Skade se llevó ambas manos enguantadas al vientre. No había ninguna junta visible en su armadura hasta ese momento, pero ahora la curvada placa blanca que cubría su abdomen se despegó del resto del traje. Skade la colocó junto a ella y volvió a colocar sus manos a los costados. En el lugar donde se había abierto la armadura se movía un bulto de blanda carne humana bajo la fina malla de una capa interna de vacío.
—Estamos listas —dijo.
Jaccottet se acercó a ella y se arrodilló, apoyando una pierna en el montículo de hielo fundido que cubría la mitad inferior de Skade. Junto a él tenía abierta la caja negra de instrumentos quirúrgicos blancos.
—Cerdo —dijo Skade—, saca un escalpelo del compartimento inferior. Usaremos eso por ahora.
La pezuña de Escorpio intentó extraer el instrumento de su ajustado emplazamiento. Khouri se acercó y lo sacó por él, colocándolo delicadamente en su mano.
—Por última vez —rogó Escorpio—, no me obligues a hacer esto.
Clavain se sentó junto a él con las piernas cruzadas.
—Está bien, Escorp, haz lo que te dice. Tengo algunos trucos en la manga que ella no conoce. No va a ser capaz de bloquear todas mis órdenes, aunque piense que sí.
—Puedes intentar convencerlo si crees que así le facilitas las cosas —dijo Skade.
—Nunca me ha mentido —dijo Escorpio—, y no creo que empiece a hacerlo ahora.
Tenía el instrumento blanco en la mano, absurdamente ligero, una inocente herramienta quirúrgica. No había maldad en el objeto en sí, pero en ese momento lo percibía como el centro de todo el mal del universo, siendo su prístina blancura parte del mismo sentimiento de maldad. En su palma se balanceaban titánicas posibilidades. No podía sujetar el instrumento de la forma en la que sus diseñadores lo habían pensado. Pero, de cualquier modo, podía manipularla lo suficientemente bien como para hacer daño. Suponía que a Clavain no le importaría en realidad lo hábilmente que llevara a cabo su tarea. Una cierta imprecisión incluso podría ayudarle, embotando la candente punzada de dolor que Skade deseaba.
—¿Cómo quieres que me siente? —preguntó Clavain.
—Túmbate —dijo Skade—. Boca arriba, con los brazos a los costados.
Clavain se colocó como le pedía.
—¿Algo más?
—Como quieras. Si quieres decir algo, ahora es buen momento. Dentro de poco quizás te resulte más difícil.
—Solo una cosa —dijo Clavain.
Escorpio se acercó a él. Su terrible tarea era inminente.
—¿De qué se trata, Nevil?
—Cuando todo esto se acabe, no perdáis tiempo. Poned a salvo a Aura. Es lo único que me importa. —Hizo una pausa y se humedeció los labios. Alrededor de la boca la fina barba brillaba con una capa de preciosos cristales blancos—. Pero si tenéis tiempo y si no es un inconveniente para ti, te pido que por favor me entierres en el mar.
—¿Dónde? —preguntó Escorpio.
—Aquí —dijo Clavain—. Tan pronto como puedas, sin ceremonias. El mar hará el resto.
No parecía que Skade lo hubiera oído o que le interesase lo que tenía que decir.
—Empecemos ya —le dijo a Jaccottet—. Haz exactamente lo que te digo. Ah, y, ¿Khouri?
—¿Sí?
—No tienes por qué ver esto.
—Es mi hija —replicó—. No me moveré de aquí hasta que la recupere.
Entonces se volvió hacia Clavain y Escorpio notó una gran carga de comunicación privada entre ellos. Quizás era más que simplemente su imaginación; después de todo ambos eran combinados.
—No te preocupes —dijo Clavain en voz alta.
Khouri se arrodilló junto a él y lo besó en la frente.
—Solo quería darte las gracias.
Detrás de ella, Skade había vuelto a colocar el holoteclado.
Fuera del iceberg, en el creciente contorno blanco, Urton miró a Vasko igual que lo haría un profesor a un alumno haciendo novillos.
—Has tardado mucho —le dijo.
Vasko cayó de rodillas y vomitó por sorpresa, sin previo aviso, quedándose con una sensación de vacío. Urton se arrodilló en el hielo junto a él.
—¿Qué te pasa?, ¿qué ha pasado? —dijo con tono apremiante.
Pero él no podía hablar. Se limpió el resto de vómito de su barbilla. Los ojos le escocían. Se sentía al mismo tiempo avergonzado y liberado por su reacción, como si en esa terrible admisión de debilidad emocional también hubiese encontrado una insospechada fortaleza. En ese momento de descarga, en ese momento en el que sintió que su interior se vaciaba, supo que había dado un paso hacia el mundo adulto que Urton y Jaccottet pensaban que les pertenecía en exclusiva.
Sobre ellos, el cielo cobraba un tono gris y morado. El mar se enturbiaba con espectros grises deslizándose entre las olas.
—Háblame, Vasko.
Él se impulsó para ponerse de pie. Su garganta estaba áspera pero su mente estaba clara y limpia, como una esclusa de aire.
—Ayúdame con la incubadora —le pidió a Urton.
p Eridani 40
La batalla bramaba en el espacio inmediatamente alrededor del planeta de los malabaristas de formas. Cerca del mismo corazón de la contienda y cerca del centro geográfico de la gran nave
Luz del Zodiaco
, Remontoire se encontraba sentado en una postura de perfecta calma zen. Su expresión revelaba únicamente un leve interés por el resultado de los acontecimientos. Sus ojos estaban cerrados, sus manos recatadamente cruzadas sobre su regazo. Parecía aburrido y ligeramente distraído, como un hombre a punto de quedarse dormido en una sala de espera.
Remontoire no estaba aburrido ni a punto de dormirse. El aburrimiento era una condición de la consciencia que apenas si recordaba, al igual que la ira o el odio o la sed de leche materna. Había experimentado muchos estados mentales desde que dejó Marte hacía casi quinientos años, incluyendo algunos que solo podían ser experimentados por el llano y limitado lenguaje de los humanos de base. El aburrimiento no estaba entre ellos, ni tampoco esperaba que jugase un papel importante en sus asuntos mentales en el futuro, con toda seguridad no mientras los lobos siguieran por allí. Y tampoco era muy probable que probase el sueño.
De vez en cuando alguna parte de él —sus párpados o incluso toda su cabeza— caía momentáneamente, traicionando el extremo estado de no aburrimiento que en realidad experimentaba. Datos tácticos surgían incesantemente a través de su mente con la helada claridad de un torrente cristalino. En realidad estaba haciendo funcionar su mente a una frecuencia peligrosamente alta, justo por debajo de los parámetros de enfriamiento de su anticuada arquitectura mental combinada. Skade se hubiera reído de él si lo hubiera visto luchando para alcanzar una frecuencia de pensamiento que, para ella, apenas hubiera merecido una mención. Skade podía pensar así de rápido y al mismo tiempo fragmentar su consciencia en media docena de corrientes paralelas. Y podía hacerlo mientras se movía, ejercitando su cuerpo, mientras que Remontoire tenía que sentarse en un estado de quietud como en trance para no añadir más carga a sus ya estresados cuerpo y mente. Sin duda eran criaturas de siglos diferentes.
Pero aunque Skade hubiese estado presente en sus pensamientos últimamente, ahora no era su preocupación más inmediata. Consideraba que era muy probable que estuviese muerta. Sus sospechas eran lo suficientemente fundadas incluso antes de que permitiese que Khouri descendiese a la atmósfera del planeta, siguiendo la corbeta averiada de Skade. Pero había sido prudente.
Si Skade estaba muerta, también lo estaría Aura.
Algo había cambiado: un tictac y un ronroneo del gran y oscuro planetario de la guerra en la que flotaba. Durante horas las fuerzas opuestas (humanos de base, los combinados de Skade y los inhibidores) habían girado alrededor del planeta en formaciones fijas, como si finalmente hubieran encontrado una configuración matemática de estabilidad máxima. El resto de combinados estaban intimidados. Durante semanas había llevado ventaja sobre la débil alianza de Remontoire formada por humanos, cerdos y refugiados de Resurgam. Les habían robado a Aura y gracias a ella habían conocido muchos de los secretos que habían permitido a Remontoire y sus aliados flanquear a las fuerzas inhibidoras en Delta Pavonis. Más tarde, Remontoire les había concedido mucho más a cambio de Khouri, pero desde que Skade desapareciese, los otros combinados estaban confusos y desorientados, mucho más que si le hubiera sucedido algo similar a un grupo de la generación de Remontoire. Skade era demasiado poderosa, una manipuladora demasiado eficaz. Durante la guerra contra los demarquistas (que ahora a Remontoire le parecía una inocente chiquillada), la implacable estructura democrática de la política combinada había sido gradualmente dividida con la creación de capas de seguridad: El Consejo Cerrado, El Sanctus, e incluso, quizás, el rumoreado Consejo Nocturno. Skade era el producto final lógico de todo aquel proceso de compartimentación: altamente cualificada, muy ingeniosa, muy erudita, extremadamente adepta a manipular a los demás. Con la presión de la guerra contra los demarquistas, su gente había creado, sin saberlo, una tirana para sí misma.
Y Skade había sido muy buena tirana. Solo había deseado lo mejor para su gente, incluso si eso significaba la extinción del resto de la humanidad. Su obcecación, su voluntad por trascender los límites de la carne y la mente, habían servido de inspiración incluso para Remontoire. Estuvo a punto de elegir luchar a su lado en lugar de junto a Clavain. No era de extrañar que los combinados que la rodeaban hubiesen olvidado cómo pensar por sí mismos. Bajo la sumisión a Skade no había necesidad de ello.
Pero ahora Skade se había ido y su ejército de rápidas y brillantes marionetas no sabía qué hacer. En las últimas diez horas, las fuerzas de Remontoire habían interceptado veintiocho mil invitaciones diferentes para negociar de los elementos combinados restantes, que se colaban incesantemente por la breve ventana en la colapsada esfera de comunicaciones, afectando a todo el escenario de la batalla. Después de todas las traiciones, tras todas las frágiles alianzas y rencorosas enemistades, seguían pensando que él era un hombre con el que se podía negociar. Había, pensó, algo más: indicios de que estaban preocupados por algo que aún no había logrado identificar. Podía ser una táctica para captar su atención y animarle a hablar con ellos, pero no estaba seguro.
Había decidido hacerles esperar un poquito más, al menos hasta que tuviera algún dato concreto desde la superficie. Ahora, sin embargo, algo había cambiado. Había detectado una alteración en la disposición de las fuerzas en la batalla con respecto a un quinceavo de segundo antes. En el tiempo subsiguiente no había pasado nada que sugiriese que no era real.
Los inhibidores se estaban desplazando. Un grupo de máquinas de los lobos (se movían en grupos, agrupaciones, en nubes cambiantes, en lugar de en escuadrones o destacamentos) había abandonado su posición anterior. Entre el noventa y cinco y el noventa y nueve por ciento de los efectivos de los lobos alrededor de p Eridani 40 (estimado por masa o por volumen, ya que era difícil estar seguros de cuánta maquinaria de los lobos los había seguido verdaderamente desde Delta Pavonis) permanecía en su puesto, pero según los sensores, que no siempre eran fiables, el pequeño grupo, entre el uno y el cinco por ciento del total de la fuerza, se dirigía hacia el planeta. Aceleraban suavemente, desafiando a la física a su paso. Cuando la maquinaria inhibidora se desplazaba, lo hacía sin rastro de reacciones newtonianas. Las recientes modificaciones en los motores combinados se acercaban algo a ese efecto sometiendo a las partículas de escape a una rápida descomposición en un estado cuántico imperceptible. Pero los lobos usaban un principio diferente. Incluso desde muy cerca, no había ni rastro del método de propulsión. Lo que creían más aproximado, y seguía siendo una suposición, era que los motores inhibidores usaban una forma del efecto cuántico de Casimir, usando la desequilibrada presión del vacío sobre dos placas paralelas para deslizarse a través del espacio tiempo. El hecho de que las máquinas aceleraran varios trillones de veces más rápido de lo que la teoría admitía, se admitía como algo un poco menos embarazoso que no tener ninguna teoría al respecto.
Realizó una simulación, prediciendo el patrón de vuelo del grupo. Podía fraccionarse en elementos más pequeños o combinarse con otros, pero si continuaba con su trayectoria actual, se dirigía hacia el espacio aéreo del planeta. Eso preocupó a Remontoire. Hasta ahora las maquinas alienígenas habían evitado acercarse tanto. Era como si tuvieran escrito en lo más profundo de sus rutinas de control un decreto, una norma fundamental, que les ordenaba evitar el contacto innecesario con los mundos de los malabaristas de formas.
Pero los humanos habían llevado la batalla al planeta anegado. ¿Hasta cuándo obedecerían esa orden? Quizás el hundimiento de la corbeta de Skade había activado algún resorte y el daño ya estaba hecho. Quizás la maquinaria inhibidora ya había entrado en la biosfera, en cuyo caso incluso este planeta malabarista podría correr un peligro inmediato.
El grupo llevaba casi un segundo de camino, según Remontoire. Asumiendo la curva de aceleración normal, llegaría al espacio aéreo del planeta en menos de cuarenta minutos. En su actual estado de consciencia parecía una eternidad, pero Remontoire sabía que no podía pensar eso.
La nave con forma de tridente de Remontoire partió de la bodega de aparcamiento en el interior de la
Luz del Zodiaco
. Casi inmediatamente notó la compresión en su espina dorsal conforme el motor principal aceleraba, tan fuerte e implacable como una caída sobre el cemento. El casco crujió y protestó al acelerar por encima de las cinco, seis, siete ges. La propulsión, montada en un puntal, era un motor microminiaturizado combinado, creado con precisión relojera, con cada componente comprimido hasta tolerancias neuróticas. Podría poner nervioso a Remontoire, si él se permitiese sentir nerviosismo.
Era el único ser viviente a bordo de la nave de reciente fabricación. Incluso él parecía una idea de última hora que había sido incrustada en un diminuto hueco ojival en la alargada aguja negra como el carbón del casco. No tenía ventanas y tan solo las mínimas aperturas para los sensores, pero a través de sus implantes, Remontoire apenas si percibía la pequeña nave, apreciándola únicamente como una extensión de cristal de su espacio personal. Más allá de los rígidos límites de la nave había una cubierta de sensores esférica menos tangible. Los contactos pasivos y activos provocaban un cosquilleo en las partes de su cerebro asociadas a la propiocepción de su propia imagen corporal.