Podía notar muy débilmente, y únicamente porque había aprendido a hacerlo, el vaivén de atrás hacia delante y de lado a lado de la
Lady Morwenna
conforme avanzaba por el Camino. Lejos de molestarle, el balanceo le proporcionaba confianza. En el momento en el que la catedral se quedase inmóvil como una piedra, sabría que estaban retrasándose con respecto a Haldora. Pero la catedral no se había detenido en más de un siglo, y fue durante unas horas por un fallo en un reactor. Desde entonces, incluso habiendo aumentado en tamaño, doblando y luego cuadruplicando su altura, había seguido moviéndose, deslizándose por el camino a la velocidad exacta y necesaria para mantenerse justo bajo Haldora y por lo tanto transmitirlo a través de su reflejo en los espejos hasta sus abiertos y vigilantes ojos. Ninguna otra catedral del Camino tenía un récord similar. El rival más cercano a la
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, la Dama de Hierro, había perdido toda una rotación hace cincuenta y nueve años. La vergüenza de aquella avería, que les obligó a esperar en el mismo lugar durante trescientos veinte días hasta que las otras catedrales dieran la vuelta completa, aún les pesaba casi seis décadas después, prácticamente todas las demás catedrales, incluyendo la
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, tenían una vidriera que conmemoraba aquella humillación.
El diván lo propulsó hasta la ventana oeste, inclinándolo ligeramente para mejorar su punto de vista. Mientras se desplazaba, los espejos se movían a su alrededor, manteniendo su línea de visión. Hacia cualquier dirección en la que girase el diván, Haldora siempre era el objeto predominante que veía reflejado. Lo veía gracias a múltiples reflejos. La luz era guiada por ángulos rectos, revertida e invertida de nuevo, aumentada y disminuida mediante lentes acromáticas, pero seguía siendo la misma luz, no una imagen de segunda o tercera mano proyectada en una pantalla. Siempre estaba allí, pero la vista no era igual hora tras hora. Para empezar, la iluminación de Haldora variaba a lo largo del ciclo de cuarenta horas de la órbita de Hela, pasando de una faz completamente iluminada a creciente o a una cara nocturna sacudida por las tormentas. E incluso durante cualquiera de sus fases, los detalles de los matices y franjas nunca eran iguales de una vez para otra. Era suficiente para relegar la sensación de que la imagen estaba grabada en su cerebro.
Por supuesto, no era lo único que veía. Alrededor de Haldora había un anillo de sombras negras y grises plateadas y luego, agrupado en una franja poco detallada, todo lo que le rodeaba. Podía mirar hacia un lado y colocar a Haldora en su campo de visión periférico, ya que los espejos reflejaban la imagen hacia sus ojos, no hacia sus pupilas. Pero no solía hacerlo muy a menudo, por miedo a que ocurriera una desaparición mientras no prestaba toda su atención al planeta.
Incluso con Haldora directamente encima, Quaiche había aprendido a sacarle partido a su visión periférica. Era sorprendente cómo el cerebro era capaz de rellenar los huecos, sugiriendo detalles que sus ojos realmente no eran capaces de vislumbrar. En más de una ocasión le parecía que si los seres humanos realmente apreciaran lo sintético que era su mundo, cuántas cosas estaban unidas no mediante la percepción directa, sino por la interpolación, la memoria o conjeturas con cierto fundamento, podrían tranquilamente volverse locos.
Miró hacia el Camino. Al este, a lo lejos, en la dirección hacia la que avanzaba la
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, había un marcado centelleo. Era el límite norte de las montañas Gullveig, la cordillera más grande del hemisferio sur de Hela. Era el último accidente geográfico importante que debían cruzar antes de las relativamente fáciles llanuras de Jarnaxa y la ruta rápida asociada a ellas, las Escaleras del Diablo. El Camino atravesaba los flancos al norte de la cordillera de Gullveig, cruzando su falda a través de una serie de cañones de altas paredes. Y precisamente allí es donde habían informado de un desprendimiento de hielo. Decían que era bastante grande, de cientos de metros de altura, y que bloqueaba completamente el paso. Quaiche había entrevistado personalmente al jefe del equipo de mantenimiento del Camino Permanente ese mismo día, un hombre llamado Wyatt Benjamín que había perdido una pierna en un antiguo accidente sin especificar.
—Sabotaje, diría yo —le había comentado Benjamín—. Una docena más o menos de cargas de demolición colocadas en la pared la última vez que pasamos, con un sistema de activación retardada. Una acción destructiva por parte de las catedrales que nos siguen. No pueden mantener el ritmo, así que no quieren que los demás lo hagan.
—Esas son acusaciones demasiado serias para hacerlas en público —había dicho Quaiche, como si él mismo no lo pensara también—. Aun así, puede que tengas razón, por mucho que me duela admitirlo.
—No se deje engañar: estaba preparado.
—La cuestión es, ¿quién va a despejarlo? Habría que hacerlo en ¿cuánto? ¿diez días como máximo antes de que lleguemos al desprendimiento? Wyatt Benjamín había asentido con la cabeza.
—Quizás no debáis estar tan cerca cuando sea despejado.
—¿Por qué no?
—No vamos a quitarlo poco a poco.
Quaiche digirió su respuesta, entendiendo exactamente lo que el hombre quería decir.
—Hubo un desprendimiento de esa magnitud hará tres o cuatro años, ¿no? ¿Cerca del cruce Glum? Creo recordar que se despejó usando equipo de demolición convencional. Se despejó el paso en menos de diez días.
—Se podría despejar este también en menos de diez días —le dijo Benjamín—, pero solo tenemos la mitad de nuestro equipo y personal habituales.
—Eso es muy raro —replicó Quaiche, frunciendo el ceño—.
¿Qué pasa con el resto?
—Nada, es que han sido requisados, hombres y máquinas. No me pregunte por qué ni quién lo ordena, yo solo trabajo para el Camino Permanente y supongo que si fuese algo relacionado con asuntos de la Torre del Reloj, usted ya lo sabría, ¿no es cierto?
—Supongo que sí —había dicho Quaiche—. Debe de provenir de un nivel inferior a la Torre del Reloj. ¿Quién? Imagino que otra oficina del camino habrá descubierto algo que ya tendrían que haber arreglado urgentemente, algún trabajo que se les olvidara hacer en la vuelta anterior. Necesitan toda esa maquinaria pesada para terminarlo deprisa, antes de que nadie se de cuenta.
—Pues nosotros nos hemos dado cuenta —había dicho Benjamín, aunque pareció aceptar como buena la sugerencia de Quaiche.
—En ese caso, tendréis que encontrar otra forma de despejar el paso, ¿no?
—Ya hemos encontrado otra manera —había dicho el hombre.
—Fuego Divino —había replicado Quaiche, imprimiendo un tono sobrecogedor a su voz.
—Si no hay más remedio, es lo que tendremos que usar. Por eso lo llevamos.
—La demolición nuclear solo debería usarse como ultimísimo recurso —había dicho Quaiche, con el que esperaba hubiese sido un tono de advertencia apropiado—. ¿Estás completamente seguro de que el desprendimiento no puede despejarse con métodos convencionales?
—¿En diez días y con los hombres y el equipo disponibles? Ni en sueños.
—Entonces habrá que usar el Fuego Divino. —Quaiche había juntado sus huesudos dedos en un gesto pensativo—. Informa al resto de las catedrales de todos los movimientos ecuménicos. Tomaremos las riendas de este asunto. Los demás será mejor que se retiren a una distancia prudencial como siempre, a menos que hayan mejorado sus protecciones desde la última vez.
—No hay otra opción —coincidió Wyatt Benjamín. Quaiche le había puesto la mano en el hombro.
—No te preocupes: se hará lo que haya que hacer. Dios cuidará de nosotros.
Quaiche despertó de sus meditaciones y sonrió. El hombre del Camino Permanente ya se había ido para organizar el infrecuente y sagrado despliegue de los aparatos de fusión controlada. Estaba solo con el Camino, el sarcófago, y la distante cordillera de Gullveig con su atrayente centelleo.
—Has sido tú el que ha ordenado el desprendimiento de hielo, ¿verdad?
Se volvió hacia el sarcófago.
—¿Quién os ha dado permiso para hablar?
—Nadie.
Se esforzó por mantener el tono de voz, sin revelar el miedo que sentía.
—Se supone que no podéis hablar hasta que yo lo decida.
—Obviamente no es así. —La voz era débil, aguda, producto de un altavoz barato soldado a la parte de atrás de la cabeza del sarcófago, oculto a los invitados ocasionales.
—Lo oímos todo, Quaiche, y hablamos cuando nos apetece. No debería ser posible. Se suponía que el altavoz solo funcionaba cuando Quaiche lo conectaba.
—No deberíais ser capaces de hacerlo.
La voz, que era como el sonido producido por un instrumento de viento de madera de fabricación barata, parecía burlarse de él.
—Esto es solo el principio, Quaiche. Siempre encontraremos la forma de escapar de cualquier jaula que construyas a nuestro alrededor.
—Entonces os destruiré ahora.
—No puedes, ni debes. No somos tus enemigos, Quaiche. Ya deberías saberlo. Estamos aquí para ayudarte. Únicamente pedimos un poco de ayuda a cambio.
—Sois demonios. Yo no negocio con demonios.
—No somos demonios, Quaiche, solo sombras, como lo eres tú para nosotros. Ya habían tenido esta conversación antes, muchas veces.
—Puedo encontrar la forma de mataros —dijo.
—¿Y por qué no lo intentas?
La respuesta saltó irrefrenable a su cabeza, como siempre: porque podrían serle de utilidad. Porque podía controlarlos por ahora. Porque temía lo que podría pasar si los mataba, del mismo modo que si los dejaba vivir. Porque sabía que había más en el lugar de donde estos provenían. Muchos más.
—Ya sabéis por qué —dijo en un tono lastimoso incluso para él mismo.
—Las desapariciones están aumentando su frecuencia —dijo el sarcófago—. Ya sabes lo que significa, ¿no?
—Significa que estamos en los tiempos finales —dijo Quaiche—. Nada más que eso.
—Significa que el encubrimiento está fallando. Significa que la maquinaria será pronto evidente para todos.
—No hay ninguna maquinaria.
—Tú la has visto personalmente. Los demás también la verán, cuando las desapariciones alcancen su punto culminante. Y tarde o temprano alguien querrá hacer negocios con nosotros. ¿Por qué esperar hasta entonces, Quaiche? ¿Por qué no negocias con nosotros ahora con los mejores términos posibles?
—No negocio con demonios.
—Solo somos sombras —dijo de nuevo el sarcófago—. Solo sombras, susurrando a través del espacio que nos separa. Ayúdanos a cruzarlo ahora para que podamos ayudarte.
—No lo haré, nunca.
—Se acerca una crisis, Quaiche. Las señales sugieren que ya ha empezado. Ya has visto a los refugiados. Conoces las historias que cuentan de máquinas que surgen de la oscuridad, del frío. Máquinas de extinción. Ya lo hemos visto antes, en este mismo sistema. No las vencerás sin nuestra ayuda.
—Dios intervendrá —dijo Quaiche. Le lloraban los ojos, enturbiando la imagen de Haldora.
—No hay Dios —dijo el sarcófago—. Solo estamos nosotros, y no tenemos paciencia infinita.
Pero entonces dejó de hablar. Había hecho su declaración del día, dejando a Quaiche solo con sus lágrimas.
—Fuego Divino —susurró.
Ararat, 2675
Cuando Vasko regresó al centro del iceberg, ya no había música. Con el ligero peso de la incubadora en una mano, se abrió paso entre la maraña de barrotes de hielo, siguiendo la ya despejada ruta. El hielo tintineaba y crujía a su alrededor cuando la incubadora se abría paso frente a los obstáculos. Escorpio le había dicho que no corriera de vuelta a la destrozada nave, pero sabía que el cerdo únicamente intentaba ahorrarle una angustia innecesaria. Había hecho la llamada a Blood, le había contado a Urton lo que estaba pasando, y luego había regresado con la incubadora lo más rápido que se había atrevido.
Pero conforme se acercaba a la profunda brecha en el contado de la nave, supo que todo había terminado. Había una columna de luz descendiendo desde el tejado de hielo en el que alguien había hecho un agujero de un metro de diámetro. Escorpio estaba de pie en el círculo de luz y sus rasgos se iluminaban con dureza desde arriba, como en una pintura tenebrista. Miraba hacia abajo, con la cabeza hundida entre sus anchos hombros. Sus ojos estaban cerrados, la piel de su frente, cubierta de finos pelos, se volvía gris azulada bajo la polvorienta columna de luz. Tenía algo en la mano, que dejaba caer gotas rojas en el hielo.
—¿Señor? —preguntó Vasko.
—Ya está hecho —dijo Escorpio.
—Siento que haya tenido que hacerlo usted, señor.
Sus ojos, de un rosado pálido, se quedaron clavados en él. Las manos de Escorpio temblaban. Cuando habló, su voz perfectamente humana sonó débil, como la de un fantasma que hubiera perdido su influencia en una maldición.
—No tanto como yo.
—Yo lo hubiera hecho si me lo hubiera pedido.
—No te lo habría pedido —dijo Escorpio—. No se lo habría pedido a nadie.
Vasko intentó buscar algo más que decir. Quería preguntarle a Escorpio si Skade le había permitido cierta clemencia. Vasko pensó que no podía haber estado fuera más de diez minutos. ¿Quería eso decir, en la repugnante álgebra del sufrimiento, que Skade le había proporcionado a Clavain una tregua de la prolongada muerte que le había prometido?
¿Se podía decir en algún sentido que Skade había mostrado piedad, aunque tan solo fuera acortando unos escasos minutos lo que aún así debía haber sido una indecible agonía? No sabría decirlo. Ni siquiera estaba seguro de querer saberlo.
—He traído la incubadora, señor. ¿La niña…?
—Aura está bien. Está con su madre.
—¿Y Skade, señor?
—Skade está muerta —le dijo Escorpio—. Sabía que no podría resistir mucho más. —La voz del cerdo sonaba apagada, desprovista de sentimientos—. Había redireccionado sus recursos vitales para mantener a Aura con vida. No quedaba mucho de Skade cuando la abrimos.
—Quería que Aura viviese —dijo Vasko.
—O quería algo con lo que negociar cuando llegásemos con Clavain. Vasko levantó la caja de plástico en alto, como si Escorpio no lo hubiese oído bien.
—La incubadora, señor. Deberíamos meter al bebé dentro inmediatamente.
Escorpio se agachó, azotando el hielo con la hoja del escalpelo. El rastro rojo se extendió por la escarcha, formando dibujos que a Vasko le recordaron iris. Pensó que quizás Escorpio iba a tirar el cuchillo, pero en lugar de eso se lo guardó en un bolsillo.