No ha sido culpa tuya, Ignacio. Eso fue lo primero que dijo su hermana al volver del hospital, y que estaba muy cansada, que la dejaran en paz. Después, ya no volvió a hablar, no volvió a pronunciar ni una sola palabra que no estuviera relacionada con sus pocas necesidades básicas, el armazón de una existencia elemental que no era exactamente humana, ni era la vida. Y no lo volvió a intentar, pero a partir de aquel día, se limitó a comer, a beber, a dormir, a levantarse de la cama por las mañanas, y besar a sus padres, y acariciar a sus sobrinos, con la frecuencia rítmica, mecánica, que mejor convenía a su morbosa vocación de moribunda. Dejadme en paz, decía luego, en paz, en paz, por favor, dejadme en paz. Todos la estudiaban, la vigilaban, estaban pendientes de ella, pero Ignacio no sólo la miraba, también la reconocía, reconocía la naturaleza inferior y distinta de la mujer que había perdido la capacidad de desear al mirar su cuerpo descarnado y seco, la desolación que había obrado el milagro que se había resistido a la esperanza, la amargura que hizo de la bella Paloma una mujer desagradable, fea.
Carrión había sido muy hábil, tanto que, cuando Ignacio empezó a darse cuenta de que aquello no iba bien, ya era tarde. Al principio, hasta finales de 1947, Julio escribió hasta con más frecuencia de la imprescindible, advirtiendo de la lentitud del proceso, una montaña de trabas burocráticas que no dejaban de ser previsibles. A lo largo de 1948, sus cartas empezaron a espaciarse, pero Ignacio recordó su propia boda, la angustia de Anita ante el silencio del párroco y el alcalde de su pueblo, aquella simple partida de nacimiento que aún no había llegado, que nunca llegaría a las manos de su solicitante, y tampoco se alarmó por eso. Además, en primavera, Julio les envió un poco de dinero, una cantidad pequeña, hasta insignificante en sí misma, y sin embargo importante, porque era producto de la venta del primer olivar que había conseguido recuperar para venderlo después. Pero no recibieron nada más, y antes de que empezara 1949, dejó de escribir.
Ignacio dejó pasar un par de meses, necesitó otros dos para preocuparse, tardó algún tiempo más en localizar en Madrid a un abogado de confianza y el resto sucedió muy deprisa. Cuando el nuevo representante de sus antiguos dueños se interesó por ellas, todas las propiedades de la familia Fernández Muñoz habían dejado de pertenecerles. Paloma fue la que más sufrió, pero su hermano no lo habría pasado mucho mejor si su padre no hubiera intervenido a tiempo.
—Escúchame bien, Ignacio —era domingo por la mañana, las mujeres estaban haciendo la comida, y ellos habían llegado paseando despacio hasta aquel café donde el padre escogió una mesa tranquila y soleada, junto a una ventana—. No ha pasado nada, ¿me oyes? No teníamos nada y no tenemos nada. Estamos igual que si nos lo hubieran expropiado todo hace diez años, igual que si nos lo hubiera robado tu prima en vez de ese cabrón. Y no es culpa tuya.
—Sí lo es, papá —él nunca dudaría de eso.
—No —y su padre levantó la voz para repetirlo—. No. Da igual que fueras tú quien se lo encontró, da igual que fueras tú quien lo invitó a casa, da igual que la idea de venderlo todo fuera tuya, porque era una buena idea y se le podría haber ocurrido a cualquiera. Nos ha robado, pues bueno, qué le vamos a hacer, la culpa es del ladrón, que nos engañó a todos. Todos nos dejamos engañar a la vez, y no porque seamos tontos, sino porque las buenas personas son fáciles de engañar. Y eso es lo que hay, no hay más vueltas que darle.
En ese punto, Mateo Fernández Gómez de la Riva hizo una pausa para mirar a su hijo con toda la sabiduría que había acumulado en sus sesenta y dos años de vida, y un destello de su autoridad de antaño. Meditaba sobre el mejor camino a seguir y escogió la sinceridad.
—Yo te necesito, Ignacio, y tal y como estás ahora, no me sirves para nada, hijo —sonrió y recibió a cambio una mirada de asombro—. Te necesito y necesito que seas fuerte, que tengas ánimo, que tires de los demás. Tú eres ahora el cabeza de esta familia, ¿comprendes? Tú, no yo, sobre todo desde que María se quedó en Toulouse. Ella también es fuerte, pero está lejos, y yo soy viejo, Ignacio. Soy viejo, estoy cansado y ya no puedo más, así que se acabó. No quiero volver a oír hablar de Julio Carrión en mi vida. ¿Está claro?
—Sí, papá.
—Prométemelo.
—Te lo prometo, papá.
Tú también me salvaste la vida, pensó Ignacio aquella noche, me ha salvado la vida tanta gente, tantas veces, que tendría que haber hecho algo grande con ella, algo más importante que sobrevivir, y acabar la carrera, y casarme por amor, y criar a mis hijos. Tú has ayudado a mucha gente, Ignacio, le decía Anita cuando le encontraba así, y tal vez fuera verdad, pero eso no era grande, ni importante, ni valía el precio de una vida en la que tanta gente había invertido tanto esfuerzo. Y ahora, cuando la benevolencia o la crueldad del tiempo le había consentido salir del trabajo al mismo tiempo que todos sus socios, cuando en la sala de espera ya no aguardaba turno ningún hombre oscuro y desorientado, ninguna mujer con los ojos perdidos en el color pardo de su falda y la mano de un crío apretada en cada mano, ahora que casi se le habían olvidado sus gestos, sus problemas, las palabras siempre parecidas que empleaban para contar historias siempre enormes y siempre distintas, ahora, precisamente ahora, se encontraba deseando lo peor para ellos, para los primos, los hermanos, los parientes de esos españoles a los que había aconsejado, asesorado y defendido gratis durante tantos años. Y todo porque al niño se le había antojado volver a España camuflado en una alegre expedición de estudiantes franceses.
—Pues que no vaya.
Cuando sonó el despertador, un par de horas después de que su memoria se rindiera para consentirle dormir al fin, se encontró a Anita sentada en la cama con los brazos cruzados, muy seria, muy resuelta. Ella era así, los disgustos le daban sueño, pero los encontraba intactos cuando se despertaba.
—¿Qué? —a él le costó mucho más trabajo conectar.
—Ignacio —le explicó—. Que no vaya al viaje. Se lo cambiamos por otra cosa y ya está, o que se vaya a Grecia con un amigo.
—No, mujer —miró a Anita, y ella le devolvió una mirada más preocupada que perpleja—. No podemos hacer eso.
—¿Por qué?
—Pues no lo sé, pero no podemos.
—Anda que... —Anita se levantó, se le quedó mirando un momento y se fue rezongando hacia el baño—. Menuda ayuda tengo yo contigo, Ignacio, no lo sé, no lo sé, no lo sé. Lo que parece que no sabes es decir otra cosa.
Ninguno de los dos podía imaginar entonces que a su hijo tampoco le hacía maldita la gracia aquel viaje. Ignacio Fernández Salgado habría preferido ir a Grecia, o a Italia, o a Holanda, o a Marruecos, cualquiera de los destinos por los que había votado hasta quedarse sin opciones.
Para él, España no era un país, sino un contratiempo, una anomalía que cambiaba de forma, de naturaleza, según las fechas y las circunstancias, como una enfermedad congénita, capaz de brotar y de desaparecer ella sola, o un grano rebelde que, sin picar mucho, tampoco deja nunca de resultar molesto. Ignacio Fernández Salgado, que nunca había estado en España, ya estaba harto de España, harto de la tortilla de patatas y de las sevillanas, de los villancicos y de los refranes, de Cervantes y de García Lorca, de los mantones y de las guitarras, de Fuenteovejuna y del Tenorio, del cerco de Madrid y del Quinto Regimiento, de comer uvas en Nochevieja y de levantar en el aire una copa de champán para escuchar siempre las mismas palabras, el año que viene en casa.
No se trataba de que sus padres fueran extranjeros. París estaba lleno de extranjeros y eso era soportable. Lo insoportable era ser hijo de exiliados españoles, haber nacido, haber crecido, haberse hecho un hombre en un exilio como aquél, denso, espeso, concentrado, estimulado a perpetuidad y perpetuamente torturado por la cercanía, la conciencia de esa frontera tan próxima y tan inalcanzable a la vez como un tarro de caramelos de colores situado un centímetro, sólo un centímetro, por encima de los dedos de un niño hambriento. Qué horror el exilio, aquel exilio ajeno que le habían obligado a vivir como propio, a él, que era francés, que no era francés, que no sabía de dónde era pero tampoco podía permitirse el lujo de que no le importara ser de ninguna parte, porque no había nacido en un país, sino en una tribu, un clan envalentonado de su propia desgracia, un campamento de nómadas inválidos y satisfechos de su invalidez, una sociedad de ingratos incapacitados para apreciar lo que tenían, una aldea de idiotas que no sabían leer los mapas ni vivir en el tiempo de los calendarios, los eternos y voluntariosos inadaptados que hallaban un placer malsano, intenso y difícil, en sus placenteras carencias, porque siempre les faltaba algo y sólo sabían disfrutar de la mitad de las cosas, siempre infelices, siempre a medias, siempre encerrados en las minúsculas dimensiones de una patria portátil, una presencia póstuma y fantasmal a la que llamaban España y que no existía, no existía, no existía.
Para los que se fueron a América sería distinto, porque ellos supieron poner el mar por medio, mucho mar, muchos kilómetros, otros acentos y la misma lengua. Ignacio Fernández Salgado habría preferido que sus padres se hubieran conocido allí, en cualquiera de aquellos países calientes, cercanos pese a la distancia, donde la Navidad ocurre en verano y levantar una copa en el aire, el año que viene en casa, sería a la fuerza una promesa liviana, risueña, desprovista de la gravedad que la proximidad y el frío hacían flotar sobre la mesa del comedor de su casa cada año, todos los años, y el que viene, en casa. Seréis gilipollas, pensaba él, qué casa tendréis, que no sea ésta... Luego miraba a su padre, a su madre, a sus abuelos, al espectro insensible de su tía Paloma, y se arrepentía de haberlo pensado, pero sabía que un año después pensaría lo mismo al escuchar las mismas palabras y que volvería a sentirse culpable sin tener la culpa de nada, porque él no era responsable de su nacimiento, porque no había podido escoger otra fecha, otro lugar donde nacer, porque no podía dejar de pensar, dejar de sentir de esa manera.
Aunque su padre, su madre, no se dieran cuenta, Ignacio Fernández Salgado era muy consciente de que él no volvía a España. No podía volver, porque nunca había estado allí. Por eso no comprendió el gesto, los dos con mala cara, el idéntico cansancio de las noches en vela, con el que le recibieron cuando se sentó a desayunar con ellos al día siguiente.
—Dime una cosa, hijo —su madre tomó la iniciativa antes de que tuviera tiempo de probar el café—. ¿A ti te apetece ir?
—¿Adónde?
—Pues a España, adónde va a ser.
—Hombre... —y sonrió—. Me habría gustado más ir a Grecia, pero, en fin, el viaje sí que me apetece, porque van todos mis amigos y supongo que nos divertiremos. Lo que pasa... —hizo una pausa para escoger palabras que no les ofendieran, ni les disgustaran—. Bueno, creo que habría preferido ir a otro sitio porque tengo la impresión de que ya conozco España, aunque nunca haya estado allí.
—Pero no la conoces —su padre intervino en un tono misterioso, casi hermético—. No tienes ni idea de cómo es, de cómo son las cosas ahí dentro.
—Y no hace ninguna falta que vayas —Anita habló más claro—. Puedes hacer otro viaje, por tu cuenta, nosotros te lo pagaríamos.
—Pero... —su hijo les miró despacio, primero a ella, luego a él, mientras dudaba de la aptitud de sus propios oídos—. No lo entiendo. Os pasáis la vida hablando de España, comparando todo lo que veis, lo que escucháis, lo que coméis, con lo que hay allí, que si esto, que si lo otro, que si las berenjenas, mamá, reconócelo. Es como una enfermedad, estáis enfermos de España, y ahora... ¿No queréis que vaya yo? ¿Y por qué? —los dos le miraron a la vez, pero ninguno quiso responderle—. Si ni siquiera nos dejáis hablar en francés, si lo tenemos prohibido desde que entramos por esa puerta... ¿Queréis decirme por qué preferís que no vaya? Es que no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo.
—No es que yo no quiera que vayas, no es eso. Pero tampoco me gusta —su padre perseveró en el misterio—. En fin, es difícil de explicar.
—Es peligroso —su madre fue más sincera, y afrontó con serenidad el estupor que agrandó los ojos de su hijo—. Sí, no me mires así, Ignacio, es peligroso. Para tus compañeros no, pero para ti sí, y yo no digo que te vaya a pasar nada, ¿eh?, no es eso, pero sí digo que te puede pasar. Tu padre tiene razón. Tú no sabes nada, hijo, nada. Tú te has criado en un país democrático, en un país donde los policías son funcionarios y están controlados por el gobierno, donde hay leyes y se cumplen, pero España no es así, ahora no, ya no...
—Hazme un favor, mamá. —Olga, que tenía cuatro años menos que su hermano y se había dedicado hasta entonces a mojar galletas en el café, resopló igual que una ballena cansada—. No empieces, anda.
—¡Pues sí empiezo! —Anita se levantó, y levantó la voz—. Empiezo porque me da la gana, porque sé de lo que hablo y vosotros no tenéis ni idea, ninguno de los dos.
—No me voy a meter en líos, mamá, te lo prometo —Ignacio optó por un tono más sereno, apaciguador—. No me va a pasar nada porque no he hecho nada, ni lo pienso hacer. Nada.
—Eso mismo dijo mi padre cuando se lo llevaron.
—¡Ya está bien, mamá! —y su hijo también se levantó, apartó la silla de un manotazo, empezó a andar hacia la puerta—. Siempre igual...
—¡Pues sí, siempre igual! —y ella también gritó, porque todavía podía gritar—. Porque eso mismo fue lo que dijo mi padre, que todavía lo estoy oyendo, no me va a pasar nada porque no he hecho nada. Y lo fusilaron, ¿te enteras?, lo fusilaron, con treinta y siete años, y cuatro hijos, y, y... —se estaba poniendo tan nerviosa que le temblaban los labios, las manos, todo el cuerpo, pero todavía logró añadir algo más—. Y yo soy la única que queda, la única, de todos, yo, y ahora, te vas tú, allí...
Ignacio Fernández Muñoz fue hacia su mujer, la abrazó, pronunció su nombre en voz baja.
—Anita.
—¿Qué? —preguntó sin mirarle.
—Déjalo, anda —ella se revolvió entre sus brazos para dirigirle una mirada furiosa, pero él la aplacó sin dificultades—. Déjalo, por favor, piensa un poco. No va a hacer la guerra, va a hacer turismo, sólo turismo...
Aquella tarde, cuando volvió de trabajar, Anita Salgado le pidió perdón a su hijo Ignacio, que la estaba esperando en el salón para pedirle perdón. Para ninguno de los dos fue fácil. Ella seguía sintiendo el mismo espeluzno helado y seco que la paralizó mientras su padre le ponía en la mano el albaricoque recién lavado que se iba a comer cuando aquellos hombres llamaron a la puerta. No llores, tonta, dijo, y le dio la fruta, y le acarició la cara, si no me va a pasar nada, yo no he hecho nada, ya lo sabes... Se inclinó para besarla pero ya no pudo hacerlo, porque el guardia civil que lo llevaba agarrado del brazo derecho tiró de él y le obligó a salir de su casa muy deprisa.