—Así que es lo otro —dijo, y negó con la cabeza varias veces, como si no pudiera aceptar su propia conclusión—. Lo que tú quieres es acostarte conmigo, ¿no?
—Sí —no tenía nada que perder, pensó él al admitirlo.
—Hay que joderse —y se echó a reír—. Con lo que ha llovido, parece mentira que todavía me tengas ganas, Julito...
—¿Qué quieres? —él se limitó a sonreír—. Soy un hombre fiel.
—Ya, pues... —Mari Carmen volvió a reírse, estaba nerviosa, quizás incluso halagada por la constancia de su deseo, pensó él, pero ni los nervios ni la vanidad la estorbaron para coger los billetes que había encima de la barra con una rapidez que a él le desconcertó durante un instante—. Bueno, mira, de momento, me voy a llevar esto para ir pensándomelo.
—Llévate mi teléfono también —añadió él, mientras lo escribía en una tarjeta a toda prisa—, por si te animas a llamarme. Aunque no suelo comer en casa, me gusta dormir la siesta. Nunca salgo por la tarde antes de las siete.
—Vale —ella cogió la tarjeta, la metió entre los billetes y lo guardó todo en el monedero—, pero no creo.
—Por si acaso.
Luego, las piernas más bonitas de Madrid transportaron su cuerpo imponente hasta la calle, y mientras la miraba, Julio analizó la escena que acababa de vivir como si hubiera sucedido en la vida de otro, y sucumbió a una pintoresca paradoja moral. Era, desde luego, un extraño concepto de la decencia el que había llevado a Mari Carmen a jurar, y Julio sabía que no lo hacía en falso, que estaba dispuesta a morirse de hambre antes que a delatar a cualquiera de los suyos, pero esa entereza no le había impedido levantarle trescientas pesetas delante de sus narices, a cuenta de los favores que probablemente no le importaría venderle por otros billetes de menos valor. Aunque su cuerpo le habría consentido eso y más, Mari Carmen Ortega nunca había sido voluble, ni coqueta. Julio la había visto cambiar de hombre con frecuencia, pero sabía también que había sido fiel a cada uno de ellos con la única excepción del sucesivo, y a partir de su boda, que doña Pilar supiera, y en eso doña Pilar era tan omnisciente como Dios, no había habido más. Qué mujer más rara, pensó, y de repente se acordó de Eugenio y se echó a reír. No tenía la menor intención de reunir en ninguna parte a Mari Carmen con su antiguo amigo de la División, pero calculó que, si lo hiciera, tal vez él la encontraría respetable, incluso admirable, toda una heroína. Qué tontería, Julio volvió a reírse, claro que a Romualdo, en cambio, igual se la presento, para que vaya enterándose de lo que hay...
Mari Carmen le había dicho que no le iba a llamar, y no le llamó, pero diez días más tarde se presentó en su casa a las seis en punto.
—Sin besos —le advirtió en la misma puerta.
—¿Como las putas?
—Igual —entró, dejó el bolso encima del sofá, le miró—. Es lo que soy, ¿no?, una puta. Pero también soy mejor que tú, y no quiero que se nos olvide a ninguno de los dos.
—Eres mejor que yo... —Julio fue hacia ella, la cogió por la cintura y dejó que sus dedos ascendieran despacio para acariciar sus pechos, sus hombros, sus brazos, antes de inmovilizar con las suyas las manos de la mujer a la que había deseado más, y durante más tiempo, en toda su vida—, pero estás jodida, María del Carmen.
Aquella tarde, don Julio Carrión González arregló su última cuenta y completó el diseño de lo que él mismo había planificado que sería su vida y nada pudo evitar que efectivamente lo fuera.
Las restantes etapas del proceso se fueron cumpliendo sin prisa y sin sorpresas hasta desembocar en la última tormenta del verano, o la primera del otoño de 1949, cuando Mariana Fernández Viu se resignó a entrar en el taxi donde la esperaban un futuro penoso y su hija Angélica. Ella, que todavía tenía catorce años, fue el único personaje capaz de desempeñar un papel distinto al que Julio Carrión le había asignado en una representación, la de su vida, que se desarrollaba con tanta precisión como si el mundo fuera un teatrillo de marionetas y él, autor y máquina, la mano oculta que tiraba de los hilos de cada muñeco para hacerle bailar a su gusto.
—¿Adónde vas? —gritó su madre al verla salir corriendo, el coche ya en marcha, la lluvia empañando el cristal de la ventanilla—. ¡Angélica! Vuelve aquí ahora mismo.
—Se me ha olvidado una cosa, mamá —ella contestó sin volverse—. No tardo nada.
Julio Carrión, que seguía apoyado en uno de los pilares de granito del porche, fumando, la vio venir, y no le dio importancia. Angélica se había criado sola, y era una niña mimada, caprichosa, que no obedecía a nadie y hacía siempre lo que le daba la gana. Tampoco había escuchado su última conversación con Mariana, los insultos rabiosos, estériles, que se habían estrellado contra su indiferencia, la cortesía displicente, desganada, a la que atribuyó la frenética insistencia con la que su madre la reclamaba. Y sin embargo, aquella niña sabía algo que él no sabía y que no logró adivinar mientras la veía subir por la escalera.
—¡Angélica! —Mariana abrió la puerta del coche, sacó una pierna, no se animó a salir—. ¡He dicho que vuelvas aquí! —pero su hija ya estaba arriba.
—Ven conmigo —se acercó a Julio, le cogió de la mano, le obligó a entrar—. Se me ha olvidado una cosa.
Entraron juntos en el recibidor y ella le empujó contra la pared como si pretendiera asegurarse de que Mariana no podría verlos. Lo que pasó después no pareció mucho, y sucedió muy deprisa. Antes de que su madre tuviera tiempo para chillar otra vez, Angélica miró a Julio, cerró los ojos, le besó en los labios y salió corriendo.
A mediados de julio empezó la cuenta atrás.
—¿Qué te pasa? —le preguntaba a Raquel de vez en cuando.
—Nada —contestaba ella, y no me lo creía, pero la abrazaba, la veía sonreír, me equivocaba.
Sus sonrisas no eran distintas a las de antes, pero tenían un ingrediente nuevo, una especie de énfasis terminal y repentino, que las mantenía firmes sobre sus labios un segundo más de lo imprescindible. Algo semejante pasaba con sus miradas, con sus besos, y ciertos luminosos arrebatos, más largos de repente, casi violentos, que la impulsaban a apretarse contra mí cuando íbamos andando por la calle. Ahora sé que debería haberme asustado, pero entonces apenas me sorprendí, porque por encima de su sutileza, la delicada, mínima metamorfosis de Raquel no expresaba dudas, desgana o cansancio. Al contrario, su aspecto más perceptible era la concentración, una intensidad que a veces parecía apta para tocarse, para ser respirada en sus gestos más graves y en los más triviales, los dedos que resbalaban sobre mi cara como si pretendieran dejar un rastro duradero en su relieve, las frases que dejaba a medias como si se arrepintiera a tiempo y con retraso de haberlas emprendido, sus ojos, muy abiertos cuando yo abría los ojos, estudiándome como si quisieran grabar en su memoria cada forma, cada línea, cada arruga de mi cara, o fabricar con garantías su recuerdo.
Todo eso percibí, todo eso interpreté, en cada uno de esos indicios me equivoqué. Jamás podría haber acertado, pero otros factores cooperaron con entusiasmo para abocarme al error. El principal tenía que ver conmigo mismo y con una interpretación personal, particular, de la relativa velocidad del tiempo. Este tema, tan clásico como la relación del todo con las partes, había escogido con idéntica decisión mi cuerpo, la interacción de mis sentidos y mis sentimientos, para convertirlo en un improvisado campo de experimentación.
Si el todo no había tenido piedad conmigo, el tiempo resultó aún más cruel, porque me despojó de cuanto sabía, de cada conocimiento y cada sospecha, de las intuiciones y las certezas, sin dejarme siquiera el consuelo de elegir entre el papel de Aquiles y el de la tortuga. En cualquiera de ambos casos, yo no me sentía sujeto del tiempo que vivía, la exacta acumulación de segundos, minutos, horas y días en la que los demás pensaban que se sucedían mis acciones y mi inactividad, sino el simple objeto de un fenómeno temporal, frenético y estático a la vez, que disfrutaba jugando con la torpeza de mis percepciones. Los calendarios no me servían de nada. Navegaba a través de ellos con soltura, sí, y sabía que, si el sexo es el origen, mi historia con Raquel había empezado el 22 de abril, pero eso, 22, abril, eran sólo palabras, contraseñas inservibles en una realidad alterada, deformada por la condición inestable de un tiempo blando, gelatinoso, que me impedía comprender las fechas que conocía. Por eso me di cuenta de que a mediados de julio había empezado la cuenta atrás, pero me equivoqué al interpretar la naturaleza de aquel cálculo.
—¿Qué te pasa, Raquel?
—Nada —me miraba, sonreía—. De verdad que no me pasa nada.
Yo le devolvía el silencio, la sonrisa, y me callaba lo que nunca encontraba el momento de decir en voz alta, claro que te pasa algo, y yo sé lo que es. En las hojas de los calendarios, nuestra situación no sólo no era grave, sino que aún podía aspirar a la ligereza, esa vaporosa inanidad de los amores primerizos en los que nada es definitivo todavía, y las palabras flotan como cáscaras ingrávidas de palabras, y el tiempo se alarga como una promesa lenta, dudosa, incluso esquiva. Pero nosotros no vivíamos en las hojas de los calendarios, sino en una cuerda floja que se tensaba un poco más cada mañana, y su filo abría heridas en las plantas de nuestros pies y cultivaba un vértigo que parecía tendido entre los dos extremos de la eternidad, sólo tres meses largos como la vida de una roca. Eso sentía yo y eso tenía que sentir ella, que habíamos consumido todas nuestras reservas, que habíamos quemado todas las etapas y el último plazo se estaba agotando. Eso creía yo, mientras la complicidad de las fechas, esas herramientas inútiles para medir el paso del tiempo, se iba deslizando hacia un horizonte de hostilidad a medida que el mes de julio se nos escurría entre los dedos.
Pero había algo más, hubo algo más en aquellos días extraños en los que aprendí a desconfiar de los relojes y a vivir con Raquel sin darme cuenta. Una de aquellas mañanas que pasé en mi propia casa con la misma sensación de extrañeza que habría sentido si la supervisión de una cuadrilla de albañiles fuera mi único trabajo, saqué del buzón un sobre del Registro Civil de Madrid con el certificado de defunción de mi abuela Teresa González Puerto, que había muerto el 14 de junio de 1941 en el penal de Ocaña, una cárcel famosa, tal y como Encarnita había recordado para mí. En el documento se especificaban tanto la causa inmediata de la muerte, parada cardiorrespiratoria, como la remota, neumonía infecciosa, no tan lejos de la tuberculosis. Se consignaban además su fecha de nacimiento, su estado civil, su condición de reclusa y su edad, cuarenta años. El 3 de agosto habría cumplido cuarenta y uno, recordé, pero no los aparentaba.
No necesitaba pruebas para sostener ante mí mismo la anacrónica rebelión de su madurez, pero llegaron al mismo buzón dos días después, aquella clásica foto escolar donde medio centenar de colegiales posaban con sus maestros y dos ampliaciones bastante buenas teniendo en cuenta la edad del original, una de Teresita Carrión González, con sus trenzas apretadas y su babi limpísimo, y otra de mi abuela, con Manuel Castro y el pelo suelto. Dentro del mismo sobre había también una nota de Encarna, concisa y cariñosa, en la que justificaba su retraso por el impacto que mi visita había producido en su madre. No ha habido manera de quitar la foto de en medio hasta hace un par de semanas, decía, menos mal que no tardaron ni una hora en hacerme las copias.
Yo, en cambio, no había dejado de recordar a mi abuela. Cada vez que me asombraba de la peculiar exasperación de mis sentimientos, esa presunta culpa de marido infiel que debería impedirme dormir por las noches para comenzar a atormentarme en cada despertar y que no acababa sin embargo de manifestarse, me preguntaba si a ella no le habría pasado lo mismo, si al mirar a mi abuelo, Teresa González Puerto se habría limitado a sentir esas gotas de incomodidad, casi fastidio, aliñadas con una lástima difusa, sincera pero esencialmente inoperante, incapaz de modificar nada en mi interior, que sentía yo al mirar a mi mujer. Quizás, en el instante en que se hizo aquella fotografía, la luchadora por la libertad ya no era libre. Quizás había perdido su libertad, había consentido que se quedara enganchada con una alegría rara y furiosa en algún rincón del cuerpo de aquel hombre que la miraba como si estuvieran solos en medio de una muchedumbre infantil y ruidosa. Quizás no la echaba de menos, y todavía era capaz de recordarlo mientras revoloteaba sobre mi cabeza como un hada joven y benéfica, amparando mis pasos, protegiéndome. Al subir a casa, coloqué la foto que me había mandado Encarna al lado del retrato ahora soso, hasta plomizo, que me miraba desde un marco de plata, y comprendí un poco mejor lo incomprensible.
Aquella mañana, Mai vino a ver la obra. Lo hacía cada dos o tres días, aprovechando la pausa del mediodía, y por eso casi nunca se quedaba más de diez minutos.
—¡Qué locura, Álvaro! —al llegar me abrazaba, me besaba, se echaba a reír—. No sé cómo puedes trabajar aquí.
—Esto ya no es nada —le aseguraba yo—, lo peor eran los martillazos del principio...
Los polacos eran muy serios, trabajadores, concienzudos, y no había tenido ningún problema con ellos. Mai estaba encantada de los resultados, y no solía hablar de otra cosa mientras la acompañaba de vuelta al trabajo. A veces comíamos juntos, a veces con Angélica, a veces solos, y algunos días de entre estos últimos, por razones que me explicaba o no, Mai tenía un rato libre después de comer. Entonces renunciaba al postre, pedía un café con hielo para no esperar, me miraba, sonreía y suponía en voz alta que si aquella tarde retrasaba mis planes media hora, tampoco es que la biblioteca de la facultad se fuera a llenar de físicos ávidos de conocimientos que me arrebataran sin piedad todos los libros que necesitaba.
En ese momento, mi cuerpo padecía algo similar a un proceso acelerado de congelación, que no tenía nada que ver con el frío. Estábamos en pleno verano y hacía calor, yo lo percibía, pero sentía al mismo tiempo que la sangre cedía su lugar en el interior de mis venas a un gas blancuzco y metálico, helado, que despedía un vapor liviano para certificar el contraste de su temperatura con la de mis vísceras. Eso era lo que sentía, pero sonreía y me salía bien. Tenía que salirme bien, porque Mai se me quedaba mirando con la misma expresión de placer delegado, anticipado, que se pintaba en su cara al hacerle un regalo sorpresa a Miguelito, y cuando me decía, no sé, he pensado que igual te hace más falta una siesta menos académica, yo comprendía que lo que estaba haciendo conmigo era lo mismo, un regalo sorpresa, y procuraba comportarme como un niño bien educado, y se lo agradecía con un empeño, una esforzada tenacidad que en aquella época ella ni siquiera sospechaba.