Volvió a doblegar el cuerpo, abatido en la lucha. Aspirar la siguiente bocanada empezaba a convertirse en toda una proeza. Sus pulmones se abrían al máximo. Su rostro era una máscara de esfuerzo. El aire gélido penetraba desde su boca, abrasaba la garganta y quemaba los pulmones. Exhausto, con el pecho a punto de estallar y el azote del impasible látigo del viento castigándole enterró la rodilla en la alta capa de nieve. Hundió un brazo en ella para evitar que todo su cuerpo se desplomase. Pasó su enguantada mano por el rostro desprendiéndose las grandes formaciones de escarcha en sus cejas y bigotes. Una película gélida de hielo cubría su rostro desprotegido a expensas de la tormenta. Lo mantenía tirante e insensible al tacto. Sus largos cabellos anaranjados se escapaban por entre los huecos del embozo de piel que abrigaba su cabeza. Se cubría también de las mismas partículas que teñían de polvo blanco el resto de sus abultadas ropas.
Los ojos seguían sin divisar signo alguno por entre la batida del viento y las enormes olas de nieve que levantaba. La luz diurna, próxima a expirar, apenas tenía la potencia necesaria para vencer la barrera e iluminar el terreno. Debía estar cerca. Tenía que estar cerca. Intentó incorporarse con el escaso cúmulo de fuerzas que le restaban, apoyándose en el asta de su callado. Una vez erguido, cerró los ojos intentando concentrarse.
Nadie se adentraría en las profundas soledades del Ycter sin un buen motivo. ¿Qué podría decirse, entonces, de aquél que había escogido tan desolador paraje como su hogar? Quizá unas inhumanas ansias de soledad. Tal vez el único lugar a donde la destructiva mano del Culto es incapaz de llegar. Un buen escondite, sí, tal vez, para una persona capaz de sobrevivir en sus gélidas fauces sin contacto con el mundo. Si existía alguien así, era a ese a quien pretendía encontrar arriesgando su propia vida. Había muchas más vidas que la suya en juego que dependían en gran medida de aquella búsqueda.
Se aisló un instante del infernal rugido del viento, embravecido y furioso, tratando de poner en guardia su esencia mágica y así orientar con mayor seguridad sus pasos. Cuando la pierna se incrusta hasta la rodilla en la nieve, junto a la inclemencia del tiempo, hay que combatir también con la dificultad del terreno. Cada paso de más se convierte en un gasto vital de energía y un tesoro demasiado valioso para desperdiciar. De ahí que fuera necesaria, al menos, una pequeña guía para encaminar los pasos.
Abrió los ojos de golpe encontrándose de nuevo inmerso en el ruido ensordecedor que lo envolvía todo. Algo lo había puesto alerta. Mezclado con el aullido silbante creyó distinguir...
Volvió la cabeza hacia atrás, afinando los oídos. Poco a poco comenzó a corroborar la sensación de peligro que le recorría la espalda. Al principio con debilidad, creciendo en instantes a través de la espesa marea blanca: unos vagos ladridos se abrieron paso por entre la demencial barrera del viento llegando hasta sus tímpanos. Una maldición pocas veces escuchada en sus labios se perdió en el furioso vendaval. Un calor súbito bañó sus músculos. No estaba en condiciones de combatir. ¿Pero es que acaso estaba en disposición de correr? Siempre sería mejor que morir. Haciendo acopio de sus fuerzas se apresuró a arrancar incidiendo unos metros en cualquier dirección a través de la tormenta. Las energías se devoraban a cada zancada. No contaba con semejante derroche y sus reservas, casi al límite, no aguantarían durante mucho tiempo tal lapidación. Las enormes piernas incidían como cuchillas en la corteza nevada, clavándose hasta las rodillas. Mientras, su garganta aspiraba la abrasadora gelidez del aire que quemaba como ríos de ascuas en sus pulmones. Sus jadeos, cada vez más audibles y agónicos, se entremezclaban con los bramidos furiosos del viento y los ecos de aquellos cánidos, que, tan pronto se apagaban como se volvían a escuchar según la dirección del vendaval, caprichosa como el volar de una mosca.
Su único temor era que en el próximo metro de terreno a salvar, su corazón flaqueara como sus rodillas y no tuviese el suficiente coraje como para impulsar la sangre hasta su cabeza. Si moría, nadie podría descubrir jamás que había estado pisando aquel suelo frío con una razón demasiado poderosa a sus espaldas.
El paso lento de las brasas consumía poco a poco los troncos de madera en la chimenea. El frío hierro del atizador se introdujo entre los adormecidos rescoldos forzando el revivir de sus lenguas, tal vez, un poco olvidadas. Pronto, la actividad en la hoguera volvió a ser la deseada y el acero hostigador acabó retirándose.
Dentro de la rústica cabaña de madera podía apreciarse la cruda nevada del exterior azotando los vidrios de las ventanas fuertemente trabados con entibos. En tardes como esa en las que arreciaba el temporal, la vivienda entera parecía estremecerse llenándose de tenebrosos crujidos sobrecogedores e inquietantes golpes de manos invisibles. Rodeado en tan lúgubres y desolados páramos por kilómetros y kilómetros de estéril nieve, no era difícil, ante los ecos de la tormenta ponerse algo nervioso. Sin embargo, Ishmant, ya estaba acostumbrado a ellos. Tanto tiempo siendo la única criatura inteligente que habitaba las más septentrionales soledades de tan inhóspitas tierras había doblegado su ánimo proporcionándole suficiente temple como para no inmutarse ante ningún sonido. Como mucho, los encontraba curiosas notas de la enfurecida naturaleza, como si quisiera demostrar que estaba viva aún en estos infértiles lares. En tardes así, cuando el cielo se oscurecía hasta ocultar la luz de los soles, él ponía a hervir el agua con la que preparar una taza de
kyawan
y dedicaba las horas que seguían a la buena y plácida lectura.
El vapor del agua hirviente comenzó a hacer silbar la cafetera. Aquel sonido distrajo por un instante la vista de los empañados cristales y de la monótona vista que aquellos le ofrecían. Apartando el recipiente de barro del ávido abrazo de las llamas, Ishmant vertió su hirviente contenido en la taza donde reposaba la mezcla de hierbas amargas del kyawan. Había costumbres que nunca olvidaría. Una de ellas era saborear esa intensa infusión. Lo transportaba hasta sus orígenes, a los templos de su primera iniciación. Ya hacía mucho tiempo de aquellos vagos y lejanos recuerdos pero eran las penetrantes bocanadas del amargo caldo lo único que lo devolvía al contacto con los hombres y a los distantes días en los que él era el discípulo con un millar de cosas que aprender y descubrir. Mientras, el tiempo pasaba lentamente.
Fuera rugía el temporal. Sonidos, como el correr de mil patas diminutas plagaban la solitaria estancia abatida por la tormenta. De vez en cuando, los habituales golpes seguían rompiendo el velo de la concentración. Tendría que empezar por tercera vez el mismo párrafo. Los versos místicos de Gadio no tenían el mismo magnetismo y profundidad si habían de ser acompañados por constantes interrupciones.
Por cuarta vez los golpes convirtieron la lectura en un placer inalcanzable. Ishmant cerró casi con violencia las gruesas y gastadas pastas de las «Meditaciones» del viejo filósofo decidido ya a buscar otra manera de ocupar las horas que restaban de furiosa tempestad. Sin embargo, el sonido se repitió. Esta vez se percató de algo que quizás antes pasara desapercibido. Fueron cuatro golpes secos, rítmicos y...
«pom, pom, pom, pom».
Torció el cuello con las cejas fruncidas hacia la dirección de la que indudablemente venían los golpes. ¡Alguien llamaba a su puerta! El adormilado instinto del guerrero comenzó a despertar activando a su paso todos los sentidos, como los engranajes de una vieja máquina por siglos en desuso. ¿Quién podría encontrarse al otro lado? Pensó. En su mente se atropellaron un millar de hipótesis a cuál más desconcertante; o lo que era aún más inaudito ¿Quién podría haber llegado hasta allí; hasta un escondido punto en una interminable región helada? ¿Qué clase de criatura es capaz de sobrevivir en el abrazo de la tormenta sin la gracia de los Dioses?
«¡Ha venido!»
Se dijo a sí mismo dejando caer de sus manos el libro que sostenía...
Un recuerdo...
«Escóndete lejos, amigo mío, que yo sabré dar contigo aún cuando huyas al mismísimo pozo de Sogna».
Algo se aceleró en el alma de Ishmant, algo murió en aquel instante de duda volviendo a renacer una antigua sensación, casi relegada y marchita durante todos estos años de exilio.
«Pom... Pom... Pom...»
De nuevo los golpes; pero ahora se debilitaban. Las fuerzas de quien al otro lado llamaba se consumían.
«Me ha encontrado. Sólo él podría hacerlo».
El corazón aceleró su pulso pero Ishmant usó su fuerza interior para calmarlo. Se había preparado para este momento.
El madero que aseguraba el portón cayó al suelo con un ruido sordo y pesado. Los goznes entonaron un débil chirrido que la furia del vendaval se apresuró a ahogar igual que al dulce son de una flauta el fragor de la batalla. La puerta se abrió de par en par. Como un asaltante invisible, con descontrolado impulso, el frío, la poderosa acometida del viento y la nieve se adueñaron del interior de la habitación, agitando la lumbre, volcando objetos y conquistando, el poco calor de la vivienda.
Frente a él, envuelto por el fantasmal aullido de la tormenta, oculto entre las sombras y la nieve que azotaba en ráfagas, una figura colosal se alzaba por encima del marco de la puerta, embutida, toda ella, en una capucha oscura de largos vuelos que borraba su rostro. En la diestra del coloso, un alfanje curvo de impresionante aspecto. Bajo sus ropas lo único que acertaba a contemplarse eran unos mechones castigados de anaranjado cabello.
—Ish...mant —dijo la figura en un hilo de voz extenuado y marchito.
«¡¡Lo sabía!!» Pensó él.
Era noche en el exterior. Una noche densa y callada, como de muerte.
La oscuridad reinaba sobre la Ciudad Imperial tamizando con su manto impenetrable los perfiles y siluetas de aquel afilado edificio que hendía con sus múltiples torres de aguja los cielos tenebrosos. El resplandor vago del ojo lunar se filtraba en inapreciables haces desde los ventanales de ojivas. Una paz inocente y calmada lo envolvía todo. Una paz ignorante e indefensa. Era noche en el exterior pero acaso no importaba, pues tras los altos muros del Templo Pontificio siempre reinaba la oscuridad. Una oscuridad que se divinizaba en sus altares, que se sacralizaba y adoraba como a una virgen. Una oscuridad que pasa de ser un tupido escenario a tener nombre, un rostro, devotos... y poder. La noche es Kallah. La luna es Kallah. La Oscuridad es Kallah. Y aquella noche sus siervos, sus más altos servidores, el Alto Capítulo de los conjurados se habían reunido en Magna Cábala mientras el mundo sucumbía a los brazos del sueño… Si es que aún restaba alguien capaz de conciliarlo.
La mesa donde se había dispuesto la reunión era una mesa larga. Un tablero desmesurado que crecía muchos metros antes de hallar un fin. La vestía un tapiz de laboriosos brocados en un rojo sangre que se mezclaba con el negro de la oscuridad gobernante en un abrazo tenebroso y violento. Más allá de los límites robustos y elegantes de la tremenda pieza de madera todo se volvía impreciso, como producto de un sueño. Apenas si se distinguían con claridad el gran número de siluetas que ocupaban las sillas en derredor de la vasta mesa.
Junto a los lienzos de los muros, grandes atalayas de metal entrelazado, como lanzas de caballería o troncos de árboles acorazados, se elevaban las gruesas columnas de cera hirviente muy por encima de las cabezas de los allí congregados. Los penachos de llamas consumían y ablandaban el alto y carnoso cilindro, licuando su espesa simiente hasta hacerla despeñar en grandes ríos que pronto solidificaban. Sobre la majestuosa mesa, alojados en tan dilatado cuerpo, se repartían varios candelabros cuajados de velas. De los flameros, una marea de cera derretida aún caliente se vomitaba desde cada uno de los retorcidos brazos, convirtiendo vertidos en esculturas deformes, témpanos de perfiles imposibles que se unían unos a otros formando un revestimiento sólido, como un telón siempre en movimiento.
Todos estaban allí. Las cuatro lunas del Cónclave, señores de las cuatro partes del mundo. Lord Nasstukl, Luna del Alwebränn, señor de los Ciclos de Norte. El anciano y cruel Lord Hildarr, vistiendo la toga purpúrea veteada con el Ojo Sangrante, el ‘Säaràkhally’. Signos que le conferían la más alta distinción después del sumo pontífice Ossrik. Hildarr era la Luna de Nwândy y señor de los Ciclos de Oeste. Portando el bastón maldito de Quêvahra, con la cabeza momificada de Vertum el Blasfemo
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, hijo de Repta, que es la insignia de la Luna del Derthalah, se acomodaba sombrío y tenebroso, Lord Rsabahs deSabbast en su engalanado trono. La última Luna, la de los Ciclos del Tzuglaiam, la ocupaba el siniestro Lord Velguer, mano derecha del propio Ossrik en lo que concierne a los asuntos internos. Nadie, ni siquiera Hildarr, el más anciano y poderoso de la Curia Pontificia podía sentirse a salvo ante las inquisidoras miradas de Velguer. Aquél, sin duda el verdadero hombre intocable del Culto, resultaba un personaje temido incluso entre sus iguales. Por propia seguridad resultaba conveniente que siempre te tuviese en estima. Muchos de los que hoy se sentaban en esa interminable mesa, muchos de los que hoy ocupaban incluso un lugar de privilegio, debían su ascenso a aquel personaje de tenebrosa mirada y rasgos indescriptiblemente consumidos. Tampoco habría de olvidarse que muchos que hoy no lo estaban también debían esa suerte al mismo lóbrego personaje.
Ellos eran la Curia Máxima de la orden oscura, pero había más en torno al ornado tablón de reuniones. Los seis Archiduques consulares de togas rojas como la sangre fresca y largas estelas togadas. Ellos formaban un consejo paralelo al de la Curia que solo unificaba su presencia con aquella en ocasiones de acuciante relevancia. Seis eran también los Altos Maestres, líderes destacados de las congregaciones más poderosas. Hombres indispensables en la toma de grandes decisiones. Tampoco faltaban en aquella insólita reunión los Duques de Guerra. Habitualmente el círculo clerical solía mantener las grandes directrices a seguir por la orden. Los movimientos, las leyes, los objetivos se dictaban desde la cúpula ascética del Culto. Nunca podía perderse la perspectiva de que la Orden Lunar era una congregación religiosa y por lo tanto eran sus sacerdotes y no el elemento laico del Culto quienes movían los hilos, incluso aquellos puramente militares.