o lo que habrá de ser. Su alma. Aquello que nace dentro y es inmortal.