Habían pasado veintiocho años desde que Anita Salgado se comió aquel albaricoque, pero todavía no lo había digerido, no lograría digerirlo jamás. No había vuelto a probar los albaricoques y aún conservaba el sabor de aquél. Le habría gustado conservar también el hueso, que mordió y chupó para dejarlo limpio hasta de la última hebra de pulpa para guardarlo después en el bolsillo de su delantal, sin querer saber por qué lo hacía. No lo necesitaba para recordar a su padre, y por eso, y para acompañarle siempre, lo metió en uno de los bolsillos de su camisa cuando volvió a verlo, rígido y tieso, sucio de sangre, con los ojos cerrados, el día del entierro. Luego, como si fuera una adulta y no una niña de doce años, se acercó a una fuente y mojó su pañuelo para limpiar la cara y el cuello ensangrentado del cadáver. Entonces se desmayó, una vecina la llevó a su casa, la sentó en un sillón, le dio agua, aire con un abanico, y toda la conversación que hizo falta para entretenerla, sin otro fin que mantenerla alejada del entierro. No haber asistido a aquella ceremonia breve y triste le dolió, pero más le dolía ahora no haber conservado aquel hueso para metérselo a su hijo en un bolsillo.
Él conocía de sobra la historia de aquel hueso, del último albaricoque que se comió su madre, ese albaricoque que su abuelo nunca llegó a morder, pero sabía también que habían pasado casi treinta años desde aquel día. Habían pasado casi treinta años para los relojes, para los historiadores, para las hemerotecas, para su madre no. Para su madre no, eso era lo insoportable, lo angustioso, lo aburrido, lo grotesco de su situación. Y ahora se iba a España con sus amigos, a ejercer una autoridad que habría dado cualquier cosa por no ostentar, a hacer de experto, de intérprete, de especialista en aquel país absurdo que no entendían ni los propios españoles, sus padres, desde luego, no.
Laurent había ido ya dos veces a España, en verano, una a Mallorca, la otra a Torremolinos, y lo que había contado a la vuelta no tenía nada que ver con lo que se contaba en su casa. Para Laurent, uno de sus mejores amigos, España era un país agradable, barato y divertido, de gente simpática, un poco rara, pero amable con los extranjeros. Había mucha policía en la calle, sí, las mujeres de los pueblos iban siempre vestidas de negro, todo el mundo iba a misa los domingos, y ligar era muy difícil, dificilísimo, no porque a las españolas no les gustara, sino porque estaban muy atadas. A las chicas normales no las dejaban salir de noche, ni pararse a hablar con desconocidos por la calle. En la playa, de día, era distinto, pero siempre se empeñaban en presentar a cualquier chico a su madre a toda prisa, para no tener problemas después. Total, que entre unas cosas y otras, a pesar de las beatas enlutadas y de las muchachas acorazadas, a Laurent le gustaba España, la música, la comida, el marisco, los bares y la insaciable adicción de los españoles a la vida nocturna. Y su hermana estaba de acuerdo con él. Tanto, que se había apuntado a un viaje en el que ya casi no quedaban plazas libres.
—Reserva una más —le pidió su padre a principios de marzo, cuando parecía que ya se habían hecho a la idea y se habían acabado para siempre las escenas, las tonterías.
—¿Para qué? —Ignacio miró a Olga, que estaba sentada a su lado en el sofá, viendo la tele—. ¿Tú quieres venir?
—¿Yo? —su hermana se señaló a sí misma mientras ponía los ojos en blanco, sin advertir contradicción alguna en las palabras que pronunciaría a continuación, una de las expresiones favoritas de su madre—. Ni harta de vino, vamos.
—¿Entonces?
—Es para Raquel, ¿no? —intervino Anita con una sonrisa a la que su marido asintió sin decir nada, antes de volverse hacia su hijo—. La hija de Aurelio y de Rafaela, ya la conoces...
—¿Qué? —y mientras desafiaba con la mirada a su padre, a su madre, Ignacio Fernández Salgado se reprochó a sí mismo su ingenuidad, la estupidez de no haber previsto que sucedería algo así, cualquiera de esas cosas que le pasaban a él y a nadie más—. Ni hablar. Yo no voy a hacerme cargo ahora de ninguna niña...
—¿Pero qué niña? —su madre le cortó enseguida—. Si es mayor que tu hermana. Debe tener ya... Diecinueve años, ¿no? —volvió a mirar a su marido, pero esta vez él no acudió en su ayuda—. Porque, vamos a ver, cuando yo conocí a Rafaela, estaba embarazada, y eso sería... Pues cuando nos vinimos a París, a principios del 45, así que...
—¡Que me da igual, mamá! Si tiene diecinueve como si tiene veinte. El caso es que no, que no me la llevo, no me pienso llevar a nadie...
—Claro que no te la vas a llevar, Ignacio —su padre le interrumpió con la tranquilidad a la que recurría cuando no estaba dispuesto a que se discutiera su autoridad—. Va a ir ella sola. Tiene dos piernas y es muy mayor, ya te lo ha dicho tu madre.
—¡Que no, papá, por favor, no me hagáis esto! Siempre igual, joder, siempre lo mismo. ¿Es que no puedo ser nunca como los demás?
—Pues la hermana de Laurent se va con vosotros —recordó Anita, mientras veía a su hijo negar con la cabeza y un espléndido gesto de desesperación.
—¡Pero es su hermana! ¿Es que no lo entendéis? ¡Es su hermana, es distinto! No puede decir que no, y además... —sabía que estaba perdido, pero todavía intentó resistir—. Yo a esa chica ni siquiera la conozco, mamá.
—¡Claro que la conoces! —su madre se echó a reír—. De toda la vida. Acuérdate, en las fiestas de
L'Humanité,
cuando erais pequeños. Ella iba siempre vestida de flamenca, con una flor en el pelo, tan graciosa, creo que sigue bailando muy bien...
—Las fiestas de
L'Humanité,
me cago en... —a galopar, a galopar, Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, olé, olé, y no tiene novio, y viva la madre que nos parió—. No me lo recuerdes, por favor, mamá.
—Pues bien que te gustaba ir antes.
—¿Que me gustaba? —hasta ahí podíamos llegar, se dijo—. No me gustaba nada, lo sabes de sobra. Nunca me gustó. Me obligabais a ir, que no es lo mismo...
—Bueno, se acabó —Ignacio Fernández Muñoz puso punto final a la discusión—. Raquel va contigo a España, o no vais ninguno de los dos. Así de claro. Es muy sencillo. Tú no tienes un duro. El viaje lo pago yo y éstas son mis condiciones.
—¿Ves? —la madre miró al hijo y sonrió—. Eso es el marxismo.
—Anita, por favor... —su marido subrayó la petición con una mirada estupefacta.
—Bueno —se defendió ella—, aproximadamente.
—Además, Ignacio... —él no quiso insistir y volvió a mirar a su hijo—. Esa chica no es tu hermana, pero sí es de tu familia. Hace muchos años que su padre es un hermano para mí. Puedes pensar eso, si te vas a sentir mejor.
—No, papá, no... —Ignacio Fernández Salgado volvió a negar con la cabeza, se volvió hacia su padre y estalló—. Esa chica no es de mi familia porque nosotros no somos una familia, ¿entiendes? Lo que somos nosotros es una tribu. ¡Somos una puta tribu!
—Muy bien —e Ignacio Fernández Muñoz sonrió en honor al ingenioso fruto de la cólera de su primogénito—, pues seremos una tribu, pero somos tu tribu. Tú eres un salvaje más, lo siento, pero es así... Y otra cosa. Quiero que vayas a ver a tu tía Casilda, y esto es todavía más innegociable que lo de Raquel. ¿Cuántos días libres tienes en Madrid?
—No me hagas esto, papá... Por favor te lo pido, no me hagas esto, por favor, papá...
El día que Anita llamaba Viernes de Dolores de 1964, Ignacio Fernández Salgado cogió un taxi para ir al aeropuerto. Sus padres se habían ofrecido a llevarle en coche, juntos y por separado, pero él rechazó sus diversos ofrecimientos con la excusa del horario laboral de ambos. Por fortuna, su avión salía a las once y media de la mañana, y mientras su padre estuviera en su despacho y su madre en la guardería, no correría el riesgo de afrontar una despedida bochornosa, más escenas, más lágrimas, más tonterías, a galopar, a galopar, Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, y la madre que os parió a todos juntos, olé. Así que se fue solo, y encontró a sus amigos muy contentos, excitados por el viaje y por la perspectiva de la chica nueva.
No os hagáis ilusiones, les había dicho y no había querido ser más explícito. No habría servido de nada, porque ninguno de sus compañeros de carrera había ido con sus padres, de pequeño, a la fiesta de
L'Humanité
con la delegación del Partido Comunista de España. Él creía que ya se le había olvidado, pero la última bronca le había devuelto intactos el sabor de los churros y las letras de los fandangos, el ruido de un hilo de sidra al estallar contra el cristal y el aspecto inquietante, casi terrorífico, de esas empanadas monstruosas que se llamaban bollos preñaos y estaban llenas de bultos. La fiesta de
L'Humanité,
tantas paellas grasientas, tantas mujeres de luto, tantos hombres con boina, las mismas eternas canciones y la vergüenza de andar por la calle disfrazado de mañico, con aquel pañuelo de cuadros torcido y atado alrededor de la cabeza que su madre no le perdonaba ningún año, sobre todo después de que Olga se hubiera decantado por el traje regional paterno.
—¡Qué tramposo eres, Ignacio! —le había dicho Anita Salgado a su marido el día en que apareció con un mantón negro de flecos muy largos, bordado con flores de colores, que su cuñada Casilda le había mandado desde Madrid.
Sin el mantón, su hermana ya prefería con mucho aquel vestido blanco con lunares rojos, largo y ceñido, que encima se llevaba con tacones, como los andaluces. Con el mantón, ya no hubo vuelta atrás, y su madre se vengó con saña, en la pobre cabeza de su hijo, de la humillación sufrida por la falda, el corpiño y la pañoleta que ella misma había cortado y cosido para acabar guardándolo todo en un maletero.
—¡Ay, mírale, qué gracioso está con el cachirulo!
Horror, porque es que, por si lo demás fuera poco, aquel pañuelo se llamaba cachirulo. Horror y más horror, ¡cántate una jotica, maño! Horror, horror, horror de los horrores.
A Olga le gustaba, al principio, porque mamá le hacía un moño, y le pintaba rabillos en los ojos, y le ponía claveles en el pelo, debajo de un pañuelo blanco, muy tieso, atado como los pañuelos normales, derecho y debajo de la barbilla. La verdad era que estaba guapa, aquel vestido le hacía buen tipo, pero a él, lo que le ponía su madre era una faja que le daba un montón de vueltas al cuerpo, y el cachirulo aquel, encajado justo encima de sus orejas de soplillo, para que se vieran todavía mejor, y un bastón de madera que no servía para nada, todos los años igual. Y todos los años, Olga salía a la calle sonriendo, con los brazos en jarras, y él detrás, con los ojos clavados en el suelo y el vano propósito de esconderse tras el cuerpo de su padre, de su madre, para que no le viera nadie. Pero siempre le veía alguien, algún vecino que preguntaba, ¿y tú de qué vas vestido?, en el mismo tono en el que debería haber preguntado, ¿y tú de qué tribu eres? La fiesta de
L'Humanité,
maldita sea, a galopar, a galopar, Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, y una niña flaca con hierros en los dientes que siempre estaba esperando la menor oportunidad para subirse encima de una mesa y ponerse a dar zapatazos como una loca, olé, olé, y no tiene novio, mientras se levantaba la falda con una mano y crispaba los labios como si le doliera algo, olé, olé... Todavía se acordaba de lo que tenía en las pantorrillas, melenas, más que pelos, y de la pose final, una pierna adelantada y al aire, la otra recta y tapada, un brazo estirado, las puntas de los dedos tiesas y retorcidas, igual que si acabara de darle una hemiplejia, una sonrisa enorme y el flequillo pegado a la frente, la cara empapada de sudor. ¡Olé, olé, y no tiene novio! ¿Y qué novio va a tener?, pensaba él. Pues ninguno, nunca en su vida...
—¿Tú eres Ignacio?
Por eso le había dicho a Laurent, y a Philippe, que era el que estaba más salido de todos, que no se hicieran ilusiones. Por eso tampoco fue capaz de entender a la primera la pregunta de aquella chica francesa, tan mona, que llevaba un vestido blanco, tan moderno, las caderas marcadas por un cinturón de la misma tela con una hebilla plateada, tan grande, y apenas un palmo más abajo, las piernas lisas, limpias, desnudas, tan bonitas.
—¿Tú te llamas Ignacio Fernández? —repitió, en un español que habría sido impecable si dos acentos antagónicos, el andaluz y el francés, no se cruzaran en el centro de gravedad de cada palabra.
—Sí, soy yo —contestó al fin.
—Hola —y le tendió la mano—. Yo soy Raquel Perea. ¿Tú tienes mi billete, no?
—Sí —se había quedado tan mudo que no fue capaz de añadir nada más.
—Pues quédate también con mi maleta, si no te importa, y vas facturando... —la virreina de la India no se habría dirigido a un sirviente con un ápice menos de superioridad—. Yo vuelvo ahora mismo, tengo que despedirme.
—¡Ah! —él cogió la maleta, la dejó enseguida en el suelo al comprobar que pesaba el doble que la suya, y la detuvo cuando ya le había dado la espalda—. Espera, voy contigo. Me gustaría saludar a tus padres.
—¿Qué padres? —se volvió, le dirigió una mirada perpleja y siguió andando hasta llegar a la altura de un chico alto y corpulento, con esa pinta odiosa de los que han sido campeones de algo en el colegio.
Y es que Raquel Perea, olé, olé, ya tenía novio. Ignacio Fernández Salgado dispuso de más de veinte minutos para comprobarlo, y lo comprobó Laurent, y lo comprobó Philippe, lo comprobaron los demás, un limpiabotas que no le quitaba el ojo de encima y varios de los pasajeros que se cruzaron en ambas direcciones con el monstruo de dos cabezas que resultó de aquel beso interminable.
—¿Quién era, tu novio? —se atrevió a preguntarle cuando ella condescendió a recuperar sus propiedades.
—¡Pues claro! —y le miró como si fuera tonto—. ¿Quién iba a ser? Se va a la Dordoña mañana, a casa de su abuela, a comer foie. Yo pensaba irme con él pero, ya ves, mi padre se ha empeñado en que me vaya a España contigo —hizo una pausa y levantó la barbilla en un ángulo casi desafiante—. A comer ajos.
—Oye —aquel comentario, muy parecido a los que él mismo solía hacer, le molestó tanto como la picadura de un insecto en pleno invierno—, que yo no he tenido nunca ningún interés en que vengas conmigo.
—Mejor —y se paró un momento para mirarle—. Te he reconocido por las orejas, aunque ahora, con el pelo largo, la verdad es que no se te notan tanto.