El enviado (51 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—¡Id con vuestras quejas a Takehasu, malditos bastardos! ¡¡Es a él a quien debéis molestar, no a mí!! —gritó el robusto anciano— ¡Esto es un recinto sagrado! ¿Quién ha dejado entrar a estos cerdos emplumados? ¡¡Quitadlos de mi presencia!!—Desde el exterior habían empezado a llegar los soldados más próximos. Grulda los miró con recelo.

La primera línea llegó a la altura de los orcos que flanqueaban al Señor de los goblins y a su pequeño séquito. Aquéllas eran bestias considerables. Los más capaces de entre los suyos, gigantescos y feroces, que como Señores de la Guerra y líderes de clan. Vestían con sus atributos y pinturas y realzaban su poder y respeto. La guardia supo enseguida que los orcos abandonarían el templo por su propia voluntad y pie, pues necesitarían algo más que acero para hacerles cambiar de consideración si persistían en quedarse.

—Sujeta tu lengua, Kaiity
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—increpó el señor de los goblins con forzado acento y una amplísima sonrisa macabra—. Ahora llamas Mhosha’
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al Siivhani... y llamas Mhosha’ al Gran Wharkam y al poderoso Grulda y al resto de los Kaabu
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que te dieron la gloria. Muy mal si insultas, porque no obedecemos a los Kaiity, aunque luchemos con ellos por ahora.

—Al infierno, rata escuálida ¿Dónde estaríais vosotros sin la revelación de nuestra Oscura Señora —les increpó con dureza el sacerdote—. Rapiñando alguna insignificante aldea de pastores para llevar algo de carne fresca a vuestras madrigueras o enzarzados en estúpidas carnicerías entre vosotros. La Señora os dio una identidad. Os dio poder y fuerza. Y nosotros un sitio en nuestra Nuevo Orden. Malditos cerdos apestosos de piel verrugosa, bestias emplumadas como reos de brea. ¡Desagradecidos! Id a gruñirles a vuestras hembras.

Whargam era un orco gigantesco, casi rozaba los dos metros de estatura superando con amplia diferencia la media de su raza. También resultaba un prodigio en cuanto a su fortaleza; un ejemplar realmente superdotado. No resultaba extraño imaginar cómo había llegado a ser Señor de la Guerra Grhurr’ entre tantísima competencia. Lo cierto es que no lo era menos a causa de su violento carácter. Con un movimiento imparable, el poderoso líder orco extendió su brazo atrapando en las tenazas de su descomunal zarpa el cuello venoso y arrugado del monje. Lo alzó en peso como si fuese de papel. La guardia enseguida blandió las armas. El anciano Cardenal pataleaba indefenso conforme su rostro comenzaba a amoratarse y a hincharse debido a la presión mientras que su garganta sólo emitía los agónicos sonidos de la asfixia.

Los soldados no se detuvieron. Con sus aceros desnudos trataron de aproximarse hasta el poderoso orco sólo que hallaron el hacha colosal de Grulda, admirado por los suyos por su extrema crueldad. El primer golpe partió en dos al adversario más osado derramando su sangre como en un manantial sobre el pulido suelo de losas negras. El segundo abatió a otro más, enviando sus restos quebrantados a varios metros de distancia. El salvaje acero, en el tercer lance brutal se ensartó en el cuerpo de otro de los temerarios guardianes. Éste aulló como un sacrificado hasta recibir una despiadada muerte. El cuarto... tan sólo fue un amago pues nadie más trató de acercarse. Los insensibles ojos de Grulda, de menor tamaño pero ciertamente de mucho más feroz aspecto, se clavaron en los refuerzos que alertados comenzaban a llegar. Ninguno tuvo el coraje suficiente como para aproximarse al verdugo orco con su gigantesca hacha rezumando abundante sangre fresca.

—Escucha, pequeña liendre —añadió el más alto y robusto de los orcos apretando con su poderosa mano el cuello enrojecido y consumido del sumo sacerdote negro que se esforzaba por hacer llegar a sus pulmones algo de aire—. Nuestras hachas escuchan la voz del Némesis que habla por boca de Morkkos y si el Némesis dice que escuchemos a los Uglaga
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, los escucharemos. Si dice que obedezcamos a los Uglaga, los obedecemos. Así que reza por que nunca diga que nos alimentemos de los Uglaga, porque ese día me daré un festín con tu pellejo. En el campo de batalla vuestra pálida cabeza no sería nada sin nuestros poderosos brazos cargando las hachas. Es nuestro hierro el que se mancha de sangre. Es nuestro hierro el que mata a tus enemigos, no lo olvides.

‘Rha tenía los ojos enrojecidos y se hinchaban como si fuesen a salirse de sus órbitas. De su rostro arrugado y constreñido por el atenazante abrazo rezumaba un odio visceral. Un esfuerzo que parecía proceder más allá incluso del daño de su presa. Entonces la maltrecha garganta balbució algo...

—Mu...ere...

Los ojos del orco crepitaron como madera en ascuas y su cabeza se convulsionó como si dentro algo hubiese estallado. El poderoso líder acaso no gozó siquiera de tiempo para aullar de dolor. Su inmensa mole de músculo se vino abajo como un castillo de naipes.

El Gran Whargam dejó caer al vetusto anciano que pronto comenzó a toser convulsivamente aunque apenas si tardó en alzar su maléfica pupila lanzando esta vez él una mirada cargada de desprecio y desafío. Incluso en los despiadados ojos de Grulda encontró la fría sombra del temor.

—¡¡Marchaos bestias!! —gritó con furia encendida y las venas del cuello al punto de quiebra—. ¡Salid de mi templo, escoria animal u os juro que los lamentaréis!

Aquellas criaturas se miraron entre sí. Su confianza se había desvanecido. Acababan de comprender por qué todo el mundo temía y evitaba al viejo. Grulda echó un vistazo a su compañero muerto. El temible Wharkam yacía en el suelo, inmóvil... unos hilos de sangre espesa empezaban a surgir de sus gruesos orificios nasales y de los oídos manchando a su paso la recargada ornamentación de su nariz y orejas. Entonces se escuchó de nuevo el batir de armaduras en la entrada al recinto. Esta vez no se trataba de los patéticos soldados rasos. Los que acababan de penetrar eran centuriones neffarai, la élite del ejército del Culto. A su frente se alzaba la impresionante figura de un coloso. El desalmado orco calibró las escasas posibilidades de éxito frente a las tropas de élite y luego bajó la mirada a su compañero caído. De las cuencas marchitas de sus ojos, de su garganta, nariz y oídos afloraban ahora volutas de un humo de fuerte olor. Luego su malevolencia tornó hacia el monje que acababa de incorporarse con dificultad. Estuvo tentado de cercenarle la cabeza de un rápido tajo, pero el vapor insano que exhalaban las entrañas del muerto le hicieron desestimar la opción. Con una mueca de frustración contenida ordenó a sus hombres retirarse. El líder Siivhani no tuvo más opción que obligar a sus esclavos seguir a los orcos.

—Decid a los Grhurr’ que elijan un caudillo más listo que éste —añadió el cardenal pateando el duro corpachón del orco exánime. Pronto la comitiva de revelados alcanzó a la formación de centuriones que aguardaba para conducirlos fuera de los muros prohibidos del santuario oscuro.

Una vez que los Señores y sus amenazas se perdieron tras el enorme portón que abría el santuario al exterior, Monseñor ‘Rha, Cardenal Oscuro del templo de la diosa lunar de Thanr-Kallahba descargó su furor con los guardias y monjes que había allí.

—¡¡Fuera de mi vista, basura inmunda, no servís para nada!! ¡No merecéis el aire que respiráis! Debería destriparos a todos. Empalaros en hierros ardientes hasta que los soles sequen vuestras entrañas. ¡¡Fuera, perros!! ¡¡Dejadme solo, antes de que recapacite y os haga decapitar con mis propias manos!! ¡¡Fuera!! —bramó con furor. Los presentes se apresuraron en abandonarle y dejar al poderoso clérigo a solas en el vasto y frío salón.

Le dolía la cabeza y le pesaban los ancianos músculos. La mitra que lucía sobre su arrugada frente caída durante la lucha. La estola bordada parecía aplastarle el pecho y sus cansinos hombros haciéndole doblar la espalda. Acabó derrumbándose sobre el recargado trono que presidía la amplia sala. Doblegó la marchita frente cargada de pesares y cerró aquellos ojos cansados, de pupilas secas, frías; crueles como la misma muerte. Por un instante se desconectó del oscuro mundo que él había ayudado a levantar.

—Parece que tenéis vuestras dificultades para mantener el orden, monseñor—. Una voz sibilante entró como el viento por las rendijas de la ventana.

—Hay quien dice que sois ya demasiado viejo para este cargo...  —era otra voz pero similar a la anterior: hueca y reverberante. Con un espeluznante sonido de ultratumba que pondría los cabellos de punta al más bravo de los hombres. El monje levantó la cabeza y divisó la gigantesca nave de pilares múltiples que se elevaban hasta muchas veces la altura de un hombre. Entre sus tenebrosos dominios, entre la oscuridad que revestía la enorme sala solo se divisaban los cuerpos destrozados de las víctimas y los arranques de los firmes pilares, levemente rozados por los débiles haces de luz que penetraban desde las aberturas en los muros.

—Nuestro informe debería rebatir ciertas opiniones... —añadió otra voz más. Al igual que las anteriores, sonó con el mismo sustrato silbante y lúgubre.

—¿Quién infiernos está ahí? —Hubo un silencio incómodo...

—Me agrada encontraros dominante y fuerte... Monseñor Rha’—. Aquel siniestro monje que había vuelto a hundir su cabeza dejó escapar el amago de una carcajada al atisbar la ironía de aquellas palabras. Había reconocido esta última voz.

—Ahora soy Cardenal, Sorom. Sal de una vez, bastardo mal nacido. Tú y la escoria que te acompañe —escupió el decrépito sacerdote a las sombras.

Hubo silencio...

Seguidamente, desde ninguna parte y desde todas surgió una risa maligna y estridente. Al rebotar sobre las mudas paredes se multiplicaba y crecía en intensidad hasta molestar en los oídos. Como si fueran decenas o cientos los que allí reían. Entonces, tras una de las muchas gigantescas columnas que sustentaban las afiladas bóvedas de piedra, la embozada figura de un cadáver se dejó ver montando en putrefacto remedo de un caballo. Pronto, de otros pilares, surgieron más de aquellos jinetes envueltos en túnicas de sangre, como si de un largo sudario se tratase que se deslizaba tras sus pasos. Frente a ellos estaba Sorom cubierto por un extraño y enorme sombrero que ocultaba su afectada melena. Se aproximó al paso de su robusto corcel diablo sin dejar de reírse seguido de su guardia espectral.

—Veo que los años os han tratado bien. Tenéis agallas. Debería llamaros… ¿Cardenal? —Preguntó con la misma ironía en su quebrada voz—. Se dice excelencia, ¿no es cierto? —se corrigió a sí mismo.

—Me disculparás si no me entusiasmo por el reencuentro —dijo el sacerdote con un regusto bilioso en sus palabras—. ¿Qué haces aquí, Sorom y quienes son tus nuevos amigos?

—¡Oh! —exclamó aquél sonriendo con malevolencia hasta detenerse—. He hecho progresos estos años.

—Ya veo —sonrió con desprecio—. Algún sepulturero te debía un favor ¿me equivoco? —La broma no gustó entre la cuadrilla espectral que cerraba filas tras de Sorom y se revolvieron inquietos y tensos en sus monturas.

—La misma lengua de serpiente —ironizó con malicia el primer jinete—. No has cambiado ‘Rha, pero mis nuevos amigos no son la basura andante que fabrica el Culto. Son los vástagos de Neffando, los Levatannis. Siento que hayas estado tan ausente de las Altas Esferas, viejo sapo. Pero los Doce han firmado una alianza con tu temido Ossrik. Pronto este lugar se llenará de ellos.

—¿Has venido a pavonearte ante mí como una vieja furcia, Sorom?

—Deberías ser más amable con tu socio, ‘Rha. Ossrik desea que volvamos a trabajar juntos.

—Antes me despellejaría vivo y me rebozaría en sal.

—Bueno... —añadió Sorom—. Eso nunca se sabe...

Claudia miró al cielo decepcionada...

Tenía la piel azulada por el frío y su cuerpo engarrotado se movía como un témpano a lomos del caballo. La mañana se había levantado nubosa. Era temprano. Minos seguramente no habría aparecido aún por entre la línea fronteriza del horizonte aunque difícilmente hubiese sido posible descubrirlo. Una capa densa de oscuras nubes grises cubría el celeste lienzo sobre las cabezas. Ni siquiera la majestad de Yelm en todo esplendor conseguía abrir una pequeña brecha entre la condensada muralla de brumas. Una brisa fría soplaba descendiendo desde las heladas cumbres de los montes por los avanzaban haciendo necesario cubrirse con las pieles que habitualmente se usaban para dormir. Sólo Gharin, en lugar de las recias envolturas, usaba una capa negra con bordados y caperuza que sin duda había conocido mejores tiempos. Allwënn parecía menos afectado por el enfriamiento del clima y decidió ceder sus abrigos a las piernas de la chica.

Hacía ya varios días que dejaron el fantasmal bosque para internarse en las escarpadas fauces del Macizo que aquellos elfos llamaban de Belgarar. Sin embargo, para la conciencia de los viajeros parecía haber transcurrido toda una década. Resultaba espectacular adentrarse entre aquellas monstruosidades de piedra coronadas por perpetuos penachos de nieve. El paisaje, aunque sin duda más frío, resultaba muy contrario al que había gobernado los últimos momentos de la travesía. Ante la ausencia de vida de aquel espeluznante bosque que afortunadamente quedaba atrás, el simple avistamiento de un pequeño zorro o de una manada de gamos desencadenaba unos momentos de júbilo y emoción.

Los recientes eventos pasados habían marcado definitivamente un duro punto de inflexión en la marcha. Mi desaparición y la de Falo resultaban un lastre tremendo para unos jóvenes aún no lograban asimilar lo que había pasado. Enfrentarse a nuestra muerte fue una penosa experiencia que hubieron de soportar apenas sin la ayuda de aquellos elfos y que supuso una grave ruptura anímica. Haber tenido una relación tan cercana y directa con la muerte les hacía ser más conscientes si cabe de la fragilidad de su propia existencia y en cuánta medida aquella dependía de sus singulares compañeros de viaje.

El desconcertante temperamento de Allwënn había servido, muy a su pesar, para forjar una imagen de desconfianza entre los humanos que comenzaban a no sentirse tan seguros junto a él como al principio. Desde el encontronazo con Alex y la pelea con Falo, el joven músico dudaba abiertamente de aquel ladrón de tan bruscos modales. Allwënn había contribuido en gran medida a dar solidez a esa imagen manteniéndose siempre distante con el grupo de extraños. Aunque últimamente Gharin andaba más preocupado del carácter de su compañero, siempre encontraba algún hueco para retirarse y compartir algunas palabras con los chicos aunque fuesen triviales. Allwënn jamás abandonaba el puesto de cabeza y rara vez entablaba conversación con los músicos si ellos no la iniciaban con él.

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