Dormir junto a los cadáveres mutilados de los elfos no resultó una experiencia grata. Aquel desafortunado encuentro volvió a abrir la herida aún sangrante de mi desaparición y la muerte de Falo en el ánimo del grupo. Demasiado cercano, demasiado vivo aún. La noche se dilataría entre miedos y tristezas como si por cada minuto transcurriesen horas. Esa misma intranquilidad producida por los oscuros acontecimientos vividos durante el día evitó sueños sosegados y profundos durante la noche.
Alex tenía una terrible visión perturbándole la mente.
Aquellos ojos sufrientes, vencidos. Aquellas cuencas vacías sangrantes. Las elfas. Aquellos dulcísimos rostros como la miel, blancos como el nácar más puro y el mármol pulido, salpicados del carmín negruzco de la sangre. Manchados esos labios débiles y livianos, ahora sin color, lívidos de muerte. Veía como grabado a fuego en su retina las heridas profundas de una muerte dolorosa traspasando el velo translúcido de su piel suave aún después de la tragedia. De una piel que acaso aún mostraba algo de la tibieza que tuvo en vida. Él había ayudado a descenderlas, había cortado aquellos cabellos antaño brillantes al igual que reluce una sonrisa en un rostro alegre. Había palpado sus carnes que conservaban por muy poco la blandura de una durmiente. Había descubierto con horror las amputaciones de sus cuerpos.
En la noche, hubo tiempo para pensar. Sabía perfectamente que el sueño no tenía intención de acudir a su lecho. Un recuerdo, tal vez adormilado durante un tiempo había vuelto a brotar de nuevo, clavando sus ásperas astillas en esos rincones apenas inaccesibles del alma. Se levantó del lugar que ocupaba. Claudia había quedado en silencio medio enterrada entre las pieles que le abrigaban y Odín permanecía callado y serio con la mirada perdida en las ígneas lenguas de la hoguera. Ishmant alzó la mirada cuando pasó junto a su lado pero él no lo percibió. Sólo Allwënn, como leyendo en las acuosas pupilas del muchacho creyó advertir un dolor intenso que no puede explicarse con el vano y vulgar uso de la palabra. Sólo ha de ser reconocido por otras dolorosas pupilas. Aquél gesto, aquella tibieza en la mirada, aquél insignificante palpitar del pecho le resultaron familiares.
—Hoy es una noche triste —afirmó una voz templada a su espalda. Al volver inquieto la cara descubrió el rostro grave y curtido del mestizo atravesándole con aquellas pupilas de verde iridiscente—. Puedo contemplar el dolor en tus ojos... y una rabia poderosa invade esas pupilas nostálgicas —dijo con su tono envolvente. Alex quedó impresionado, como si en verdad el misterioso elfo hubiera podido sondear en sus pensamientos. Por primera vez encontró a Allwënn próximo, cálido, incluso e inexplicablemente íntimo. Nada parecía quedar aquella mágica y extraña noche de aquél iracundo elfo que le amenazó una vez de muerte o que por poco acaba decapitando al malogrado Falo. Y aquellos ojos de mirada maligna se habían tornado de repente en unas pupilas firmes, serenas, amigas como lo es un maestro con su discípulo
—Aprende a controlarlas —agregó, como si supiese perfectamente de qué hablaba—, pero nunca abandones ni tu ira, ni tu rabia, ni tu nostalgia. Todas son dignas de ti. Te darán la fuerza necesaria para poder cobrar un día el justo precio de la venganza. Porque habrá venganza y deberás de preparar su lecho cuando ésta llegue.
Apenas nadie descansó aquella noche cargada de negros presagios y de los ecos de agonía de cuantos gritaron a los pies de ese mismo tronco yermo. Los muchachos, abrumados por pesadillas terribles. Los elfos pasaron la noche velando unos cuerpos a los que darían sepultura por la mañana. Lo hicieron justo mientras los haces de Yelm apenas si rozan la tierra. Como es costumbre de los elfos del Sannshary, entre las profundas raíces del yermo y anciano roble.
Pudiera ser que la muerte de estos hombres y mujeres al menos sirviese para volverle a brotar flores a tan marchitas ramas. Como rezan los versos:
Que la muerte nutra la vida y el elfo regrese a la tierra, a las mismas raíces de donde una vez floreció. Alimente al más noble de los seres vivientes... al árbol, el ancestro
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Ishmant fue asediado por secretas y oscuras incógnitas durante el largo discurrir de la noche. Su cabeza estuvo envuelta en sombras y pesares de dimensiones profundas e inabarcables. Quizá demasiado terribles como para que fuesen conocidas por el resto de los mortales.
La mañana llegó al fin y fue recibida con entusiasmo por todos, cada cual por sus propios motivos. Nadie quiso aguardar en aquél lugar más de lo estrictamente necesario. Comieron breve, hablaron poco y partieron pronto. Nada más alejarse unas millas del lóbrego rincón, la espalda pareció liberarse de un peso insostenible. Yelm, majestuoso, daba la bienvenida a los viajeros, emergiendo como una inextinguible esfera de luz por entre los primeros montes altos tras el Belgarar. Un nuevo día y un millar de cosas por suceder.
Durante las primeras jornadas, justo las anteriores antes de encontrar la cuenca del río Esuna, la travesía resultó un tanto más tensa. No quizá entre los miembros del grupo sino ante lo que pudiera deparar el propio camino. Los ojos estaban mucho más concentrados que en días pasados en las marcas del terreno, los huecos y sombras que se abrían en las rocas o entre los troncos de los árboles. En los susurros del viento, que a un oído presto y habituado a escuchar bien pueden alertar con información aventajada.
Una vez pasado este tiempo y ya a un disparo de arco del curso del río, los ánimos volvieron a relajarse un tanto y la tensión que revestía las miradas se calmó. Los montes subían hacia el cielo en escarpadas cumbres cuajadas de árboles y del fresco aroma del bosque. En aquellos parajes podía respirarse la mezclada atmósfera de aromáticas hierbas, de fragancias de flores que inundaban el paso como alfombras de miles de formas y colores, o del suave y denso olor de la madera.
Era plena estación de Alda, quizá similar a lo que nosotros entenderíamos por primavera, aunque tan solo fuese en una aproximación lejana. Es en esta estación cuando las flores se abren y los campos exhiben sus galas fugaces tapizando los montes y valles. Las lluvias despejan y limpian la atmósfera y todo parece cobrar un renovado entusiasmo con el que afrontar, tiempo después, estaciones más duras. Aquel exquisito verdor y todo lo que de estimulante tiene la estación de las flores nubló más aún el oscuro recuerdo y el temor adquirido en los días pasados. Contaminó a los viajeros que comenzaron de nuevo con grandes expectativas el ascenso a las sierras altas que cerraban, como en un cinturón de montañas, los valles interiores más septentrionales del Nahûl.
El solemne y eterno lienzo del cielo se presentaba a los ojos despejado. Tan sólo, como una mancha difusa, algunas líneas de nubes en el horizonte rasgaban el velo azul como si fuese fruto de las zarpas de algún grandioso animal. Los caballos se detuvieron al borde mismo de una cañada cuya sima dejaba ver un valle escarpado poblado de árboles por el que de cuando en cuando aparecía, delgada y sinuosa, la plateada corriente de un río apenas recién nacido. Los montes, aunque sin comparación posible con las descomunales cumbres nevadas del Belgarar, ascendían hasta el cielo como piezas de una dentadura poderosa. Entre sus faldas, las laderas, de pendientes abruptas y traicioneros caminos se abrían al paso. Dejaban a la vista valles de arboledas bajas cuajados de flores. Desde aquel lugar no era otra la visión que podía tenerse de aquella corona de sierras como lanzas de piedra que se amontonaban unas con otras, solapándose hasta difuminarse entre la bruma y la distancia.
—¿Veis el río? —preguntaba Allwënn, a lomos de su soberbio corcel blanco mientras apuntaba con su brazo extendido hacia las profundidades del valle.
—¡Oh, sí, sí! ¡Lo veo, ¿lo veis chicos?! —exclamaban al encontrarlo, al brillar sus aguas cristalinas entre algún claro del bosque. Los elfos se miraban y sonreían. Un viento suave ascendía desde la foresta haciendo mecer los largos cabellos como una madre que acuna a su retoño.
—Debe ser el Esuna. Creo que la tierra le alumbraba entre estas sierras —añadía Gharin, magnífico, cuando sobre su cremoso corcel los rayos del poderoso Yelm le despejaban su hermoso semblante y le hacían centellear sus bucles de oro y sus ojos celestes.
—Si seguimos su curso nos llevará hasta los Valles Hundidos del Nahûl y sus prados de agua —aseguró Allwënn aunque resultase algo ya sabido. Ishmant, sin decir nada, asintió con la cabeza y el grupo inició el descenso.
Los árboles pronto ensombrecieron el camino aunque sus copas no eran lo suficiente altas ni sus ramas lo bastante tupidas como para resultar una barrera preocupante a la cascada de luz de los soles. El trayecto, aunque hermoso y fresco, resultaba duro al trote pesado y arrítmico de los corceles. El agua fluía a través de las piedras formando pequeños hilos que serpenteaban entre las quebradas, abrazándose o estancándose en pequeñas lagunas hasta formar lo que, valle abajo, sería la cuenca naciente del río Esuna.
Nada más encontrar la primera fuente de agua, la comitiva paró para descansar de la severa cabalgada entre las peñas y saciar el hostigante apetito que tan fatigosa jornada había abierto. Para ello se preparó un buen fuego y mientras Gharin e Ishmant se perdían por entre la arboleda con intención de buscar alimento. Allwënn con una cordialidad exquisita y una inusual paciencia se entretuvo en instruir a Claudia y Alex acerca de las obras y milagros de las hierbas y maderas aromáticas del lugar, al tiempo que, el ahora más que nunca imponente Odín quedaba a la guardia del campamento.
Ishmant y el semielfo regresaron tras cobrarse una pieza excepcional: un cérvido que procuró abundante piel y sustento durante varios días. Allwënn y los chicos volvieron con las manos cargados de especias y tallos fragantes con los que condimentar la exquisita carne obtenida en la caza. Luego, con paciencia, se deshuesó, sazonó y ahumó la carnadura sobrante. Como ya era costumbre, serviría de provisión en tiempos menos generosos.
Una vez se avistó el curso del río que venían persiguiendo aprovecharon un remanso cristalino de sus aguas para procurarse un buen baño. Resultaba una idea constante que martilleaba en la cabeza de todos, elfos o humanos. Descargar de los hombros los hierros de las armaduras, aflojar el cinto y zambullirse en las frescas y limpias aguas del río. Aquel cauce de cristal transparente donde se reflejaban las copas verdes de los árboles y las aves que lo sobrevolaban, parecía invitarles, ya incluso en la distancia, con su canto acuoso y su húmeda voz derramándose sobre las rocas. Pero aún con todo, resultó un momento tenso e incómodo llegar del dicho al hecho ante ojos muy poco acostumbrados a tanta naturalidad. Los jóvenes humanos quedaron de piedra cuando sin ningún pudor aquellos cuerpos esbeltos y recios se desprendieron de toda carga y se metieron en el agua. El compromiso resultó mayor: se esperaba el mismo comportamiento por su parte. Alex y Odín, algo azorados acabaron rompiendo el hielo y desnudándose, pero Claudia prefirió darse el baño en otra ocasión y lejos de las miradas de los hombres. Aquello resultó ofensivo para la mentalidad elfa.
Por mucho que a veces, por la distorsionada visión que los humanos tienen de este pueblo, cueste creerlo, el componente erótico es apenas existente entre los elfos. Su belleza resulta tan ideal, en ocasiones tan desligada de todo parámetro calculable, que el desnudo apenas si provoca necesariamente excitación.
Aunque la belleza elfa sí provoque delirio en otras razas, -en especial la nuestra humana- no resulta de la misma manera para ellos, que encuentran esa chispa de erotismo en otras cuestiones mucho más sutiles y que incluso pudieran resultarnos superfluas. La manera de caminar, la forma de mirar, gestos o en tonos de voz son mucho más seductores para un elfo que un cuerpo totalmente desnudo. Así, por este motivo, ante ojos élficos resulta igualmente erótico un varón que una hembra. De ahí que también circulen abundantes rumores sobre supuestas prácticas homosexuales entre elfos cuando no resulta del todo cierto. Sencillamente entienden el erotismo de manera distinta. Son estos sutiles aspectos los que podían hacer entender que la relación entre Gharin y Allwënn, en cierta medida, era una auténtica relación de pareja. Admiración, amor y respeto se confundían entre ellos en una relación quizá ambigua desde nuestros parámetros pero muy clara desde el espectro de entendimiento elfo. Esto también era el responsable de la turbadora atracción que Gharin parecía sentir por Claudia. A pesar de la delicadeza de nuestra amiga no era posible competición alguna con la belleza fría y perfecta de los rasgos élficos y sin embargo había algo en aquella muchacha que robaba el entendimiento del arquero elfo.
Aunque a nuestra tímida compañera le costase entenderlo, existen momentos, como lo es el baño, que lejos de tener un componente erótico, ya sea entre varones o hembras, o menos aún entre ambos sexos, contiene una alta carga de rito social, de vínculo de grupo. En realidad, aunque con ello acabe por confundir totalmente a mis lectores, indudablemente hay un componente erótico en todo esto, lo que ocurre es que no se trata de un erotismo sexual tal y como lo comprendemos nosotros, los humanos; sino un erotismo asexuado, dulce y refinado como todo lo élfico, mucho más escenográfico que carnal. En realidad todos estos hechos resultan a la práctica un tanto más complejos pero aburriría en exceso si continuase extendiéndome más de lo necesario. En resumen, lo que trato de decirles es que desnudarse y tomar un baño entre elfos es más un acto que refuerza vínculos sociales que una actividad que entrañe algún tipo de comportamiento erótico implícito. Pero eso, díganselo ustedes a la única chica del grupo para que acepte bañarse desnuda entre tanto varón.
Claudia lo tuvo bien difícil para convencerles a que le dejaran nadar sola en otra balsa cercana. De hecho, no cejaron hasta que consintió en ir acompañada de al menos unos de sus amigos. Se decidió por Odín y fue el robusto joven siempre armado con su poderosa hacha quien no se apartó de su lado mientras la chica disfrutó de su baño privado. El lugar podía parecer tranquilo y en paz pero, por descontado, ofrecería todos los peligros de un bosque cualquiera y algunos más.
A la víspera del día siguiente ya habían atravesado los valles interiores junto al siempre brillante y fresco caudal del Esuna. El rio había engordado como un vientre fértil a medida que recogía los pequeños sorbos que le proporcionaban las aguas de la montaña. Las sierras, antes de apariencia interminable, comenzaban a rebajar sus cotas y a dilatarse como si el cinturón que antes fajaba los bosques hubiese perdido la fuerza. Poco a poco, paso a paso, el terreno se allanaba dando progresivamente una visión más próxima al valle hundido saturado de marismas y cenagales al que se dirigían. El bosque, conforme avanzaba, perdía espesura y frondosidad, dispersándose los árboles. Resultaron días de abundancia de agua, que aprovecharon bien para asearse y lavar sus ropas, tan faltas de esos cuidados en otros momentos de la travesía. Días más tarde avistaban los primeros llanos y bosques hundidos de la depresión.