A Allwënn le llamó la atención unas piezas de metal olvidadas sobre el suelo polvoriento de la sala. Se aproximó a ellas y se arrodilló para poder examinarlas con mayor comodidad. La luz era prácticamente un imposible donde se encontraba y aunque sus ojos no la precisaban para distinguir formas, todo cuanto aparecía en su campo de visión se teñía en una mortecina gama de grises que confundía, dilataba y ensombrecía perfiles y siluetas. Cogió entre sus manos algunas placas curvas de metal destrozado y tardó un tanto en reconocerlas como fragmentos inservibles de una armadura.
Un trozo de espaldar inútil, medio brazal para un antebrazo más largo y delgado que el suyo, un trozo de pernera casi intacto y una porción destrozada casi devorada por el óxido de una malla metálica eran los únicos restos de una maltratada armadura elfa. Con ella, envueltos en la maraña de metal retorcido, otras piezas menores se amontonaban bajo las placas más grandes. Apliques, engarces, diminutas hebillas y broches que se habían desprendido de la garra de sus cinchas de cuero. A un lado, algo escondido descansaba el yelmo.
No poseía las grandes aletas, ni los altos penachos, ni las grandiosas formas de los cascos de los altos Lores de batalla. Nada de aquella parafernalia escénica que los elfos, ahora y siempre, han utilizado para presentarse a la guerra. Se trataba de una celada simple, sin más ornamento que el pistón donde una vez se enarboló el cabello espeso de la cimera. El acero se había doblegado a causa de un terrible golpe a la altura del lado temporal del cráneo, hundiéndose gravemente deformando el metal. Allwënn cogió el yelmo con ambas manos y quedó mirando sus ojos huecos llenos de misterio preguntándose quién sería su desafortunado propietario. Qué ojos miraron a través de esas oquedades vacías y muertas hace miles de años. Y un profundo respeto invadió su alma.
De pronto se escuchó un retumbar que corrió como la chispa en la pólvora por los silenciosos túneles como un ensordecedor quejido de aquel lugar. Un sonido fuerte, como si en algún lugar una pared se hubiese desplazado para volver a colocarse en su posición con un estruendo. Una sensación invadió a Allwënn. Un calor que ascendía por su espalda y que le advertía movimiento por aquellos abandonados corredores. La pieza de metal milenario se escurrió de su mano y golpeó el suelo con un penetrante sonido.
Allwënn se alzó como un rayo pegando su espalda a la pared más próxima. Allí hizo aflorar aquella espada con nombre de mujer. Permaneció quieto y en silencio como una parte más del muro.
Entornó sus ojos brillantes para disimular su fulgor y evitar que su iridiscencia le delatase. Con ello reducía su capacidad de visión pero aseguraba no ser visto.
No, nadie había en la sala salvo él. Así se lo decían sus ojos y así también la capacidad que todo enano posee para advertir las vibraciones sobre la piedra. Tampoco cerca de su posición. Estaba seguro.
Se dirigió despacio al arco de entrada que le devolvería de nuevo al pasillo. Asomó su cabeza con todos sus sentidos en guardia. Quizá fuese Gharin, pensó por un momento. A última hora tal vez hubiese decidido bajar.
El pasillo volvió a retumbar de nuevo en ese resonar extraño que alteraba la quietud, la soledad, de lo que se suponía abandonado. Esta vez sonó alejado, hacia el interior del subterráneo, pero Allwënn había sido capaz de identificar la dirección. Una parte de él le decía que ese era el momento de volver atrás, encontrarse con su compañero y salir de esa maldita ciudad. La otra, abiertamente más poderosa, le incitaba a buscar el origen del sonido.
Con paso firme y decidido, el mestizo de enanos comenzó a internarse en los sombríos pasillos con su espada a medio camino entre el suelo y el techo. Pronto pudo advertir que el sonido era rítmico y que se producía en intervalos de tiempo idénticos. Lo desconcertante era que no siempre parecía proceder del mismo lugar. Un temor se coló en su mente. «Alguien pretende conducirme a algún lugar» pensó «o intenta desorientarme».
Allwënn se detuvo y clavando una rodilla en tierra. Posó su mano desnuda en las grandes losas de piedra verde que formaban el suelo. La piedra le habló enseguida y sus ojos se alzaron de repente inquietos mirando hacia todas direcciones. Definitivamente no podría ser su amigo a menos que aquél tuviese la facultad de desdoblarse y dividirse. Quizá su sentido terrestre no resultaba tan certero y eficaz como el de un enano puro, pero lo era lo suficiente como para saber que más de un individuo compartía los oscuros túneles con él.
La información llegaba difusa. Se movían. Y lo hacían de un modo orgánico. Tan pronto desaparecían de su radio de control como volvían a surgir en algún otro punto. Aquello hacía prácticamente imposible el saber su número o posición exacta. Estaban dispersos y aquella intermitencia resultaba desconcertante. Sin dudarlo, Allwënn comenzó a avanzar internándose en la red de túneles que tenía a su frente.
Al fin, el túnel mostró luz en su desembocadura. Una luz tenue, monótona de un tono vidriado suave. Al encontrarse con ella, el elfo disminuyó su marcha y se aproximó con recelo. El corredor que como una sierpe negra se retorcía por entre el subsuelo se abría a una estancia muy amplia de planta cuadrada. Sus complicadas techumbres se elevaban al menos una decena de metros desde el suelo, en rizos y elaborados trazos que casi se perdían de vista. La iluminación provenía de la bóveda del techo, justo en la cima, allí donde la piedra se alzaba a más metros del suelo. Unas losas transparentes filtraban la luz del exterior actuando de tamiz. Como una columna de claridad verdosa y azulada, la suave cascada de luz se despeñaba creando una atmósfera mística que difuminaba las sombras y espiritualizaba el lugar como el aura que despiden las vidrieras de las grandes catedrales del pasado.
Cuatro descomunales columnas de sinuosas formas y profusa labra encerraban lo que un día resultó un pequeño estanque ahora carente del líquido que le dio color y vida en tan remotos tiempos. En él, la figura de un elfo y una elfa se entrelazaban con energía casi formando un único cuerpo. La dama resultaba la más dañada. Había perdido la cabeza y ambos brazos. Allwënn ignoraba qué podían representar, allí, abrazados el uno al otro en una espiral complicada. Probablemente para los Shaärikk tuviese algún significado.
El joven rodeó los restos de la singular pareja de piedra iluminada.
De pronto...
De nuevo el ruido puso los pelos de punta al guerrero. Aprisa alzó su espada. La Äriel bailó entre sus dedos antes de ser fuertemente afianzada por sus dos manos. Los ojos de Allwënn se apartaron de la fuente seca y escudriñaron las sombras.
La cámara poseía cuatro accesos que antaño probablemente se velaron con enormes portones. Uno en cada muro. Tras él quedaba la boca del túnel por la que había entrado. A su frente continuaba el pasillo internándose en la profundidad de la tierra. A ambos lados, otras tantas salidas. El sonido había provenido sin duda de alguna de ellas. Allwënn presentía que aquel lugar distaba de ser seguro, pero estaba decidido a descubrir el origen del desorden.
El chasquido volvió a repetirse.
Se trataba de un sonido chispeante y desagradable. Breve, pero que el silencio se encargaba de proyectar y hacer resonar por las huecas estancias. Nada tenía que ver con el estrepitoso ruido que le había conducido hasta allí. Parecía un rozar metálico, muy similar al que producen las placas de una coraza al entrechocar unas con otras. El sonido comenzaba a intensificarse; multiplicándose. Allwënn empuñó con fuerza su espada y un sudor frío comenzó a cuajarse en sus sienes. Tenía la inequívoca sensación de que, como tantas veces, de ella y de su pericia dependerían seguir disfrutando del goce de la vida.
De pronto, el sonido se hizo claro. Allwënn torció el cuello hacia el túnel que se extendía ante él, con la certeza absoluta de que algo se aproximaba desde sus entrañas. Sus ojos se hundieron en la oscuridad que se extendía más allá de su visión. El sonido se detuvo.
—¡¡Basta!! ¡¡Salid de una vez!! —gritó resuelto a las tinieblas. Y la voz grave y sonora del guerrero se despeñó como un trueno por los túneles vacíos—. ¡Hablad o luchad. Pero hacedlo cara a cara!
El eco continuaba repitiendo la sentencia del elfo, alejándose por los pasillos...
Luego enmudeció. Nada ocurrió los segundos posteriores. Allwënn sólo podía escuchar su propia respiración. Todo quieto, en calma. Como si allí abajo, a tan inmemoriales cenizas de la historia no hubiese descendido nadie, jamás...
El chocar de placas se activó, como una tardía réplica a su desafío. No sólo desde el túnel que se abría a su frente, también por los corredores laterales y aquello inquietó al guerrero. Pronto pudo distinguir las primeras siluetas avanzando en compás a través de las sombras, con un ritmo cansino y uniforme. El repicar metálico les acompañaba como una melodía monocorde y discordante, mientras aquellos cuerpos altos y desconocidos dejaban el celo de la oscuridad paso a paso, para mostrarse a la tamizada luz que bañaba la estancia.
Siluetas de armaduras doradas, de yelmos penachados, de escudos en forma de hoja doble de hacha...
Estaba allí... otra vez....
Una por una, las figuras abandonaron las sombras apareciendo por entre los vanos de los arcos que permitían la entrada a la sala. Eran siluetas de guerreros, que portaban defensas y armas de guerreros. Nada salvo su número debería haber inquietado a Allwënn... a no ser...
El metal estaba aboyado y maltrecho, delator del paso marchito del tiempo y la dureza de cien batallas. Entre sus placas se abrían señales delatoras de heridas de guerra. Tajos que en su día penetraron en el acero y hendieron la carne alojada dentro...
Tenían la inconfundible marca de los elfos. Aunque decadente y envuelta en una atmósfera sombría y tenebrosa, aquellos despojos seguían transmitiendo el aura de grandeza y orgullo que un tiempo tuvieron esas ropas de batalla y aquellos que las guarnecieron.
Nada debería haber sorprendido a Allwënn salvo su número...
Nada de aquellos guerreros deshechos surgidos de la nada que le miraban desde sus yelmos celados inmóviles. Nada, salvo saberlos muertos y extintos desde antes de la misma Historia.
Allí estaban de nuevo... otra vez...
Quizá ahora quisieran terminar lo que empezaron sobre el puente.
No se movían. No avanzaban ni retrocedían. No elevaban ni bajaban la guardia de sus lanzas y espadas. Tampoco tensaban ni distendían las flechas colocadas en sus arcos. Solamente miraban con la misma impasividad con la que miran los muertos. Con la frialdad y lentitud para quienes el tiempo nada parece significar.
Allwënn agitaba la hoja de su espada dispuesto para la lucha. Miraba a sus adversarios con sus iris verdes amenazantes. Dicen que para un guerrero siempre hay una última batalla y aquel elfo consideraba «última» cualquiera de sus batallas. Quería advertir a sus adversarios que no les pensaba facilitar en nada la tarea. No le conocían, desde luego. Espectros o no, estaba resuelto a vender muy cara la piel. Con solidez en sus gestos se plantó resuelto ante ellos con su terrible y hermosa espada trabada en su puño. Su firme decisión podía leerse escrita en su rostro. Allwënn no supo si su impertinente arrojo retenía a aquellos espectrales guerreros pero lo cierto es que, igual que sobre aquel puente de madera, tampoco se acercaron. Se mantenían quietos, crucificándolo con sus pupilas luminosas como hasta entonces.
Allwënn alzó su arma y aquellas reliquias andantes reaccionaron al unísono colocando sus armas en posición de combate.
La respiración se volvió pesada. Con la espada en alto, el medioenano no se decidía a blandirla. En tanta desventaja numérica, la batalla se podría tornar desfavorable al primer error incluso para un veterano en esas lides como él. Estaba teniendo demasiado tiempo para pensar con frialdad y aquello jugaba en su desventaja. Allwënn era un guerrero ardiente que se crecía en la temeridad del combate. Tenía una vocación suicida capaz de desequilibrar cualquier disputa. Pero si se le dejaba tiempo para pensar, Allwënn terminaba calibrando sus opciones que habitualmente eran pocas.
Comenzó a retroceder lentamente...
Entonces, justo cuando su bota pisó los centímetros de losa tras él, los decrépitos soldados elfos se activaron y avanzaron hacia él sin dilación. Su cabeza, su veteranía, intentaba hacer un rápido cálculo mental de sus posibilidades de éxito. Tal vez fuesen demasiados.
El elfo volvió a detenerse para afianzar su posición y con él, para su sorpresa, la escuadra espectral de Custodias también quedó inmóvil.
Allwënn les estudió desde un rostro convertido en una máscara dura y penetrante por el esfuerzo de la concentración. Tampoco podía evitar el frenético golpear del corazón en la jaula del pecho. Sólo los yelmos alados, la voluptuosidad de los penachos, los raídos atuendos ya inspiraban respeto.
Despacio, volvió a retroceder.
Como sospechaba, apenas pisó hacia atrás, los fantasmales guerreros Shaärikk volvieron a avanzar de nuevo hacia él, inexpresivos, impasibles; crucificándolo con los clavos ardientes de sus pupilas. Allwënn continuó retrocediendo mientras sus presuntos enemigos comenzaban a formar un solo bloque compacto ante él. La Äriel se balanceaba temida y temerosa de una a otra mano con mucha más maestría que empeño. En esta ocasión no pretendía, como gustaba de hacer, intimidar a sus adversarios mostrándoles qué grado de destreza podía alcanzar aquella dama hecha espada entre sus manos. No, esta vez lo único que buscaba era la sorpresa.
Debía intentarlo...
Ya se había decidido, a pesar de la consideración que le inspiraban aquellos guerreros.
Siempre fue insolente...
La garganta de Allwënn se desgarró en un furioso grito de batalla y enrojeció como si por ella corriera un río de metal candente. Al tiempo que iniciaba una acometida salvaje con las fauces de su espada listas para hender la carne. Las venas de su cuello se hincharon como si fuesen a reventar. Los ojos se abrieron e inyectaron de rabia mostrando sus dientes, como los muestra la bestia antes de desgarrar la presa. Los músculos de sus piernas impulsaron su cuerpo hacia delante con la convicción del ataque. Se contraían y se extendía en todo su poder. Sólo les faltaba expulsar humo. A medida que su boca se abría destrozada por el alarido y todo su rostro se contraía por el esfuerzo y el derroche de energía. Al par, la Äriel seleccionaba ya el primer objetivo perdiendo toda delicadeza y trasformándose en una contundente pieza del engranaje de la muerte. Los ojos de Allwënn se habían clavado en aquel que habría de ser el primero en recibir el encuentro brutal de sus lances.