—¿En julio? —mi mujer me miró con menos asombro que ironía.
—Pues sí, en julio —pero yo contesté con mucho aplomo—. Se trata de planificar el próximo curso, precisamente.
—Bueno, pero puedes ir desde aquí —insistió, aceptando en apariencia mi argumento—. Se tarda mucho menos que desde casa, ¿no?
—Ya, pero la reunión es en la sede del banco —no la convencí y me di cuenta—. José Ignacio acaba de mandarme un mensaje para recordármelo...
Ella no me contestó con palabras. Afronté una mirada fría, la primera, y me dije que antes o después tendría que pasar. Por eso no intenté amparar mi despiste en el exceso de trabajo, ni en el nerviosismo que me inspiraba mi ficticia y rentabilísima oposición. A mí nunca se me olvidan las reuniones importantes y mi mujer lo sabía de sobra, llevaba casi diez años viviendo conmigo. No quiso añadir nada más y yo tampoco lo hice, pero me llevé al baño una medianoche de jamón y el teléfono para llamar a José Ignacio antes de salir, porque estaba seguro de que eso mismo era lo primero que iba a hacer Mai en cuanto me perdiera de vista.
—A mí déjame de rollos, Álvaro, por favor te lo pido —me dijo antes de que tuviera tiempo de explicárselo todo.
—Sólo esta vez, José Ignacio, te juro que va a ser sólo esta vez. Nunca te he pedido nada por el estilo, ya lo sabes, y esto es muy importante para mí, te lo digo en serio.
—No me gusta.
—Ya lo sé, pero no te estoy pidiendo que mientas, que te inventes una historia, ni siquiera que me defiendas... Tú sólo tienes que decir que sí. Eso es todo, un simple sí sin otras consecuencias, una pequeña respuesta para una pequeña pregunta, nada más. Y ni siquiera estoy seguro de que Mai vaya a llamarte, lo más seguro es que no lo haga...
Aceptó, a regañadientes pero aceptó, y al escucharlo sentí una explosión de júbilo absolutamente desproporcionada con el beneficio que acababa de obtener. La euforia, puntiaguda y eléctrica, galopaba bajo mi piel como los efectos de una droga potente y bienaventurada, tan potente y tan bienaventurada que al darme la vuelta para salir, me tropecé con mi cara en el espejo y vi la cara de un hombre más guapo, más joven, más listo, mejor que yo. No intenté explicarme aquel fenómeno, ni la súbita trascendencia de un encuentro que podría haber aplazado menos de veinticuatro horas sin correr ningún riesgo, sin verme obligado a pedir favores, sin forzar las sospechas de mi mujer. La necesidad no se deja explicar y yo necesitaba ver a Raquel, aunque aquel mismo día hubiera comido con ella, aunque nos hubiéramos ido a la cama después, aunque hubieran pasado sólo tres horas y cuarenta minutos desde que nos despedimos en la puerta de su casa. Necesitaba verla, hablar con ella, tenerla cerca, besarla, tocarla, acariciarla, contarle que se había cumplido la voluntad de sus ojos, que ya no sabía mirar a otras mujeres. Eso era lo que necesitaba, y no explicármelo.
Al salir del baño, cogí otra medianoche de jamón y me despedí de todos con un adiós general y de Mai con un beso lateral, casi esquinado, porque no quiso acercar la cara para recibirlo, ni devolvérmelo.
Lisette me acompañó hasta la puerta con una sonrisa zumbona que me recordó el origen de aquella crisis radical y diminuta, innecesaria, descomunal. Bajé un par de peldaños, me di la vuelta para mirarla, y aunque mis ojos ya no acusaron el puro placer de hacerlo, insistí un rato antes de preguntar.
—¿Mejor?
—No —y se echó a reír.
—Lo siento —levanté los brazos en el aire, las manos vacías, para disculpar mi falta.
—¡Ay, niño!
Seguía negando con la cabeza cuando entré en el coche. Pensaba llamar a Raquel para avisarla de mi cambio de planes antes de llegar a la autopista, pero José Ignacio se me adelantó.
—¿Cuánto tiempo hace que has salido? —no fui capaz de darle una respuesta precisa aunque todavía circulaba por la urbanización.
—No sé. Cuatro minutos, a lo mejor cinco, no estoy seguro...
—Bueno, pues Mai acaba de colgar.
—¿Sí? —me hice el asombrado—, ¿y qué tal?
—¿Que qué tal? —José Ignacio hablaba en un susurro para que su propia mujer no le oyera, pero podía distinguir sus nervios y el cabreo que los atizaba—. Pues mal, Álvaro, muy mal, ¿sabes? Porque le he mentido, he tenido que mentir y lo he hecho por ti, porque tú me lo has pedido, pero no me gusta nada, ¿me oyes? Nada, entre otras cosas porque miento fatal, así que escucha bien lo que te voy a decir, una y no más, como me vuelvas...
—No te preocupes, José Ignacio —le interrumpí—. No va a haber más veces.
En el silencio que se abrió a continuación, me di cuenta de que no sólo me había escuchado. También me había entendido.
—¿Te has ido de casa? —preguntó en un tono distinto, neutro, favorable más allá de su cautela.
—No, todavía no —le tranquilicé, antes de confesarle con una facilidad pasmosa algo que no creía haber decidido aún—. Pero me temo que del verano no pasa.
—Joder, Álvaro...
Me pidió que no hiciera tonterías, le aseguré que no iba a hacerlas, renuncié a recordarle que él se había casado tres veces y que su primera mujer le había dejado por otro, pero que a la segunda la abandonó él para irse a vivir con la tercera, le di las gracias y colgué.
—Vengo de casa de mi madre —Raquel me estaba esperando en la puerta, y resplandecía—, pero no he follado con nadie. Puedes olerme, si quieres.
—No —sonrió, me abrazó, apretó su cabeza contra mi pecho como una niña pequeña en busca de cobijo—. No me hace falta —entonces, sin soltarme, se enderezó, me miró—. Lo del olor es sólo una metáfora, Álvaro.
—¿Sí? Pues no es la única...
Cuando llegué, estaba comiendo helado de dulce de leche y bebiendo whisky con hielo. Pegan muy bien, me dijo, antes de ofrecerme ambas cosas. Las acepté, y mientras tanto y después, cuando se sentó a mi lado en el sofá, le conté quién era Lisette, lo que me había advertido Julio cuando la conoció, hasta qué punto había estado yo de acuerdo con él al verla, cómo me saludaba delante de mi madre, delante de Mai, y cuando estábamos solos, y hasta el único instante en el que habían llegado a encenderse las luces rojas, un día de verano de un par de años antes que podría haber acabado de cualquier manera si Clara no hubiera entrado en la cocina sin avisar mientras Lisette, atrapada entre la encimera y yo, su mano derecha encima de la mía sobre el pulsador de la batidora, la izquierda guiándome mientras vertía aceite en el vaso, me enseñaba a hacer mayonesa.
—¿Y aprendiste? —Raquel se reía.
—No, porque no es una buena profesora. Estaba demasiado pendiente de lo que pasaba a su espalda, o sea, de mí. Además, Clara llegó enseguida, así que la mayonesa se cortó y Lisette también.
—¿Y tú?
—Yo me alegré de que se cortara todo, pero sólo después. En aquel momento habría llegado hasta el final, la verdad.
—¿Ésa es la metáfora?
—No. Pero esta tarde, Lisette se me ha quejado de que ya no la miro como antes.
—¿En serio? —y sus ojos se abrieron mucho, de repente.
—Sí. Y eso que me lo he tomado como una especie de desafío, ¿sabes?, y al salir, cuando me ha acompañado hasta la puerta, la he mirado mucho rato y no a los ojos por cierto, pero ha vuelto a decirme que no, que ya no me sale. En fin, puedes sacar tus propias conclusiones...
No dijo nada, pero se volvió sobre el sofá, se sentó encima de mí, cogió mi cabeza con las manos, la apoyó en el respaldo y me besó muy despacio, con los ojos cerrados y mucho cuidado, tanta atención como si ese tiempo que me volvía loco la hubiera devuelto a la ternura delicada y crujiente de un melocotón de veinte años que aún madura en la rama de un árbol. Y entonces ocurrió. Entonces, de repente, recordé lo que ya sabía, comprendí lo que había aprendido, que nunca podría separarme de esa mujer, que nunca consentiría que volviera a haber un imbécil en su vida, que lo único que quería era hacerme viejo a su lado, ver su rostro al despertarme todas las mañanas, ver su rostro un instante antes de dormirme cada noche y morir antes que ella. Ya no pensé que tal vez fueran sólo palabras, frases hechas, sobadas, desprovistas de sentido por el uso, el abuso de los millones de hombres y de mujeres que las habían imaginado, que las habían dicho y las habían sentido antes que yo. Ya no pude pensar eso porque la reflexión es enemiga de la acción, y para mí se había acabado el momento de pensar.
—Tendremos que hacer algo, ¿no? —le dije cuando separó su boca de la mía, sus manos firmes todavía contra mis sienes—. No podemos seguir así toda la vida, Raquel.
Ella se apartó un poco para mirarme, cerró los ojos, volvió a abrirlos, sonrió.
—¿Me estás pidiendo que nos fuguemos juntos?
—Hombre —yo también sonreí—, tanto como fugarnos... A mí me gusta vivir en Madrid.
—A mí también.
—Pero me gustaría más si viviera contigo.
—Álvaro...
Ya está, me dije, ya está, mientras volvía a besarme y yo la besaba con una intensidad casi furiosa, ya está, ya lo he dicho, ya lo he hecho, y me abandoné a aquellos besos que eran dulces a pesar de su violencia, a una emoción que me picaba en los ojos y relucía en los suyos con un brillo parecido al de las lágrimas, y seguía pensando, diciéndome las mismas palabras, ya está.
Ya estaba. Todo lo demás me daba igual. Ni siquiera valoré la trivialidad del origen de aquella decisión que iba a poner mi vida boca abajo, porque lo único que yo quería, lo único que me importaba, era la explosión, el cataclismo. Necesitaba respirar el olor de la pólvora que haría posible que todo reventara, contemplar mi pasado saltando por los aires como el pellejo descascarillado y seco de una realidad muerta que ya no podía soportar las embestidas de su futuro, sentir en mi propia piel los mordiscos de una alegría que certificaba su irreversible, fosilizada inexistencia. Lo demás no contaba mientras Raquel siguiera besándome, mientras sus dedos me acariciaran, mientras sus brazos me rodearan con la determinación de fundir su cuerpo con el mío en uno solo. Lo demás no contaba, ni siquiera existía. Eso sentí, y todo era lógico, justo, suficiente para desplazar cualquier inquietud, cualquier temor, los cálculos mezquinos y constantes de los hombres que no eran como yo. Porque yo era, yo fui en aquel momento más yo que nunca en mi vida, y yo me atrevía a todo, y yo lo sabía todo, y yo podía con todo.
Pude con todo hasta que Raquel volvió a separar su boca de la mía para mirarme, y comprendí que sus ojos no tenían el brillo de las lágrimas sino un atisbo de lágrimas auténticas, muy lejos del júbilo intenso e incondicional que yo siempre había previsto al imaginar aquella escena.
—Di algo —le pedí, y ya me había dado cuenta de que aquello no iba bien.
—¿Qué quieres que diga?
—Dime que sí —y aquella respuesta le hizo sonreír.
—¿Te digo que te quiero, que quiero vivir contigo, que estoy enamorada de ti, que no soporto que vivas con otra mujer, que no soporto que folles con ella, que la toques siquiera, que te adoro, Álvaro, que nunca he querido a nadie como te quiero a ti, quieres que te diga eso?
—Por ejemplo —le acaricié la cara con los dedos y comprobé que, de momento, al menos no iba a llorar—. Me gusta mucho como suena.
—Pues te lo digo, porque todo eso es verdad, Álvaro. Eso y más, es la verdad más grande, la verdad más... verdadera que puedo decirte.
—Entonces ya está, ¿no?
—¿Qué?
—Vámonos a vivir juntos, Raquel, vámonos ya, cuando te den las vacaciones, vámonos juntos a donde tú quieras. Soy un rico heredero, ya lo sabes.
—Sí, pero...
—¿Sí pero qué?
—No sé, no es tan fácil —hizo una pausa y la miré, y comprendí que el pánico tenía la forma de su cara, sus ojos, su color, labios como los suyos, que eran los labios, y el color, y los ojos, y la cara de la felicidad—. Estoy muy desconcertada, porque... Nunca habíamos hablado del tema, ¿no?, y esta misma tarde hemos estado juntos, tú has estado aquí, y no me has dicho nada, y ahora, de repente, me sales con éstas...
—Bueno, pero es lo lógico, ¿no? —sabía que no me convenía nada perder la calma y estaba dispuesto a conservarla, pero en aquel momento empecé a desconfiar de mi propio discurso, aquellos argumentos graves y sencillos que ella no podía necesitar, que yo estaba seguro de que no necesitaba—. No habíamos hablado nunca de esto pero los dos lo sabíamos, ya somos muy mayores, Raquel, sabíamos que algo iba a tener que pasar alguna vez.
—Sí, pero no tan deprisa... No sé, sólo llevamos tres meses juntos, y yo creía...
—¿Qué?
—No sé... Que seguiríamos así, como ahora, mucho más tiempo.
—¿Como ahora cómo? —y me sorprendió el sonido de mi voz, que se había endurecido por su cuenta—. ¿Durmiendo juntos todas las noches, como ahora, o viéndonos por las tardes, como hace un mes, o quedando de vez en cuando, como al principio? ¿Cómo creías tú que íbamos a seguir? —no me había mirado mientras hablaba, no quiso contestarme y su pasividad me enfureció—. ¿O quieres otra cosa, Raquel? ¿Quieres que te ponga un piso y vaya a echarte un polvo los miércoles después de comer? Si es eso...
—¡No! —entonces por fin reaccionó, se abalanzó encima de mí, me taponó la boca con la mano, la retiró para besarme muchas veces mientras seguía hablando, gritando casi—, no, no, no es eso, yo no quiero eso, yo quiero vivir contigo, yo te quiero, Álvaro, te quiero, pero ahora no puedo hacer nada, todavía no... Necesito tiempo, más tiempo.
—¿Tiempo para qué? —la cogí por los hombros y la mantuve a distancia, su boca entreabierta frente a mi boca—. Yo soy el que se está jugando algo aquí, Raquel. Yo soy el que está casado, el que va a tener que arreglar las cosas, el que se va a chupar las broncas, y los abogados, y los problemas... Yo, no tú —no quiso replicar a eso y se quedó blanda, como desmadejada entre mis manos—. Yo sí que estoy desconcertado —también, y de repente, estaba muy cansado, y seguí hablando más para mí que para ella—. No te entiendo, no sé por qué... No sé, se supone que las mujeres sois las valientes.
—¡Ah!, ¿sí? —había aprovechado mi cansancio para volver a abrazarme, para volver a besarme, para pegar su cabeza a la mía—. ¿Y quién lo supone?
—No lo sé —sonreí, de pronto era todo tan ridículo—. Yo qué sé, las revistas femeninas, las series de televisión, el cine español, las escritoras que ganan el premio Planeta...
—Las mismas que dicen que los hombres casados nunca dejan a sus mujeres.