El enviado (50 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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¡Aaaarrrrgggg!

Toda la furia enana condensada en sus músculos se despertaba en cada estocada de Allwënn. Como tantas otras veces resultaba el guerrero enano el que afloraba en sus venas en aquellos inciertos momentos. La hermosa y mortal Äriel sesgó el vacío...

Inevitable a causa de la dureza del mandoble, el guerrero cerró los ojos durante una fracción de segundo al proyectar su golpe. Esperaba enterrar hondo su acero, sentir como la hoja terrible de su espada se abría paso a través de su adversario, desgarrando y separando su cuerpo. Aguardaba con entereza, no obstante, que la fría hoja enemiga rasgase su propia carne con un dolor helado, eléctrico, al que seguía el cálido tacto de la sangre que se despeña por la herida abierta.

No hubo ni lo uno, ni lo otro.

El metal de las fauces de la Äriel besó el suelo con estruendo haciendo saltar chispas de la losa vidriada. Resultaba tan evidente que la espada encontraría enemigo que aquella súbita impresión de vacío hizo que toda la furia de Allwënn se tornara su contra y lo catapultara directamente al suelo. Rodó, despeñándose como un trapo por la pulida superficie de la piedra sin que nada pudiese evitar que su espada se zafase del estrangulante abrazo de los dedos del guerrero. Desarmado, Allwënn supo que su reacción resultaría crucial. En su cabeza algo se removía como en un caldero. Una sensación extraña a la que no tuvo tiempo de atender...

Las pupilas del elfo hallaron la silueta dormida de su arma y su cuerpo se alargó hasta el extremo con la intención de prenderla, esperando incluso, que alguno de los ancestrales filos enemigos penetraran en su cuerpo atravesando su espalda y le dejaran ensartado a la fría losa como un elemento más de aquel lugar envuelto en el silencio y la maldición. Pero no fue así. Allwënn consiguió aferrar su arma e incorporarse, tan aprisa que la cabeza le dio súbitas vueltas. Esperaba encontrarse a la cohorte de Custodias listas para arremeter contra él. Aguardaba sus aceros, sus ojos tras los impersonales perfiles de los yelmos. Pero no encontró nada...

La estancia estaba vacía. Muda. Solitaria. Como si jamás nadie hubiese ocupado ese lugar. No había rastro de los fantasmales guerreros, de sus armas o sus pupilas de fuego. Solo silencio. Hondo, mudo y frío silencio...

El silencio de las reliquias. El silencio de los muertos...

El corazón de Allwënn resultaba lo único en movimiento en la vetusta y abandonada sala. Sus paredes desnudas y calladas, el cañón de luz que llegaba desde el techo, los entrelazados amantes... todo estaba igual. Allwënn tenía la sensación de que el tiempo le había jugado una broma. Había perdido su noción y no sabía con certeza cuánto había transcurrido en realidad desde que penetró en aquella cámara.

Allwënn subiría pálido a la superficie.

Gharin se extrañó enseguida de verle y le preguntó por lo ocurrido. Él, con gesto sombrío y enérgico le instó a regresar al refugio.

—¡Por todos los dioses del Panteón, Allwënn! ¿Qué has encontrado ahí abajo?

—Nos vamos, Gharin. Eso es todo.

Allwënn nunca confesó contra qué peleó exactamente en esos túneles. Gharin jamás llegó a preguntarlo.

Cuando llegaron, se apresuraron en desmontar el campamento e iniciar la marcha; ya habían perdido demasiado tiempo allí, decían. Aquella inusual prisa desconcertó a los humanos, pero ninguno de ellos quiso hacer ningún comentario. Los altos picos de Belgarar serían el siguiente punto de destino. Utilizarían sus escarpadas cumbres para avanzar por encima del bosque antes de plantear un nuevo itinerario. Como siempre a ellos sólo les quedaba seguirles.

Los soles se fueron alejando en el horizonte, a punto de entrar en contacto con el límite del mundo tornando el paisaje de un color pardo ígneo. Claudia miraba el paisaje sobrecogedor que se extendía a sus pies. A medida que ascendían por los flancos de las montañas y el bosque quedaba hundido en el valle, la visión se aclaraba y se presentaba a los ojos de los mortales como un lienzo increíble e inabarcable. El viento soplaba con fuerza agitando los cabellos que volaban libres sostenidos por la caricia leve y fresca del poderoso elemento. Las crines de los corceles se movían al compás de su elegante paso.

Así, envuelta por la magnitud de la escena la muchacha no pudo evitar en la última vez que se detuvo a contemplar el atardecer...

Y las lágrimas llenaron sus ojos negros cuando recordó que aquel tapiz de árboles se había convertido en nuestra última morada. Alex sabía por qué lloraba pero no le dijo nada. Se limitó a mirar al musculoso batería. Aquél, como de costumbre también calló.

Volví a escuchar las mismas voces que habían continuado repitiéndose como una mala costumbre en mis sueños. Como tantas otras veces, aquellas fueron disipándose, reemplazadas por otras. Sé que abrí los ojos como pude, pero de aquellos brumosos instantes sólo recuerdo una turbia pesadez en mis párpados. Mi conciencia se hallaba presionada por una intensa y molesta sensación de embriaguez. Un zumbido constante y monótono se hacía ensordecedor en esos momentos de especial sensibilidad rondándome la cabeza. No pude saber con certeza si procedía del exterior o acaso tan molesto sonido sólo estaba en mi mente, martilleándome desde dentro. Mi escasa visión se reducía a unas informes manchas de color sin definición alguna. El dolor sobre mis ojos me impedía apenas despegar los párpados como si aquellos resultasen hechos de plomo. Percibía movimiento y el eco de unas voces a las que no podía entresacar ninguna palabra. Sólo percibía su reverberar en ecos. Apenas era consciente de mi realidad.

Aquellos recuerdos vuelven a mi mente con la incógnita de saber si los viví o los imaginé. Vagaba en la frontera de lo perceptible y lo incorpóreo. El espacio y el tiempo se habían mezclado en una bruma densa y difícil de precisar. Creo que yacía tendido. O acaso sentado. No recuerdo tacto. Como víctima de una resaca monumental, mi piel no registraba lectura alguna de mi alrededor. Probablemente no hubiese distinguido un mullido colchón de plumas de ascuas hirvientes.

Ojos...

Como si miles de ojos estuvieran mirando directamente mi alma, así me sentía... observado, estudiado. Creo que hablaba. Al menos me quedaba la duda de que algo de mi cuerpo o mi ser se escapaba al control de mi voluntad y actuaba por sí. Creo que hablaba pero no podía escuchar mi voz. Ni siquiera era consciente de estar moviendo mis labios. No sé exactamente cuanto tiempo duró aquello. Sólo me resta de aquella breve incursión al mundo sensorial unas voces; estas sensaciones que con dificultad confieso y ese sonido pesado y zumbón. Un zumbido frenético que lo enturbiaba y revestía todo. Un zumbido molesto y constante como si millones de insectos volaran dentro de mi cabeza.

Una sensación de vértigo incontrolada. Una frenética caída...

Vacío... nada más.

IX
COMO UN SECRETO A VOCES

«La Verdad tiene la habilidad de sobrevivir

al silencio, al secreto y a la muerte»

 

Erim el Grande

Harâm Enano.

Tenían los ojos muertos, si acaso esos orbes consumidos pudieran llamarse ojos...

Casi hubieran desaparecido entre los amplios pliegues del embozo que ocultaba sus carcomidos rasgos desecados. No obstante, algún extraño tipo de brillo inhumano parecía criar allí, como si aquellas esferas secas fuesen el último reducto con algo de verdadera existencia dentro de aquellas carcasas de hueso que caminaban. Lo único, quizá, que recordase que aquellas criaturas una vez pisaron el mundo de los vivos.

Los gemelos brillaban en el cielo con luz sofocante. Aquella era una de esas tardes en las que la temperatura escalaba grados a cada hora. Una de esas tardes en las que podía cocinarse un pez sobre una roca lisa derramando ese tórrido calor que hace ondular el camino ante los ojos y el sudor despeñarse en ríos por la frente, aún protegidos y a la sombra.

Para el grupo de saurios que custodiaban los accesos a la ciudad de Rada no resultaba tan angustioso. Sus escamosos cuerpos de reptiles aguantan bien las altas temperaturas, pues muchos habían vivido en desiertos y regiones donde una tarde como aquella hubiese sido tan bien recibida como un poco de agua en una garganta sedienta. Los saurios son criaturas poco habladoras, tampoco son de los que se asustan fácilmente y cuando divisaron a los jinetes, aún difusos e informes en la distancia, se aprestaron a afianzarse a las lanzas y a disponer de su actitud más amenazadora. Fuese amigo o enemigo, aunque con pocos enemigos se contaba por entonces, habría de traspasar la línea dura y siempre violenta de los hombres saurio. Esto era bien conocido por los mandos de las tropas del Culto que no dudaban en proporcionar a estas bestias la oportunidad de derrochar su agresividad y su violenta conducta. Además de facilitarles un hueco privilegiado entre las filas de ataque, sabían que nadie mejor que ellos para asegurar una entrada o bloquear una salida. Soportaban sin queja alguna las más adversas condiciones. Son auténticos prodigios de la naturaleza que jamás sienten miedo y suelen atenerse a la menor excusa para blandir las armas. Su imponente estatura, sus corpulentas espaldas y su impresionante aspecto les convierten en adversarios temibles, aunque el combate se reduzca a un simple duelo de miradas. Por eso, amigos y sobre todo enemigos, tienen muy claro que es mejor evitar una guardia saurio si no se dispone, al menos, de una locura transitoria o, si resulta inevitable, del doble de efectivos.

Eran seis. Seis magníficos ejemplares de saurios K’aarg del desierto del Baagum. Alzaban sus dos metros sobrados de estatura sobre el suelo, como desafiando la gravedad que todo lo atrae. Sus miembros, desnudos, cubiertos por el escamaje natural de sus pieles verdes, resultaban una inmensa muralla de músculos compactos y recios, adornados con collares de cuentas y huesos. Pisaban la ardiente tierra con sus poderosos pies de tres dedos armados con garras y espolón. Sus fauces se abrían mostrando la terrible hilera de mortíferos caninos. Habían erizado sus crestas, como las velas de un navío y equilibrado las cornaduras como si fuesen bestias astadas. Eran seis impresionantes ejemplares que hubiesen podido acabar con una dotación de hombres tres veces superior en número. Algunos, ante las murallas, en suelo firme, asegurando el portón, ya cegado por un pesado rastrillo de metal. Dos más en las torretas que flanqueaban los portones principales, junto a arqueros y un
tocacuerno
goblin. Los de tierra, apoyados tras las murallas por una dotación de orcos, empuñaban sus T’Yaak’, lanzas de punta ancha, y balanceaban sus recias colas en un vaivén intimidatorio.

Sus crestas...

Pocas veces se sienten lo suficientemente amenazados como para lucirlas, sin embargo, ninguno de ellos movió un músculo para detener al reducido número de siniestros jinetes que al tranquilo paso acabó por detener sus monturas frente a ellos, sin el menor signo de arredro ante la amenaza.

Eran poco menos de una docena. Envolvían su cuerpo con largos mantos escarlata cubiertos por trazos negros, como arañazos, que dibujaban símbolos y letras en un código ancestral y parecían la siniestra caligrafía de una mano demente. Caían sobre los corceles en grandes pliegues y ondas, derramándose sobre el lomo del animal como el velo de una novia tras su paso. Sin blasón ni orden. Sin nada que pudiese identificarles salvo aquellos tétricos garabateos en negro que llenaban sus sudarios. De su rostro apenas si se dibujaban sobre el oscuro embozo un par de brillos apagados y tenues que alumbraran los ojos.

Les capitaneaba un personaje de colosal estatura, cubierto por una larga capa oscura y coronaba su frente con un sombrero de amplia ala y espeso emplumado blanco que ensombrecía unos rasgos que no eran humanos... quizá felinos. Sólo una cabellera anaranjada se escapaba del abrazo de la sombra y se dejaba intuir como una exigua nota de color ante los abrasadores ojos de Yelm. Aquel personaje lanzó un lúgubre vistazo desde los vuelos del sombrero a los formidables especimenes allí congregados y a la jauría de orcos que miraba a través del oxidado hierro del rastrillo. Nuevos guardianes se sumaban a éstos aunque la evidente inferioridad numérica no parecía impresionar a nadie.

No portaba armas. Ni tan siguiera protegían su cuerpo con las piezas de metal de una armadura, ni metálicas, ni de ningún otro material que le evitase el contacto con el acero enemigo. Y en estos tiempos de oscuridad y desolación, o muy estúpido se ha de ser o muy poderoso.

Uno de aquellos jinetes sombríos que le acompañaba dijo...

—Aaaaabrid! —en un prolongado quejido ronco y hueco que reverberó como las ondas en el agua al quebrarla una piedra. Una voz que sólo podía habitar en las simientes pútridas de un muerto. Los reptiles se miraron. Las crestas volvieron a plegarse cobre sus cuellos y allí quedaron dormidas. Las poderosas colas cuajadas de espinas dejaron de agitarse con una lenta decisión. Sólo los más aguerridos o temerarios aún persistieron en ofrecerle su afilada sonrisa cargada de dientes.

El puntiagudo y envejecido acero del rastrillo se elevó con un ruido indeseable y la escuadra se apartó del amplio vano de la entrada que daba acceso al interior de la ciudad. El enorme jinete espoleó su montura, un poderoso corcel-diablo, tenebroso y colosal como su dueño. El resto de la espectral compañía agitó las bridas de sus corceles, apenas un trozo de carne putrefacta sobre el armazón de huesos de un caballo, y aquellos engendros se pusieron en marcha torpemente; como si sus miembros a medio consumir fuesen a quebrarse o desprenderse para siempre ante la mirada temerosa de los guardias reptil que les abrían el paso.

Ante sus ojos muertos apareció entonces la ciudad. Una ciudad, que una vez tuvo vida, pero que como ellos, ahora, sólo quedaban en pie, los restos informes y marchitos de lo que un día fue; aparentado una vida que hacía tiempo que dejó de existir.

—¡Están ahí, Excelencia. Dicen que no se marcharán hasta que los reciba su Excelencia—. ‘Rha cruzó apresuradamente el umbral de la puerta que conectaba el salón principal de celebraciones con las capillas y cámaras interiores del templo. Y descubrió una carnicería. Varios de sus monjes habían caído bajo las hachas orcas y sus cuerpos sembraban el mármol pulido de la sala. Los asesinos eran media docena de orcos. Dos de ellos desproporcionados, acompañados por un líder goblin que era transportado en un palanquín. Al parecer habían penetrado en el salón por la fuerza.

Con sus rostros enfurecidos en abierta amenaza y sus despiadadas armas rezumando la sangre de los caídos mantenían a raya al grupo de sacerdotes que aún se interponía entre ellos. El cardenal se aproximó sin recelo, con una resuelta acaso osada entereza, hasta los orcos. Iba escoltado por algunos de sus más cualificados súbditos.

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