El enviado (86 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Tampoco Odín esperó y arremetió un nuevo lance hundiendo la desmesurada hoja del hacha que desapareció en el pecho del monstruo. Aquél se estremeció de pies a cabeza ahogando un estertor y el hacha que levantaba con fiereza cayó de sus manos golpeando el suelo junto al joven. En un último aliento, aferró la hoja ensartada en su cuerpo mientras miraba al chico con la muerte rondando sus pupilas. Caminó un par de pasos hacia atrás y se desplomó en el suelo.

Odín volvió a quedar perplejo. Trataba de reorganizar ideas, sentimientos y emociones... pero pronto recordó a Allwënn. Se levantó con esfuerzo y mucho sufrimiento pues sus heridas eran serias. El brazo le dolía como si las estacas que lo perforasen aún estuvieran alojadas en su carne y la pierna apenas si podía apoyarla. Lo peor es que perdía sangre con una afluencia peligrosa y se sentía flaquear por momentos. Casi arrastrándose llegó junto al cuerpo de Allwënn. Aún respiraba. Se sintió aliviado. Respiraba con extrema dificultad pero lo hacía y sangraba. Sangraba por nariz y boca. Su pecho hundido resultaba un charco de sangre. No obstante, lo encontró mucho mejor de lo que esperaría hallar a alguien que hubiese recibido tan tremendo golpe.

Lejos de poder ayudarlo, se desplomó junto a él. Allwënn tenía los ojos abiertos y parpadeaba. Miró al corpulento batería y sus labios de plegaron en una mueca de sonrisa. Aún así, resultaba tan extraordinario verle sonreír que el joven no pudo evitar contagiarse.

—Buen golpe —le susurró débilmente—. Yo estaría orgulloso. Ahora también lucirás una estupenda cicatriz en el muslo.... si sales de ésta.

—No hable, Allwënn —le aconsejó el chico—. Reserve las fuerzas.

La esperanza se disipaba por instantes, a la par de sus fuerzas. A través de la muralla de fuego podían verse los ojos brillantes de las ratas esperando su oportunidad y se escuchaban sus voces agudas y sus gritos horribles. Allwënn movió su cabeza para mirar hacia arriba. El pilar se perdía a los lejos y nada vio del resto de sus compañeros.

—¡¡Arrojad la maldita cuerda!! —bramó. A Odín le sorprendió que aún habitasen en aquel moribundo cuerpo fuerzas suficientes para arrojar una voz tan potente.

Casi como si hubiesen obedecido la orden, el extremo de la soga se despeñó desde las alturas y golpeó como un látigo enfurecido a su lado.

—Vamos, chico —dijo ahora y su voz pareció más firme, menos fatigada—. Las fuerzas te responderán a ti más que a mí. Ayúdame a incorporarme y ata a nuestro alrededor el extremo de la cuerda. Odín se apremió, mas no quizá por el consejo de Allwënn sino porque su instinto le decía que la magia que aún mantenía vivas las llamas en torno a ellos estaba próxima a morir. Sus brazos doloridos pero todavía robustos levantaron su cuerpo del suelo y también el cuerpo de Allwënn, mucho más pesado de lo que cabría esperar para alguien de su tamaño.

La cuerda se abrazaba a sus cinturas justo cuando el hechizo se disipó y las llamas se extinguieron. El furor de quienes lo aguardaban no se hizo esperar.

—Tira de la cuerda —apremió el mestizó que se dobló de dolor cuando los invisibles brazos de sus amigos tiraron de ellos y la soga le apretó contra el cuerpo endurecido del músico. Los cuerpos comenzaron a izarse con dificultad al tiempo que sus enemigos entraban a la carrera. La primera de las ratas trató de alcanzarles con su espada pero ya estaban demasiado altos. Odín miró a Allwënn. Había una sonrisa malsana en sus labios. Bajo ellos, las ratas chillaban enloquecidas de frustración.

Todo aquello apenas parecía un mal sueño cuando, desde aquellas colinas divisaran los

valles y Diezcañadas al fondo. Aún hubieron de sortear alguna que otra dificultad cuando llegaron a las cubiertas del templo. Ninguno de los dos podía moverse por sí mismo. Carente de toda lógica, las fuerzas que se escapaban de Odín por sus heridas abiertas parecían desbordarse sobre el mestizo. Aquel culminó la ascensión con mejor aspecto que como la inició.

Los caballos de Gharin, Allwënn e Ishmant escaparon a las hachas de los ogros y resultaron suficientes y el trayecto corto como para portear a los heridos del grupo, siendo montados en parejas. Salieron de aquella funesta ciudad y durante las numerosas paradas a las que las heridas recibidas obligaron a hacer, casi no se hablaba de otra cosa que de la elogiable actuación de Odín. Los dramáticos sucesos se vestían ahora, transformados en anécdotas en risas y bravuconadas, quizá como única vía para purgar el sufrimiento acumulado.

Odín estaba fascinado. Había visto las heridas de Allwënn y mientras su pierna y su hombro apenas le permitían moverse, el joven, al cabo de dos o tres horas se comportaba como de costumbre y nada ni nadie dirían al verle que había sido víctima de heridas mortales. La recuperación del mestizo resultaba a todas luces, increíble. Como producto de un milagro, pues sobre él no se aplicaron siquiera los cuidados mágicos que dispensaron al resto. Todos los muchachos parecieron darse cuenta de lo portentoso de aquel hecho pero parecía que Gharin e Ishmant apenas le dieran importancia. Nadie quiso hacer mención alguna.

Sin duda, lo acontecido dentro de aquel templo hirió el alma de todos los chicos y hubo un inocente antes y un dramático después tras aquellos hechos. Las heridas que abrieron los sucesos de aquel corto y accidentado viaje rezumarían en las miradas. Todos ellos, cada cual a su manera se vieron asaltados por los profundos cambios que vivieron durante esas duras jornadas. Aquellas penas sólo se vieron mitigadas en parte por la esperanza renacida en la promesa de creer que allí, en aquella aldea que llamaban Diezcañadas comenzaría a gestarse el principio del fin.

 

A pesar de que la aldea se encontraba a un golpe de vista la noche acabó por sorprender al grupo aún en el empedrado camino que unía las aldeas del valle. A medida que los fatigados corceles se aproximaban a las luces de la aldea, en el grupo de músicos crecía la expectación. Comenzaban a hacerse preguntas que si bien habían ido siendo formuladas en los días pasados, ninguna había obtenido respuesta.

Entre las sombras de la noche, Diezcañadas parecía una pequeña población de casas bajas, envueltas en la pacífica quietud de la madrugada. Con un orden caótico y alineadas al camino empedrado, las viviendas se disponían en grupos dispersos. Eran como notas discordantes de una melodía que en su fondo las sincronizaba y encadenaba con el orden y el ritmo necesarios.

Poco pudieron apreciar aquellos ojos torpes en la noche de la arquitectura curiosa del lugar que pisaban. Apenas nada más que los haces de luces pulsantes que surgían de redondos ventanales y que dejaban ver parte del paramento bajo y rústico de los muros y algo del trabajo curioso y artesano de las contraventanas.

Enseguida, guiados por la rienda de Ishmant alcanzaron a divisar un edificio que sobresalía de las siluetas sombrías y achaparradas del resto de las construcciones. Parecía una casa recia de dos plantas con unas pequeñas caballerizas en un lado. Ishmant hizo una señal al grupo y los caballos se detuvieron aún a una veintena de metros del edificio.

—La persona que podría ayudarnos debe encontrarse ahí. Me acercaré. Aguardad aquí un instante—. Diciendo eso desmontó y se aproximó hasta el porche del edificio. El grupo esperó paciente y observó cómo Ishmant golpeaba varias veces con sus nudillos la puerta de madera. Pronto se encendió una luz revelando ocupantes en su interior. Instantes después una figura abrió la puerta con un candil.

Fue una figura pequeña. Probablemente un niño de unos ocho o diez años que entablaba una pequeña conversación con el guerrero que por esta vez había prescindido del embozo. Los jóvenes se percataron de que Ishmant señalaba un par de veces al grupo con su brazo y que el muchacho entornaba la vista y alzaba el candil con la clara intención de atisbar un tanto mejor en la oscuridad. Pronto el chico volvió adentro e Ishmant hizo señales para que el grupo avanzara.

—Estamos de suerte —anunció el misterioso humano nada más llegar el grupo. Apenas si acababan de desmontar cuando el crío apareció otra vez, acompañado por una jovencita aproximadamente de su edad pero sin ninguna luz.

—Fabba os abrirá los establos para que podáis dejar los caballos —dijo y su voz sonó como la de un mancebo cuyo timbre aún no ha acabado de agravarse. Sin nada más que añadir la chica salió fuera y con un entusiasmado «
seguidme»
condujo a un par de ellos hacia el edificio anexo.

—Traigo un herido —confesó Ishmant entonces—. Necesita cuidados y cama. Aunque a todos nosotros nos vendría bien un baño caliente, cena abundante y una cama con las sábanas limpias.

La puerta se cerró detrás de ellos y un vaho acogedor invadió los corazones. La idea de cenar caliente y dormir blando se había alojado de tal manera en los ánimos que por un momento olvidaron que allí dentro habría de estar la persona que podría traerlos de vuelta a casa.

XIV
EL GUARDIAN DEL CONOCIMIENTO

«No existe final absoluto...

La conclusión de un ciclo encierra en él un inicio.

El final solo es un ángulo distinto

con el que entender un nuevo principio»

 

ENSEÑANZA CLERIANNA

Se llamaba Rexor. Su secreto. Al fin. Rexor...

Había un olor húmedo en el ambiente...

El aire se envolvía con un velo acuoso, con una claridad que podía aspirarse como la fragancia de las flores. Soplaba un viento fresco que transportaba las esencias con las que se perfuma el bosque. Se escuchaba el lamento crepitante de maderos atormentados en la hoguera. Su infortunio despedía un abanico intenso de fragancias. Muchas de ellas provenían del hervir de un guiso contenido en la abultada panza de barro de una cazuela. El apetitoso gorgotear del caldo en relajado ebullir se traducía ante mi desfallecido estómago en un impaciente rugido de aviso.

Supongo que eso fue lo que me hizo despertar.

Doy por seguro que aquellos deliciosos vapores consiguieron rasgar el velo invisible que separa la vigilia del sueño. Sin embargo, creo que abrí los ojos por otro motivo.

Le escuché olfatear a mi lado. Supongo que quizá en un principio no supe dar identidad a aquel sonido rítmico y silbante que se movía de un lado a otro en las cercanías. Tampoco, abotargado como estaba de mi largo y pesado sueño, identifiqué ese húmedo cosquillear cerca de mi piel. Casi con los párpados recién desplegados, volví la mirada hacia el lugar del que parecía provenir el sonido apenas a unos centímetros de mí. Lo que iba a descubrir a esa misma inquietante distancia me arrancó del sueño de un certero golpe.

Al principio sólo acerté a identificar la silueta inconfundible de un animal enorme... Era un felino, aquel felino alto y corpulento, de pelaje albino. Tan blanco que parecía destellar con luz propia. Tan inmaculadas líneas sólo se quebraban en su lomo y patas por unas marcas agudas, unas líneas oscuras y profundas como las huellas imborrables de una espalda ensangrentada por el beso ácido del látigo. La seña distintiva del tigre, príncipe de los depredadores.

Se llamaba Tigre. Un nombre singular para una bestia de tan inusual belleza. Un apelativo simple, sencillo, muy poco original, pero sin duda pocos habría más acertados. En su momento me dirían…

«¿Con qué derecho llamarle de otro modo? Él tiene su propio nombre, un nombre que desconocemos y, en cualquier caso, nos sería imposible pronunciar ¿Por qué tendríamos que llamarlo por otro? Tigre es lo que es y por Tigre te responderá»

Dejó de olisquear, tal vez alertado por mi sobresalto. Quedó quieto, cercenándome con su mirada albina. Por un instante pensé que saltaría sobre mi somnoliento cuerpo para despedazarme sin esfuerzo. Casi acabo desmayándome cuando el robusto animal abrió sus fauces como espadas mostrándome sin reserva las lanzas de marfil que anidaban en su boca. Mi pecho palpitó como si la vida me fuese en ello. Aunque, lo que quise interpretar como un signo de amenaza pronto se transformó, para mi alivio, en un sonado y sonoro bostezo, tan indolente como contagioso. Para luego, estirarse cuan largo era y acabar por recostarse pesadamente, acunando su principesca corona sobre sus impresionantes zarpas.

—Es manso como un gato grande —me dijo una voz que reverberaba hueca y sonora, como si surgiese desde abismos insondables. Me estremeció por su robusta solidez. Obligó a volver mis pupilas su dirección.

Una figura desmesurada pasó ante mí ocultando con su excepcional talle todo vestigio de luz sobre mi rostro, como si la noche hubiese caído sin avisar a nadie. Cruzó sin detenerse. Pronto, las declinantes lanzas solares hendieron mis ojos nuevamente con su moribundo destello, cegándome, y evitando así que lograse apreciar mucho más que perfiles difusos y formas ennegrecidas. Aquel coloso se arrodilló ante el felino y posó una de sus enormes manos en el blanco lomo del animal.

—No tienes nada que temer de él. No te causará ningún daño —dijo aún ofreciéndome la espalda—. Imagino que te dio un buen susto—. El desconocido comenzó a acariciar al inmaculado predador con su mano recia vestida de cuero. Resultaba sorprendente ver cómo aquel animal de cuantioso peso y temible aspecto se colocaba mostrando su panza para facilitar la tarea y ronroneaba como un gato cualquiera...

Luego el misterioso personaje se volvió hacia mí.

Ya presentía lo que iba a ver. Aunque al principio tan sólo acertaba a distinguir su abultado cuerpo cubierto por una extensa capa y el anaranjado tinte de una espesa melena tiñendo sus hombros. Brillaba a medio lucir por entre las luces y sombras proyectadas por el atardecer. Sabía que su rostro estaba mucho más cerca del animal que del hombre a pesar de caminar erguido. Su apariencia tenía muchas más semejanzas con la de su dócil mascota que conmigo.

Un hombre con cabeza de león.

—Sé quien eres—. Aquel áspero torrente de voz me devolvió a la vida y con ella, al tiempo perdido en mis recuerdos. Parpadeé en el mundo exterior de nuevo, como en un segundo despertar. La noche hacía tiempo que revestía de impenetrable negro las formas vivas e inertes que nos rodeaban. Habían transcurrido algunas horas desde que abriera los ojos por primera vez, apenas unos minutos desde que mi mente, siempre viajera, decidiese escapar por su cuenta hacia las remotas profundidades del recuerdo, en busca de fragmentos olvidados en sus vastas planicies.

Junto a mí, yacía el cuenco que una vez contuvo una ración generosa de aquél guiso de pescado, ahora tan sólo intuido entre las sobras. No había sido, sin duda, la selecta y habilidosa mano de los elfos la que procuró el manjar. Resultó una cena algo más austera de lo acostumbrado, pero ciertamente apetecible cuando uno necesita reponer el gasto del día.

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