El enviado (78 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Ella poseía los gestos de una hembra seductora. El juego de color que le conferían sus crines rubias y aquel diamante en blanco ornando su frente, como una diadema tatuada, la hacían confundirse a veces con una dama coqueta que no dudara en ataviarse con galas hermosas. Él era bizarro, guerrero. Masculino ante todo, fuerza y poder. Ella era liviana, sutil y hechicera. Traviesa como una niña e indomable como una fiera. Tenía la mirada de gata y el encanto de una elfa.

A veces, al mirarlos se diría que en ellos brillaba una chispa imposible de hallar en el resto de los corceles. Además, al igual que existía en sus jinetes, parecía haber entre ambos animales una complicidad extraña. En ocasiones, al observarles con detenimiento uno podría decir que dentro de aquellos cuerpos equinos habitaban dos seres que acaso en otra vida hubiesen sido amantes.

Quizá nunca vino al caso, pero el trato que ambos elfos tenían con sus monturas resultaba fuera de todo orden conocido. Jamás se limitaron a considerar a tan curiosos corceles como sus animales de carga o simplemente los brutos que les proporcionaban el medio de transporte. La relación para con sus caballos y la de los animales con ellos resultaba casi de amigos y confidentes. Ambos mestizos solían hablar con sus corceles. He dicho hablar, conversar de hecho y no con las estúpidas frases y el tono bobalicón con el que solemos dirigirnos a nuestro animal de compañía. Hablar como con cualquier amistad. El contacto, las caricias, los gestos hacia ellos rezumaban de un cariño y dulzura extraordinaria. Existía un vínculo inexplicable, casi compañerismo. El respeto y la admiración parecían mutuos entre guerrero y caballo. Así no era raro encontrar a la yegua muy melosa rozar la cabeza como una gata juguetona cuando Gharin se entristecía o cuando cantaba. Tampoco lo era encontrarse con el poderoso Iärom golpeando con su poderosa testa las espaldas anchas de Allwënn cuando éste se irritaba.

Con estos precedentes no resultó extraño que cuando todo estuvo a punto para subir a bordo, los elfos trajesen el resto de las monturas y llamasen a las suyas. Ambos equinos aparecieron juntos y trotaron rebosantes de nobleza hasta quedar al lado de sus dueños como dóciles cachorros. Entonces, mientras les despojaban de las sillas y de los arreos que cargaban, como si hubieran de convencerles de algo, les hablaron entre susurros en un dialecto extraño que ni siquiera el conjuro que nos permitía la comunicación nos podía traducir. Eran unas palabras incomprensibles pero al oído dulces, lentas y breves, con una musicalidad armoniosa.

Alex, Claudia, Odín ya habían sido testigos otras veces de esa escena y de ese idioma sugerente y musical, pero al verles en aquella ocasión, el extraño idioma parecía cobrar por momentos significado y todos tenían la amarga sensación de estar asistiendo a una emotiva despedida.

Entonces los elfos dejaron de hablarles y salvaron con lentitud los pocos pasos que los separaban del resto del grupo. Al alcanzarlos se volvieron. Ninguno de los dos corceles apenas si se había movido. Continuaban allí, firmes como estatuas de bronce.

—¡Vamos! —exclamó Allwënn con cierta sorpresa de verles en la misma posición. Gharin se giró igualmente pero no dijo nada. Entonces Shâlïma avanzó despacio con la cabeza gacha y la mirada entornada, como una dama que viene a despedirse de su pareja antes de emprender un largo viaje. Y eso fue exactamente lo que hizo. Rozó el pecho de Gharin con su tatuada frente con una ternura inexplicable.

—Adiós Shâlïma, adiós. Adiós pequeña —dijo Gharin en un susurro apenas audible al tiempo que pasaba su mano por el recio pelaje tostado de su cabeza.

—Adiós Shâlïma —le dijo también Allwënn con voz queda. Shâlïma regresó con los otros, que como animales que eran, andaban quietos, ajenos a cuanto sucedía con sus orejas caídas y sus cuellos torvos. La llegada de la yegua pareció un revulsivo para ellos que se agitaron como soldados ante la llegada del general. Aunque quien parecía un verdadero general era el corcel blanco, aún inmóvil. Miraba a su dueño a los ojos como en un sofisticado duelo de miradas. Permanecía recio, con su cuello tan erguido que parecía fuera a quebrársele. Entonces comenzó a caminar tranquilo sin variar su porte estirado y gallardo hasta que estuvo a sólo un palmo de Allwënn. Apenas hubo llegado hasta él emitió un bronco relincho y acabó alzándose sobre sus cuartos traseros, quedando la prodigiosa musculatura de la que gozaba el animal, expuesta y manifiesta. Los ojos del caballo estaban fijos en el mestizo como clavos en la piedra. Sus pezuñas herradas se sostenían peligrosamente sobre la indefensa cabeza del semielfo, como un puño amenazador que en cualquier momento pudiese caer sobre las sienes. El resto, quizá por reflejo se echaron hacia atrás. Iärom, aún en equilibrio, comenzó a agitar su hermosa testa sacudiendo sus extensas crines de nieve. Parecía increíble pensar que aquella solemne exhibición de fuerza partiese de un animal.

—Lo sé —le dijo con firmeza Allwënn quien hasta entonces no había movido un músculo ante aquella demostración—. Te admiro, eres poderoso. Tu padre estaría orgulloso de ti como yo lo estoy—. Entonces Iärom se detuvo aunque tardó unos instantes en regresar al suelo como un gigante que manifiesta su poder y luego se regocijase en ello. Sus cuartos tocaron de nuevo la hierba pero su mirada continuaba altiva.

—Haz lo que te he pedido, te lo ruego. Estaré bien, de verdad—. Por fin, como activado por un invisible resorte el noble corcel agachó la cabeza y se dejó acariciar las extensas crines—. Adiós Iärom. Confío en ti.

—Adiós Iärom —apostilló Gharin cuando el animal tornó su cuello a él en señal de despedida. Entonces se volvió y emprendió un trote majestuoso hasta el grupo de caballos que allí le aguardaban, con Shâlïma a la cabeza. Ella no le esperó y comenzó su trote al cual pronto alcanzó encabezando ambos la partida. Así se alejaron hasta perderse. Los elfos no tardaron en cargar las sillas en la barcaza y enseguida estuvo lista para zarpar. Ishmant subió a bordo con Gharin y comprobaron la resistencia de los maderos con sus botas. Odín y Allwënn arrastraron el pesado maderaje hasta que dejó de tocar el fondo del estanque. Claudia y Alex no se habían movido del sitio y aún contemplaban las siluetas de los corceles perderse en la distancia. Ambos habían quedado completamente absortos después de lo sucedido y la joven no dejaba de susurrar «Adiós Iärom. Adiós Shâlïma» sin que pareciese importarle que aquellos se alejaran al galope. Alex se volvió hacia la embarcación primero. La joven lo hizo después de varias llamadas.

—¿Adónde van? ¿Qué le habéis dicho? —Se interesaba el chico a los elfos nada más subir a bordo.

—Ellos correrán los riesgos por nosotros —informó el semielfo de penetrantes ojos verdes—. Tres días —anunció. Miró a Ishmant que ya se había apoderado de una de las palas con las que propulsar la barca—. Tres días para encontrar el curso del Galia y salir de los valles. Ellos conducirán al resto de las monturas y los petates innecesarios hasta allí. Se encontrarán con nosotros entonces, si nada les ocurre—. Alex casi no podía creerlo.

Gharin aún tenía la mirada perdida en el punto por donde su yegua había sido engullida por la línea del horizonte. Allí la mantuvo, sin desviar, mucho, mucho tiempo después. A lomos de la enorme balsa la travesía resultaba fluida aunque rabiosamente monótona. El espacio se reducía muchísimo pero viajar de esta manera era sin duda más cómodo para la espalda que trotar sobre el lomo de un caballo. La balsa se movía siempre a una distancia prudente de las orillas donde el fondo pudiera alcanzarse con las varas largas que servían de palas. Al menos dos de ellos debían turnarse para hacer deslizar aquel vientre de madera sobre el espejo pulido del agua.

Su tacto era fresco. Un estimulante palio reconfortante del calor pues sin una sombra tras la que ocultarse, las lanzas de Yelm y Minos hacían subir la temperatura en la piel con suma facilidad. Resultaba una visión familiar ver a alguien tumbado sobre los maderos plácidamente mientras sus pies desnudos o sus manos se hundían en las frías aguas por las que navegaban. Poco a poco las grandes extensiones de marismas comenzaron a reducirse y a cambiar progresivamente a una auténtica red de cauces abrumada por vegetación espesa y alta. Un verdadero bosque hundido cuyos árboles enterraban sus raíces y buena parte de sus troncos en unas aguas cada vez más turbias y cenagosas. Describir la incesante variedad de fauna y flora que se extendía ante los ojos resultaría una tarea ardua para mí y un tanto tediosa para ustedes, aguantarla. Sirva que les refiera que en los anillos más interiores de las pantanosas riberas no sólo habitaban peces y aves. También hallaron reptiles y anfibios surcando las aguas. También extraños mamíferos colgados de las ramas de los árboles como simios pequeños o algo que pudiera serles similar. Si podían o se encontraban con humor para hacerlo, los elfos o incluso el silencioso Ishmant comentaban el nombre de la especie, detalles o algunas otras notas de interés.

—¿Qué es aquello? —preguntó Alex desde su puesto en la pala, al tiempo que pasaba su brazo por la frente para desprenderse de las incómodas gotas de sudor que se acumulaban sobre sus ojos. Más allá del cauce del río, aún lejano, casi solamente una mancha difusa en el horizonte, se apreciaba con nitidez un terreno envuelto en un mortecino tono gris oscuro. Era como si las nieblas o la noche nunca acabasen de desprenderse por completo de aquellas arboledas sombrías y esqueléticas. La visión le sobrecogió aún en la distancia.

—Es el Nahûl —afirmó Gharin en la pala opuesta.

—¿Es allí donde vamos?

—¡No! —exclamó exaltado como si el joven hubiese atraído una maldición—. ¡Los Dioses nos guarden, no! Si podemos evitarlo.

—¿He dicho algo malo?

Ishmant que se encontraba cerca se aproximó con calma al chico y quedó junto a él mirando aquellos lejanos parajes sombríos.

—Esos lares que avistas no son terreno para hombres de sano juicio. En sus entrañas habitan bestias y seres de la oscuridad. Mejor no perturbar a la noche si no se tienen antorchas suficientes.

La tarde comenzaba a declinar. Aunque la sensación de avance no se percibía tan nítidamente, al parecer se salvó gran parte del recorrido. Habían comido, descansado y disfrutaban de tiempo para perderlo en otras actividades, imposibles de alternar mientras se cabalga. Así tanto Ishmant como Allwënn se dedicaron a reparar algunas prendas, limpiar las armaduras y afilar las armas. Además, el semielfo se entretuvo buena parte de la jornada en derretir metal con el que forjar, de manera muy artesanal algunas de sus afamadas puntas de flecha para la diestra mano de Gharin. Era todo un espectáculo contemplarlo sudar mientras martilleaba en un diminuto yunque el metal enrojecido al fuego que más tarde cortaría el viento en dirección letal hacia el enemigo.

El otro mestizo, Gharin, al fin culminó aquellos pendientes que pretendía regalar a Allwënn, solo que el destinatario final de las alhajas no resultó el fornido mestizo.

Estuvo a un soplo de desvelarla al acercarse a ella. Había quedado vencida cerca del borde con sus pequeños y blancos pies sumergidos en la corriente, balanceados por los surcos abiertos por la balsa en su camino. Estuvo a punto de lanzarse, como antaño, sin reparos. Rozarla suavemente hasta que abriera sus ojos y desplegar entonces toda su magia, todos sus encantos que resultaban innumerables para precisarlos uno a uno hasta que sucumbiese en la red. Y entre tal despliegue de galas, dejar caer los pendientes en su mano, casi como la alianza que sella un pacto. Pero prefirió el celo de la noche, más tarde, para acercarse a ella cuando nadie los viera y entregarle las joyas. Se trataba de unas piezas exquisitas, semejantes pero distintas la una de la otra. El metal y la madera se abrazaban en una fusión ondulante y finísima, como rizos de un mismo material. Los engalanaban como guindas de un delicado pastel algunas pequeñas gemas, diminutas y brillantes como estrellas en la noche. Ella le miró fascinada, pero él le mandó silencio amablemente y desapareció, dejando el misterio en el aire. Durante unos momentos se sintió tentada a preguntarle el motivo del regalo pero, ya no sé si por recelo o rubor, prefirió sonreír conmovida e ignorar el secreto.

La noche había entrado. Miles de estrellas iluminaban el lienzo oscuro y eterno, elevándose a miles de millones de pasos de distancia. La balsa discurría mansamente por la corriente, suficientes para no necesitar de empujes y así se había aprovechado para cenar y relajarse. Poco después, la gente se agolpaba en tono al hogar y escuchaba las anécdotas que Gharin narraba, esta vez sobre la vida y milagros de Ishmant. Allwënn se había retirado. Miraba en silencio el oscuro cauce y sus negras aguas. Las sombras en las que había quedado convertido el exuberante paisaje en derredor. Las miraba aunque sus pupilas y su cabeza se hallasen perdidas en otros lugares y en otras cuestiones.

Claudia le había visto. De hecho llevaba un buen rato tratando de darse los ánimos suficientes para dirigirse hasta él y hablarle a solas. Aunque temía que la reacción del muchacho no fuese la esperada. Por fin encontró él valor necesario y se aproximó hasta el joven para decepción del rubio orador.

—¿E... estás bien? —la voz de la muchacha surgió entre balbuceos. Allwënn despacio, sin sobresaltos tornó su cuello y la enfiló con esos orbes verde brillantes que sobrecogían—. Si... si molesto puedo irme. Yo... no quisiera molestarte.

—Siéntate —dijo Allwënn con severidad y la joven no comprendió si eso resultaba un «quédate, no me molestas» o un «vuelve a tu sitio, estúpida» lo que no hubiese resultado muy disparatado tratándose de su peculiar personalidad. Allwënn pareció darse cuenta de ese detalle y sonriendo añadió con su voz sugerente —a mi lado, por favor.

Ella obedeció casi de inmediato y se acomodó cruzando sus piernas junto al melancólico personaje que volvía a dirigir la mirada perdida al cielo. Claudia se decía a sí misma que había comenzado con buen pie, intentando darse ánimos pero Allwënn se había perdido de nuevo, como si ella se hubiese evaporado en el aire. Ahora se debatía sobre cuál habría de ser la mejor manera de iniciar una conversación. Optó por utilizar el tópico.

—¿No vienes? Gharin está contando historias interesantes. Te las vas a perder —comentó sonriendo. Allwënn volvió a mirarla y sus pupilas verdes quebraron el silencio. La chica se estremecía de parte a parte cada vez que el elfo la miraba.

—Me temo que no es posible —comentó aquél con su tono calmado y grave.

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