—No es que no comprenda que tú lo tienes peor que yo —Raquel volvió a remover sus dudas y mis certezas en la taza del desayuno, después de una noche grandiosa y terrible, de una intensidad cruel, dolorosa, magnánima—, lo comprendo, Álvaro, y tienes razón, eso es lo peor, que tienes razón en todo lo que dices, pero yo soy como soy, y eso no puedo arreglarlo, no puedo hacer nada... Yo sé que no me explico bien, y que es difícil entenderme, no me estás entendiendo, lo sé, y lo comprendo, pero necesito tiempo. Ya te dije que a veces no llevo esto nada bien, te lo dije, ¿te acuerdas? —asentí, me acordaba—, y sin embargo... ¡Cómo es la vida!, ¿no? Qué rara, qué raro es todo. Porque si yo he metido la pata alguna vez, pero de verdad, hasta el fondo, a conciencia, fue con tu padre. Si estoy arrepentida de algo en esta vida, es de eso. Pero si no lo hubiera hecho, nunca te habría conocido, no habría podido enamorarme de ti, Álvaro.
—¿Y qué hago yo, Raquel? —la miré y comprendí que mi fuerza, mi decisión de la noche anterior, me había abandonado de golpe y ahora, desarmado de la cólera que la alimentaba, yo, que sólo unas horas antes aspiraba a una entrega total y sin condiciones, me había vuelto tan frágil que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquier mínima parte de la vida de la mujer que desayunaba frente a mí, con tal de no perderla—. ¿Qué quieres que haga yo?
—Esperar —cerró los ojos, y los mantuvo cerrados mientras hablaba—. Esperar a que yo encuentre... Tiene que haber alguna manera de arreglar esto, y tengo que encontrarla, tengo que pensar...
—¿Qué? —la cogí de las manos, las apreté, tiré de ellas y conseguí que volviera a abrir los ojos—. ¿Qué es lo que tienes que arreglar?
—Tú lo dijiste anoche, ¿no?, dijiste que te daba asco y vergüenza pensar en mí con tu padre, y yo lo sabía, lo sabía. Eso también te lo dije aquella noche, cuando me contaste la historia de tu abuela, te pregunté qué pensabas de mí, y tú me dijiste que lo mejor, pero anoche ya no pensabas lo mejor de mí, Álvaro, y...
—Vale —posé sus manos sobre la mesa, las estiré y las acaricié despacio—. Vale, tú quieres que espere y yo esperaré, está bien, no quiero volver a hablar de eso. No estoy muy orgulloso de...
—¿De haber dicho la verdad? —y una chispa de ironía iluminó por un instante el oscuro temblor de sus ojos.
—No es la verdad, Raquel.
—Sí que lo es —y llegó a sonreír.
—No —pero yo estaba serio—. Es verdad, sí, pero no es la verdad. La verdad es que te quiero. Y en esa verdad, que es la única que importa, entras tú con todo lo que llevas a cuestas, con todo tu pasado, con todos tus aciertos, con todos tus errores, con todos tus amantes. Y yo no soy mejor que tú. Yo también tengo muchas cosas de las que avergonzarme. De lo que dije anoche, por ejemplo.
Muy bien, Alvarito, acabas de quedar como un señor, pensé mientras Raquel tomaba mis manos, y las besaba, primero una y luego otra, en la palma y en el dorso, muchas veces.
Acababa de quedar como un señor y me estaba dando cuenta, pero esa ironía no era amable, luminosa, como la que brillaba en los ojos de Raquel cuando era dura consigo misma, sino ácida, corrosiva, tan feroz que su simple proximidad bastaba para destrozar el silogismo de mi futuro, amo a una mujer que me ama y eso me hace valiente, limpio, puro, bueno, inocente. Amo a una mujer que me ama y que quizás no me mienta, pero tampoco me dice la verdad, y eso no es lo peor. Lo peor es que yo no me atrevo a preguntársela.
Eso fue lo que quedó flotando después de aquella conversación tranquila y soleada en la que, al menos, Raquel consiguió no llorar y yo no gritar, no insultarla. Quedamos como dos señores, y así, conscientes por igual de la enguantada, vulnerable delicadeza de nuestros gestos, nos despedimos nueve días después sin fijar una fecha concreta para ningún reencuentro. Ella se iba a Málaga, a pasar dos semanas en la playa con sus abuelas. Son amigas desde que eran jóvenes, me explicó, se llevan muy bien, y ahora que las dos están viudas, la de Madrid se va a casa de la malagueña a pasar el verano. Voy a verlas siempre, todos los años, me gusta mucho estar con ellas, porque me cuidan, me miman como si siguiera siendo una niña pequeña, y yo las saco por ahí, las llevo en coche a un lado y a otro, y las invito a cenar en restaurantes chinos. Les encantan los restaurantes chinos, ¿sabes?, es curioso. Yo creo que ninguno de mis dos abuelos llegó a pisarlos en su vida, pero a ellas les gusta mucho la comida, se ponen moradas de arroz, y de rollitos, parece mentira...
Yo la escuchaba hablar, contar esa película tierna y sonrosada, adulta, pero apta sin duda para todos los públicos, y veía a Raquel más joven, más rubia, con los ojos repentinamente azules y cara de torta, un flequillo desordenado y gracioso que ella misma se recortaba con las tijeras de las uñas, como esas actrices que anuncian compresas en la televisión. Qué mona, me decía, qué graciosa, qué juvenil, qué espontánea, y sonreía, y no le contaba mi plan para las vacaciones, nada que ver con la romántica comedia femenina cuyo argumento acababa de escuchar, una película más bien siniestra, casona de piedra frente a una playa arisca, cielo nublado, un niño que juega entre las sombras con un muñeco de Spiderman, una esposa dolida y angustiada que no se merece lo que le está pasando y un psicópata atrapado en la espesura de su propio silencio, yo. Eso era lo que me esperaba, ése era el papel que iba a interpretar, el papel que acataba en silencio, con una sonrisa mansa de idiota, mientras quedaba como un señor porque ésa era la manera más elegante de no llegar a ninguna parte.
Nada de lo que me estaba pasando tenía sentido. No tenía sentido la frivolidad de Raquel, su ligereza, aquella reacción absurda, tanta aparente despreocupación a uno y otro lado de las lágrimas, y sin embargo, en el instante en que empecé a alejarme de ella, empecé a vislumbrar cierta lógica oculta, una estructura coherente, predecible, en su actitud.
—Estás con otra mujer, ¿verdad, Álvaro? —me preguntó Mai la primera noche que pasamos en la playa, y me hice el dormido.
Dediqué mucho tiempo a atrapar ese hilo dudoso, escurridizo, transparente, que resbalaba entre mis dedos sin indicar ninguna dirección, y sin embargo estaba allí, tentándome, aportando un dato insuficiente para resolver un problema de magnitudes engañosas.
—Dime si estás con otra mujer, Álvaro. Por favor, dímelo, necesito saberlo.
Mai volvió a la carga dos noches después, y le contesté que sí, que yo no lo había buscado, que no había ido detrás de ella ni de ninguna otra, pero que había pasado, y que sí, que era verdad. No puedo decir que aquella confesión no me afectara, que no me sintiera mal antes y después de hacerla, pero la verdad es que no pensé mucho en ella. Necesitaba todo mi tiempo para analizar los argumentos de Raquel, los puntos suspensivos que jalonaban aquella sucesión de frases inconexas, repletas de sobrentendidos que arrancaban de un punto situado mucho más allá de mi capacidad de entendimiento.
—¿Y es una historia importante? —Mai dejó pasar otro par de días antes de insistir—. Dímelo, Álvaro, ¿es algo pasajero, o...?
—Para mí es muy importante —le contesté—. Para ella, no lo sé.
Aquel verano tuve mucho tiempo libre, tardes enteras en las que fingía trabajar con el portátil encendido delante de una ventana, sin hacer otra cosa que jugar al solitario, navegar por la red sin rumbo fijo, y recordar a Raquel.
—¿Y qué piensas hacer? —no tardé mucho tiempo en descubrir que a mi mujer no le había gustado mi última respuesta—. ¿Seguir conmigo mientras ella se decide, eso es lo que piensas hacer?
—No, Mai, no es eso —le aguanté la mirada y no levanté la voz—. Pero si tú quieres, me voy mañana mismo.
Me pidió que me quedara y me quedé, y seguí pensando a solas en Raquel mientras ella se dedicaba a hablar de mí con sus hermanas, con sus primas, con sus amigas, una pequeña multitud de mujeres con sus correspondientes hombres al lado, que me miraban raro, y me miraban mal, en las preceptivas cenas de aquel verano.
—No tendrías que haber venido —me dijo Fernando unos pocos días después de alegrarse mucho de verme—. Te van a despedazar, Alvarito.
—Ya me han despedazado —le conté lo que había pasado, y él, Elena Galván siempre a la cabeza de sus reflejos automáticos, lo recibió aún peor que yo.
—No lo entiendo —me dijo—, no tiene sentido. Nosotros somos seres históricos, adscritos a una época concreta, ¿no? Pertenecemos a una sociedad determinada, con sus normas axiomáticas, fundadas en la repetición de los acontecimientos y...
—Vale, Fernando —levanté una mano en el aire para pedir una tregua—. Vale, la teoría me la sé.
—¡Pero es que no es sólo la teoría, coño, es que es también la práctica! —se frotó la cara con las manos, se tiró de la barba, dio un pisotón en el suelo, me cogió por los hombros, me miró—. Vamos a ver, Álvaro, mira a tu alrededor y piensa un poco, anda... Una tía divorciada, con trabajo, sin hijos, sin problemas, que se lía con un hombre casado, sin más problemas que estar casado, y dispuesto a dejarlo todo para irse con ella... ¡Tendría que estar dando saltos mortales de alegría, joder!
—Pues sí —admití—. Tendría, pero no los da.
También dediqué mucho tiempo a hablar con Fernando, pero sus intervenciones me lastraban más de lo que me estimulaban. Pensaba mejor solo, y sin embargo, y aunque a medida que pasaban las tardes del peor agosto de mi vida, fui acercándome cada vez más a una particular formulación de lo incomprensible, cuando fui capaz de comprender, ya era tarde.
Adios, Alvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
El 19 de agosto encendí el móvil a media tarde para encontrarme con el silbidito de los SMS y aquel mensaje. Me había mandado otros, no muchos, algunos tontos, otros más elocuentes, buenos días, buenas noches, te quiero, estoy en la playa y me acuerdo de ti, estoy comiendo chop-suey de ternera y pienso en ti, te echo de menos, ¿qué, llueve mucho por ahí? Cuando recibí aquél, el último, hacía casi dos semanas que no hablaba con ella. Su móvil siempre estaba apagado, y yo seguro de que lo encendía sólo para enviarme aquellas palabras contadas que caían como gotas de agua fresca en la lengua de un hombre perdido en el desierto, para provocar más sed de la que saciaban. Hasta que recibí un adiós mutilado de su acento, como mi nombre, y dos te quiero, uno corriente, el otro mayúsculo, y aquella abreviatura que compartía con uno de los grandes dioses de todos los tiempos y que por eso a mí, sumo sacerdote de su culto, no me gustaba usar para llamarla.
Adios, Alvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
La primera vez que lo leí, me dejé engañar por aquellas mayúsculas y por mi propio miedo, un pánico que tenía su cara, y sus ojos, su color y sus labios. La primera vez que lo leí, no lo entendí, como no entendía nada de lo que me ocurría desde que Raquel Fernández Perea pasó por mi vida como pasa la suerte, como pasa la muerte, como pasa el azar que cambia de una vez y para siempre el destino de los seres vivos. Mi propio teléfono me ayudó a interpretar correctamente aquel mensaje. El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Una vez, y otra, y otra, y otra más.
Adios, Alvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
Así amaneció el día siguiente, más feo que nublado, y antes de mediodía empezó a chispear. El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Miguelito estaba nervioso, de mal humor, como si no estuviera acostumbrado a que los días de playa se echaran a perder antes de empezar en aquella ciudad del norte donde habían sucedido todos los veranos de su vida, y por eso, y porque ya no podía más, le propuse ir hasta el puerto, a echarle de comer a los peces. Mai no estaba en casa. Se había ido un rato antes sin decirme adónde y no se había despedido de mí. Ya no era un despiste, sino una costumbre.
—Ven, anda, que no quiero que te resfríes —mi hijo, insólitamente dócil, no rechistó mientras le ponía su chubasquero amarillo de pescador y se lo abrochaba hasta arriba—. Mañana igual hace bueno, ya sabes...
Luego estuvo un momento callado, mirándome a los ojos con una fijeza casi de adulto, antes de hacerme la última pregunta a la que hubiera querido responder esa mañana.
—¿Tú sabes por qué llora mamá?
—Mamá no llora —le puse el gorro sin pensar en lo que decía.
—Sí que llora —insistió él—. Yo la veo. ¿Por qué llora, papá?
—No lo sé —le abracé, le besé en la cara, me puse en cuclillas para estar a su altura—. Estará triste. A veces uno está triste, ya lo sabes.
—Sí —y frunció el ceño para mirarme—. ¿Tú también vas a llorar?
—No. Yo no.
Dos minutos más tarde, se reía como un loco mientras echábamos una carrera que ganaría él, como todas. Luego, en el puerto, estuvimos un buen rato alimentando a los peces con el pan duro que había en casa y el que fuimos cosechando en un par de restaurantes donde nos conocían, y me encontré pensando que ésa aún era mi vida, y era una vida buena, tranquila, amable, risueña como las carcajadas con las que mi hijo celebraba la gula de los peces, que le seguían en manada mientras se desplazaba por el muelle, a un lado y a otro, con un trozo de pan duro entre los dedos. Entonces pensé en Mai, la recordé tal y como era cuando la conocí, cuando no lloraba, cuando la quería como habría podido seguir queriéndola toda la vida si mi padre no se hubiera muerto, si Raquel no hubiera ido a su entierro, si mi madre no se hubiera empeñado en que fuera yo, entre todos sus hijos, quien se entrevistara con un desconocido asesor de inversiones. Pero todo eso había pasado, todo se había perdido. Y entonces, como si presintiera que aún quedaba un peldaño, un paso en falso que debería dar antes de precipitarme en el vacío, encendí el teléfono y llamé a Raquel.
El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, calculé, pero me equivoqué, y por eso renuncié a volver a marcar sus nueve cifras una por una, y busqué su nombre en la agenda, me aseguré de seleccionarlo correctamente, pulsé el botón verde, y escuché por segunda, por tercera, por cuarta vez un mensaje distinto.
El número al que usted llama no existe.
El número al que usted llama no existe.
El número al que usted llama no existe.
Después, marqué otros números, el fijo de su casa, que tenía el contestador desconectado, el de su oficina, al que no contestaba nadie, y el de la centralita del banco, donde, tras media docena de intentos, alguien me informó de que no tenían por costumbre informar a los desconocidos acerca de la situación laboral de sus empleados.