El Desfiladero de la Absolucion (55 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Hasta ahora, no se le había pasado por la cabeza que los observadores pudieran pasar tiempo fuera de la plataforma. Pero allí estaban, en fila, entrando de nuevo obedientemente a la caravana. Se preguntaba si era porque había demasiados observadores o si necesitaban bajar de la plataforma de vez en cuando por el bien de su salud.

Seguramente la secuencia de destellos lejanos había sido una coincidencia, pero había servido para subrayar el cambio de turno de una forma que Rashmika encontraba ligeramente inquietante. La última vez que había subido allí arriba se había sentido como si estuviese espiando una ceremonia sagrada. Ahora se sentía como si la hubiesen pillado en mitad de la misma y de alguna forma hubiese estropeado la santidad del ritual.

La última tanda de nuevos observadores había asumido su posición en la plataforma. Aunque habían pasado junto a ella, no había ningún signo evidente de que hubiese alterado su horario. Ahora, la propia plataforma estaba inclinándose hasta la misma posición de las demás en el resto de la caravana, en ángulo hacia Haldora.

Rashmika miró hacia atrás para ver a los últimos del turno anterior desaparecer en el interior de la máquina. Quedaban tres, luego dos, y luego el último también desapareció por el agujero. La trampilla por la que habían salido los del nuevo turno estaba ahora sellada, pero la otra seguía abierta. Rashmika miró a los observadores de la plataforma. Parecían completamente indiferentes a su presencia, si es que en algún momento habían llegado a percibirla. Quizás únicamente la habían contemplado como un obstáculo menor en su camino hacia el deber. Comenzó a acercarse a la trampilla abierta, sin perder de vista la plataforma, aunque con su actual inclinación era casi imposible que ninguno de los peregrinos la viese, ni siquiera con el rabillo del ojo, y mucho menos llevando cascos y capuchas. No tenía intención de bajar por la trampilla, pero al mismo tiempo sentía una enorme curiosidad por ver qué había allí abajo. Un vistazo sería suficiente. Quizás no hubiera nada, simplemente una escalera que conducía a cualquier otro lugar, quizás a una esclusa de aire. O puede que viera… su imaginación se quedó en blanco. Pero no podía evitar pensar en las hileras de observadores, enchufados a máquinas que los ponían a punto para el siguiente turno.

La caravana se tambaleó y rebotó. Se agarró a una reja, esperando que en cualquier momento la escotilla se cerrase desde dentro. Dudó si debía acercarse más. Los observadores le habían parecido dóciles por ahora, pero ¿cómo reaccionarían ante una invasión de su territorio? No sabía casi nada acerca de su secta. Quizás tuvieran una elaborada serie de penas capitales previstas para aquellos que violasen sus secretos. Un pensamiento le pasó por la cabeza: ¿y si Harbin hubiera hecho exactamente lo que ella estaba a punto de hacer? Ella se parecía mucho su hermano. Podía imaginarse sin problema a Harbin matando el tiempo paseándose por la caravana, tropezándose con el mismo cambio de turno, sintiéndose atraído, por su curiosidad natural, a ver qué había debajo. Otro pensamiento aún menos agradable siguió al primero: ¿y si uno de los observadores fuese Harbin?

Se apresuró hasta llegar al borde de la escotilla. Aún estaba abierta. Arrojaba desde las profundidades una cálida luz roja. Rashmika volvió a sujetarse, asegurándose de no caerse por la escotilla si la caravana volvía a tambalearse bruscamente. Miró por el hueco y solo vio una simple escalera que descendía hasta donde podía ver desde su posición. Para mirar más abajo tendría que asomarse más. Rashmika se estiró, soltando el apoyo que agarraba con una mano para acercarse. Ahora podía ver un poco mejor el interior del agujero. La escalera acababa en un suelo de rejilla. Había otra escotilla o puerta que daba al resto de la caravana, quizás una entrada a una esclusa de aire, a menos que los observadores pasasen toda la vida en el vacío.

La caravana dio un tumbo. Rashmika notó que se inclinaba hacia delante, sacudió los brazos intentando recuperar el agarre, pero sus dedos solo se pudieron aferrar al vacío. Se inclinó más hacia delante. El agujero se hizo más grande. El hueco parecía mucho más ancho y profundo que hacía un momento. Rashmika comenzó a gritar, segura de que iba a caerse dentro. La escalera estaba al otro lado. No había forma de que pudiera agarrarse a ella. Pero de pronto ya no se movía. Algo, o alguien, la sujetaban. Tiraron de ella con suavidad desde el borde de la trampilla. Rashmika tenía el corazón en la boca. Nunca había comprendido qué quería decir la gente con esa expresión, pero ahora lo entendía perfectamente. Miró hacia arriba para ver la cara de su benefactor y vio su propia visera reflejada y un reflejo más pequeño en ella, disminuyendo hasta convertirse en un vago punto de fuga no demasiado lejano. Tras el espejo encapuchado, apenas visible, se adivinaba el rostro de un hombre joven. Sus mejillas afiladas captaban la luz. Despacio pero sin lugar a dudas, negaba con la cabeza. Tan pronto como se dio cuenta de esto, Rashmika se recuperó enseguida. El observador dio la vuelta a la escotilla, hacia donde estaba la escalera, se deslizó hábilmente por el borde y luego bajó por los peldaños. Aún con la respiración entrecortada por el susto, Rashmika se acercó lentamente hacia el borde, llegando justo a tiempo para ver al observador manejar un mecanismo de palanca que cerró la trampilla. Una vez bien ajustada en su marco, la trampilla giró noventa grados. Estaba de nuevo sola.

Rashmika se levantó aún temblorosa. Había sido imprudente e irresponsable. Había sido tan descuidada que había dejado que la salvase uno de los peregrinos. Y qué poco inteligente había sido asumir que no la percibían en absoluto. Era aplastantemente obvio que sí. Siempre habían sido conscientes de su presencia, pero simplemente habían decidido ignorarla como pudieran. Cuando, finalmente, hizo algo que no podían ignorar; algo estúpido, dicho sea de paso, habían intervenido rápida y severamente, como suelen hacer los adultos con los niños.

La habían puesto en su lugar sin reprimenda ni amonestación, pero el sentido de humillación había quedado patente. Rashmika tenía poca experiencia en cuanto a reproches y la sensación era al mismo tiempo nueva y desagradable.

Entonces se le ocurrió algo. Se arrodilló en la escotilla blindada y la golpeó con el puño. Quería que el observador volviese y le explicase por qué había negado con la cabeza. Quería que se disculpase, que le hiciese sentir como si no hubiese hecho nada malo al espiar su ritual. Quería que él purgase su culpabilidad, que la asumiera. Quería la absolución.

Siguió golpeando la puerta, pero no pasó nada. La caravana seguía retumbando. Los observadores de la plataforma mantenían su incansable escrutinio hacia Haldora. Finalmente, sumisa y humillada, sintiéndose incluso más estúpida que antes de que el hombre la salvara, Rashmika se levantó y cruzó el tejado de la caravana hacia su parte de la máquina. En el interior de su casco lloró por su propia debilidad, preguntándose si alguna vez creyó tener la fuerza o el valor para llegar hasta el final de su cruzada.

Ararat, 2675

—¿Crees en las coincidencias? —preguntó la nadadora.

—No lo sé —respondió Vasko. Estaba de pie junto a una ventana de la Gran Concha, a unos cien metros por encima del entramado de calles oscuras. Tenía las manos entrelazadas a la espalda, con una bota apuntando hacia fuera y la espalda recta. Había oído que iba a haber una reunión allí y que no le impedirían asistir. Nadie le había explicado por qué tendría lugar en la Concha, en lugar de en el entorno supuestamente más seguro de la nave.

Miró más allá de la tierra, hacia la franja de agua entre la orilla y la oscura espiral de la nave. La actividad malabarista no había disminuido, pero había, extrañamente, un manto de aguas tranquilas introduciéndose hacia la bahía como una lengua. Las formas se arremolinaban a ambos lados, pero en medio el agua tenía la lisa apariencia del metal fundido. Las temblorosas linternas de las barcas se alejaban de la costa, navegando por esa franja. Avanzaban hacia la nave, ensartadas en una tosca y oscilante procesión. Era como si los malabaristas les dejaran paso libre.

—Los rumores se extienden muy rápido —dijo la nadadora—. Ya te habrás enterado, ¿no?

—¿De lo de Clavain y la niña?

—No solo eso. La nave, dicen que ha vuelto a la vida. Los detectores de neutrinos, sabes lo que son, ¿no? —No esperó a que contestase—. Registran una fuente en los centros de los motores. Después de veintitrés años se están calentando. La nave está planeando salir de aquí.

—Nadie le ha dicho que lo haga.

—Nadie tiene que hacerlo. Tiene mente propia. La cuestión es, ¿nos conviene más estar a bordo cuando despegue, o a medio camino por Ararat? Sabemos que hay una batalla ahora mismo allí arriba, a pesar de que no todos creímos la historia de esa mujer al principio.

—No nos quedan muchas dudas ahora —dijo Vasko— y los malabaristas parecen haber tomado también una decisión. Están dejando que la gente llegue hasta la nave. Quieren que lleguen hasta ella sanos y salvos.

—Quizás simplemente no quieren que se ahoguen —dijo la nadadora—. Quizás simplemente se están riendo de lo que decidamos. Quizás no les importa nada en absoluto.

Se llamaba Pellerin y la conocía de las primeras reuniones a bordo de la
Nostalgia por el Infinito
. Era una mujer alta con la constitución habitual en los nadadores. Tenía una marcada estructura ósea facial, con la frente ancha y el pelo negro y brillante, peinado hacia atrás con aceite perfumando, como si acabara de surgir del mar. Lo que a primera vista parecían pecas sobre sus mejillas y el puente de la nariz, eran en realidad marcas de hongos color verde pálido. Los nadadores tenían que tener cuidado con esas marcas. Indicaban que el mar empezaba a tomarles gusto, invadiéndolos, rompiendo la barrera entre dos organismos tan diferentes. Tarde o temprano, solía decirse, el mar los robaba como trofeos, disolviéndolos en la matriz de los malabaristas de formas.

Para los nadadores era algo importante. Les gustaba explorar los riesgos que asumían cada vez que entraban en el océano, especialmente cuando eran nadadores expertos como Pellerin.

—Es muy posible que de verdad quieran que lleguen sanos y salvos —dijo Vasko—. ¿Por qué no sales a nadar y lo averiguas por ti misma?

—Nunca salimos a nadar cuando está así. Vasko soltó una carcajada.

—¿Así? Nunca había estado así, Pellerin.

—Nunca nadamos cuando los malabaristas están tan agitados —dijo ella—. No son predecibles como tus máquinas raederas. Hemos perdido a muchos nadadores, especialmente cuando estaban furiosos como hoy.

—Creía que las circunstancias pesaban más que los riesgos —dijo—. Pero ¿qué sé yo? Yo solo soy un trabajador de la fábrica de alimentos.

—Si fueses nadador, Malinin, sabrías que no es buena idea nadar en noches como esta.

—Probablemente tienes razón —dijo él.

—¿Qué quieres decir con eso?

Pensó en el sacrificio que se había llevado a cabo ese mismo día. La escala de ese gesto era demasiado grande para que él pudiera asumirlo. Había comenzado a contemplarlo, a comprender parte de su esencial grandeza, pero había momentos en los que se abrían a sus pies abismos que alcanzaban profundidades insospechadas de valor y altruismo. No creía que toda una vida le hiciese olvidar lo que había experimentado en el iceberg. La muerte de Clavain siempre estaría ahí, como un trozo de metralla enterrado en su carne, y notaría su afilada presencia extraña con cada respiración.

—Quiero decir que —dijo Vasko— si estuviese más preocupado por mi propio bienestar que por la seguridad de Ararat… entonces sí me pensaría dos veces lanzarme al mar.

—Eres un cabrón insolente, Malinin. No tienes ni idea.

—Te equivocas —dijo él con repentina rabia—. Sí que tengo idea. Lo que he visto hoy es algo que debes dar gracias a Dios por no haber tenido que vivir. Yo sé lo que significa ser valiente, Pellerin. Yo sé lo que implica, y preferiría no saberlo.

—Me habían dicho que el valiente fue Clavain —dijo ella.

—¿Y he dicho yo lo contrario?

—Por cómo hablas parece que el valiente seas tú.

—Yo estaba allí —dijo—. Y con eso basta.

Pellerin habló con una forzada calma en la voz.

—Te perdono esto, Malinin. Sé que has pasado por algo horrible ahí fuera. Debe de haberte afectado mucho, pero yo he visto con mis propios ojos a mis dos mejores amigos ahogarse. He visto cómo otros dos se disolvían en el mar y he visto a seis de ellos acabar en el psiquiátrico, donde se pasan el día babeando y arañando dibujos en las paredes con la sangre de sus dedos. Una de ellas era mi amante. Su nombre es Shizuko. Voy a visitarla allí y cuando me mira simplemente se ríe y vuelve a sus dibujos. Para ella tengo tanta importancia personal como el tiempo. —Los ojos de Pellerin se abrieron de par en par—. Así que no me des lecciones de valor, ¿de acuerdo? Todos hemos visto cosas que preferiríamos olvidar.

La tranquilidad de ella había socavado su propio sentimiento de violenta superioridad moral. Notó que estaba temblando.

—Lo siento —dijo en voz baja—. No he debido hablarte así.

—Simplemente supéralo —dijo ella—. Y nunca jamás vuelvas a decirme que no tenemos agallas para nadar cuando no sabes una mierda de nosotros.

Pellerin se marchó. Se quedó solo, lleno de pensamientos confusos. Aún podía ver la hilera de barcas, con las linternas cada vez más lejos de la orilla.

25

Ararat, 2675

Vasko se puso un anónimo abrigo marrón sobre su uniforme de la División de Seguridad, descendió por la Gran Concha y comenzó a andar sin ser advertido en la oscuridad.

Cuando salió a la calle notó como una tensión en el aire, como la nerviosa calma que precede a una tormenta eléctrica. La gente se movía por las estrechas y sinuosas calles en bulliciosas oleadas. Había un macabro ambiente de carnaval en las reuniones alrededor de los faroles, pero nadie gritaba ni reía; lo único que oía era el rumor sordo de miles de voces, que rara vez se elevaban por encima del volumen normal de conversación.

No los culpaba por su reacción. Hacia el final de la tarde se había emitido un corto comunicado oficial acerca de la muerte de Clavain y a estas horas parecía poco probable que hubiera un rincón en toda la colonia en el que no se supiese la noticia. La gran afluencia de gente en las calles había comenzado antes del anochecer y de la aparición de las luces en el cielo. Acertadamente advertían que faltaba algo en el comunicado oficial. No se mencionaba ni a Khouri ni a su hija, no se mencionaba la batalla que se desarrollaba en el espacio cercano a Ararat, y simplemente se incluía una vaga promesa de facilitar más información a su debido tiempo.

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