Grelier había buscado en el archivo de la catedral, revisando literatura médica de siglos de antigüedad para encontrar cualquier cosa acerca de la predisposición genética para la habilidad de la chica. Pero los documentos eran frustrantemente incompletos. Había mucha información acerca de la clonación y la prolongación de la vida, pero muy poco sobre los marcadores genéticos de la hipersensibilidad a las microexpresiones faciales.
No obstante, se había tomado la molestia de analizar la sangre de Harbin, buscando cualquier cosa inusual o anómala, preferiblemente en los genes asociados con los centros de percepción del cerebro. Harbin podría no haber tenido el don al mismo nivel que su hermana, pero eso de por sí ya era interesante. Si no había diferencias significativas en sus genes más allá de las variaciones normales entre dos hermanos, entonces el don de Rashmika debía acercarse más a una habilidad adquirida que a algo heredado. Un golpe de suerte en su desarrollo, o quizás, y algo en su entorno más cercano estimuló ese don. Por otro lado, si descubría algo, entonces quizás fuese capaz de conectar los genes diferentes con áreas específicas del funcionamiento cerebral. La documentación sugería que las personas con daño cerebral podían adquirir esta habilidad como un mecanismo de compensación cuando perdían la habilidad para procesar el lenguaje. Si ese era el caso, y si esa importante región cerebral podía ser identificada, entonces incluso podía ser capaz de reproducir esa condición mediante una intervención quirúrgica. La imaginación de Grelier se disparó. Pensaba en instalar bloqueos neurales en la cabeza de Quaiche, pequeñas válvulas y presas que pudieran abrirse y cerrarse a distancia. Aislando las regiones cerebrales adecuadas, iluminándolas u oscureciéndolas dependiendo de su función podría incluso llegar a conectar y desconectar esa habilidad. Se estremeció ante la idea. ¡Menudo don para un negociador! Ser capaz de elegir cuándo querías descubrir las mentiras de los que te rodeaban.
Pero por ahora lo único que tenía era una muestra del hermano. Las pruebas no habían revelado ninguna anomalía destacable, nada que hiciese resaltar a la muestra, de no ser por el interés previo que tenía por su familia. Quizás eso apoyaba la hipótesis de que la habilidad era adquirida. No lo sabría con seguridad hasta que tuviese sangre de Rashmika Els.
El cuestor había sido de gran utilidad, por supuesto. Con la persuasión adecuada no habría sido tan difícil encontrar la forma de obtener una muestra de Rashmika. Pero ¿por qué arriesgarse a desbaratar un proceso que ya estaba rodando suavemente hacia su conclusión? La carta ya había surtido el efecto deseado. Rashmika había pensado que era falsa, diseñada para apartarla de su misión. Había visto más allá de las torpes explicaciones del cuestor acerca de la procedencia de la carta, y eso únicamente había servido para afianzar su determinación.
Grelier se sonrió. No, esperaría. Rashmika llegaría hasta él muy pronto, y entonces obtendría su sangre. Tanta como necesitase. En ese momento se produjo un silencio en la audiencia. Miró a su alrededor, observando a Quaiche deslizarse por el pasillo en su pulpito móvil. La erecta estructura negra producía un leve ruido al rodar conforme se acercaba. Quaiche permanecía en su diván de soporte vital, inclinado casi hasta la posición vertical y colocado encima del pulpito. Incluso mientras se desplazaba por el pasillo, la luz de Haldora seguía llegando a sus ojos gracias a un elaborado sistema de tubos articulados y espejos que la transportaban desde la Torre del Reloj. Técnicos con bata seguían el pulpito, ajustando los tubos mediante pértigas con pinzas. En la penumbra, las gafas de sol de Quaiche no eran necesarias, revelando el doloroso marco que mantenía sus ojos abiertos.
Para muchos de los presentes, y con seguridad, para aquellos que habían llegado a la
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en los últimos dos o tres años, esta podía ser la primera vez que viesen a Quaiche en persona. Era muy raro que bajase de la Torre en los últimos tiempos. Los rumores de su muerte habían estado circulando durante décadas, apenas desmentidos por las cada vez menos frecuentes apariciones.
El pulpito giró y avanzó hacia el frente de la congregación antes de detenerse justo debajo de la ventana negra. Quaiche le daba la espalda, de cara hacia el público. Bajo la luz de las velas parecía una continuación tallada en el propio pulpito. Unos santos con trajes de vacío tallados en bajo relieve lo apoyaban en la parte inferior.
—Hijos míos —dijo—. Regocijémonos. Hoy es un día de prodigios, de oportunidad en la adversidad. —Su voz sonaba tan ronca como siempre, pero amplificada y aumentada por micrófonos ocultos. Desde las alturas, el órgano proporcionaba un contrapunto resonante, casi ultrasónico, a la oratoria de Quaiche.
—Durante veintidós días nos hemos estado aproximando al callejón sin salida en el cañón de Gullveig, ralentizando nuestro paso, dejando que Haldora nos adelantase, pero sin llegar nunca a detenernos. Esperábamos que el bloqueo hubiera sido despejado hace doce o trece días. Si lo hubiera estado no nos habríamos retrasado, pero la obstrucción ha demostrado exigir mayores esfuerzos de lo que nos temíamos. Las medidas de despeje convencionales han resultado ineficaces. Algunos hombres buenos han muerto supervisando el problema y muchas más vidas se han perdido colocando las cargas de demolición. No necesito recordaros a ninguno de los presentes que es un asunto muy delicado: el propio Camino debe resultar lo menos dañado posible tras despejar la obstrucción. —Hizo una pausa. Los marcos circulares de sus ojos captaban la luz de las velas, despidiendo reflejos color bronce—. Pero ahora el trabajo más peligroso ya está terminado. Las cargas están colocadas.
En ese momento, el coro y el órgano alzaron sus voces al unísono. La mano de Grelier se ceñía con fuerza a la cabeza de su bastón. Entornó los ojos, sabiendo exactamente lo que venía a continuación.
—¡Contemplad el Fuego Divino! —entonó Quaiche.
La ventana negra se iluminó con una maravillosa luz. A través de cada trocito de cristal se distinguía un rayo de color, siendo cada uno de ellos tan intenso y puro que devolvió a Grelier al mundo de la guardería con sus brillantes formas y colores. Notó las filtraciones químicas de felicidad en su cerebro, luchando por resistirse incluso mientras notaba cómo se desmoronaba su firmeza.
Delante de la ventana se distinguía la silueta de Quaiche sobre el pulpito. Sus brazos estaban alzados, flacos como ramitas. Grelier arrugó los ojos más aún, intentando vislumbrar el dibujo que se revelaba en la ventana negra. Estaba comenzando a adivinarlo cuando la onda expansiva les golpeó, haciendo temblar toda la catedral. Las velas se agitaron y se apagaron, las lámparas de araña suspendidas se balancearon.
La ventana se quedó de nuevo negra. Sin embargo, permaneció una retroimagen: una representación del propio Quaiche, arrodillado delante de la monstruosidad de hierro, el sarcófago ornamentado. El sarcófago estaba abierto por las bisagras, anteriormente soldadas. Las manos de Quaiche se elevaban ahuecadas delante de él, cubiertas por una espesa masa roja que se extendía en flecos e hilos hasta el interior del sarcófago. Era como si hubiera metido las manos en él y extraído esos pegajosos restos rojos. El rostro de Quaiche miraba al cielo, al estriado globo de Haldora. Pero no era Haldora como Grelier siempre lo había visto representado.
La retroimagen perdía intensidad. Grelier comenzó a preguntarse si tendría que esperar hasta el próximo bloqueo para ver de nuevo la ventana, pero entonces otra explosión siguió a la primera, revelando de nuevo el dibujo. Dibujado en la cara de Haldora, diseñado como si brillara a través de las bandas atmosféricas del gigante gaseoso, había un dibujo geométrico muy complejo, como el intrincado sello de un emperador. Era un entramado tridimensional de rayos plateados en cuyo centro, irradiando luz, había un único ojo humano.
Otra onda expansiva les golpeó, balanceando la
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. La siguió una última detonación y entonces se acabó el espectáculo. La ventana negra volvía a ser negra, al ser sus cristales demasiado opacos para iluminarse con otra cosa que no fuera el brillo nuclear del propio Fuego Divino. El órgano y el coro también cesaron.
—El Camino puede limpiarse ahora —dijo Quaiche—. No será fácil, pero ahora podremos continuar con la velocidad habitual durante varios días. Quizás necesitemos más cargas de demolición, pero el grueso del obstáculo ya no existe. Damos gracias a Dios por ello. Pero el tiempo que hemos perdido no será recuperado fácilmente.
La mano de Grelier se apretaba de nuevo contra su bastón.
—Dejemos que el resto de catedrales intenten recuperar el tiempo perdido —dijo Quaiche—. Les resultará difícil. Sí, las llanuras de Jarnsaxa nos aguardan más adelante y la recompensa será para el más rápido. La
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no es la catedral más rápida del Camino, ni nunca ha perseguido ese inútil honor, pero ¿qué sentido tiene recuperar el tiempo perdido en las llanuras cuando las Escaleras del Diablo se encuentras al otro lado? Normalmente habríamos intentado llevar tiempo de ventaja a estas alturas, adelantándonos a Haldora en previsión de la lenta y difícil singladura de la Escalera. En esta ocasión no contamos con ese lujo. Hemos perdido unos días críticos cuando menos podíamos permitírnoslo. —Se detuvo un momento, sabiendo que contaba con la aterrada atención del público—. Pero existe otro camino —dijo Quaiche, inclinándose hacia delante en el pulpito, casi amenazando con caerse del diván—. Un camino que requiere valor y fe. No tenemos por qué pasar por las Escaleras del Diablo. Hay otra ruta que atraviesa la falla Ginnungagap. Todos sabéis, por supuesto, de lo que hablo.
Alrededor de toda la catedral, transmitido por su tejido blindado, Grelier oyó el traqueteo de las contraventanas al abrirse. Las vidrieras normales se volvieron a abrir, inundándose de luz por orden secuencial. Normalmente habría estado debidamente impresionado, pero el recuerdo de la ventana negra seguía en su mente y la retroimagen aún nublaba su visión. Cuando se había visto el fuego nuclear a través de cristal para soldar, todo lo demás era tan pálido como una acuarela.
—Dios nos dio un puente —dijo Quaiche—. Creo que ya es hora de utilizarlo.
Rashmika se volvió a sentir irremediablemente atraída hacia el tejado de la caravana, cruzando entre los vehículos hasta alcanzar la plataforma inclinada de los observadores. Los idénticos espejos de sus caras, cuidadosamente espaciadas y ordenadas, adquirían una cualidad curiosamente abstracta. Le recordaban a los culos de las botellas apiladas en una bodega, o a las colecciones de facetas de una de las estaciones de rayos gamma casi en la frontera de las tierras baldías. No sabía si esto le resultaba más o menos reconfortante que el hecho de que cada uno de ellos fuera un ser humano diferente, o lo había sido, al menos, hasta que esta compulsión por observar Haldora había borrado cualquier rastro de personalidad de sus mentes.
La caravana se balanceaba y rodaba, sorteando un tramo del camino que había sido despejado recientemente de un desprendimiento de hielo. De vez en cuando, (hoy más frecuentemente que hacía un día o dos), tenían que adelantar a grupos de peregrinos que hacían el viaje a pie. Los peregrinos parecían diminutos y estúpidos, allí tan abajo. Los más afortunados tenían trajes de vacío de ciclo cerrado que les permitían largos desplazamientos por la superficie del planeta. Algunos de los trajes incluso eran capaces de cuidar de algunas enfermedades, curando pequeñas heridas o calmando las articulaciones con artritis. Sin duda, ellos eran los más afortunados. El resto tenía que conformarse con trajes que nunca fueron diseñados para viajar más de unos pocos kilómetros sin asistencia. Avanzaban penosamente bajo el peso de grandes mochilas caseras, como campesinos transportando todas sus pertenencias. Algunos habían terminado con unos artilugios tan grotescos que no tenían más remedio que tirar de sus pertenencias y de sus improvisados equipos de soporte vital tras ellos, sobre esquís o a rastras. Los trajes, cascos, mochilas y equipaje se veían incrementados por tótems religiosos, normalmente de voluminosas proporciones. Se trataba de estatuas doradas, cruces, pagodas, demonios, serpientes, espadas, caballeros con armadura, dragones, monstruos marinos, arcas y otras muchas cosas más que Rashmika ni se molestó en reconocer. Todo se hacía a base de fuerza muscular, sin la ayuda de asistencia mecánica. Incluso bajo la moderada gravedad de Hela, los peregrinos estaban doblados por el esfuerzo y cada resbaladizo paso era un estudio del agotamiento.
Algo captó su atención, a lo lejos, hacia lo que asumía que debía de ser el sur. Miró atentamente en aquella dirección, pero solo vio una nube que desaparecía: un resplandor violeta azulado que se escondía tras la siguiente línea de colinas. Un momento después, vio otro resplandor en la misma dirección. Fue tan rápido y súbito como un parpadeo, pero dejó la misma aura transitoria. Hubo un tercero y después nada más.
No tenía una idea clara de lo que habían sido los resplandores, pero imaginó que la dirección hacia la que miraba no debía de estar muy lejos de la posición que ocupaban las catedrales en el Camino Permanente. Quizás había sido testigo de las operaciones de despeje de las que el cuestor hablaba.
Ahora estaba sucediendo otra cosa, pero en esta ocasión mucho más cerca. La plataforma sobre la que los observadores estaban tumbados estaba inclinándose, descendiendo hacia una posición horizontal. Cuando alcanzó un ángulo de treinta grados, se detuvo, y con un movimiento inquietantemente suave, todos los observadores se sentaron al soltarse sus ataduras. Lo inesperado del movimiento sobresaltó a Rashmika. Era como el levantamiento coordinado de un ejército de sonámbulos. Algo pasó rozándola, no con mucha fuerza pero tampoco con suavidad. Luego otra vez.
Junto a ella pasaba una procesión de los mismos peregrinos encapuchados. Rashmika miró hacia atrás y vio que formaban una larga fila que se aproximaba a la plataforma. Surgían de una trampilla en el techo de la caravana, una que no había advertido antes. Mientras tanto, los peregrinos que habían estado atados a la plataforma se bajaban de ella de fila en fila, descendiendo la ligera pendiente con movimientos sincronizados. Cuando alcanzaban el tejado de la caravana formaban su propia fila, rodeando la plataforma y desapareciendo por otra trampilla. Incluso antes de que toda la plataforma estuviese vacía, la nueva tanda de observadores ya estaba ocupando su posición, acostados sobre la espalda y atados. El cambio de turno duró unos dos minutos y se realizó con tal grado de perturbadora serenidad que era difícil encontrar la forma de hacerlo más rápido. Rashmika tenía la impresión de que se había derramado sangre durante cada segundo del cambio de turno, ya que había un lapso de tiempo durante el cual nadie observaba a Haldora. Aunque esto no era del todo cierto. Se dio cuenta de que no había el mismo tipo de actividad en el resto de la caravana. El resto de plataformas seguían inclinadas en su ángulo habitual de observación. Sin duda, el cambio de turno era escalonado para que al menos un grupo de observadores tuviera garantizado poder ver la desaparición de Haldora.