El corazón helado (102 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Qué simpática, pensó Ignacio, y estuvo a punto de contestarle que él, en cambio, no la había reconocido porque ya no tenía melenas en las piernas, pero se calló, porque se dio cuenta de que a ella seguramente le gustaría aquel comentario. No se le ocurrió nada más que decir y no volvieron a cruzar una palabra hasta que se la encontró sentada a su lado, en el avión.

—Y ni siquiera vamos a Málaga —ya no parecía una emperatriz airada, sino una niña pequeña a la que acaban de robarle un caramelo.

—Bueno, pero vamos a Sevilla —comentó él, sin preguntarse por qué pretendía animarla—. Y a Córdoba, y a Granada... Todo es Andalucía, ¿no?

—Ya, pero no es lo mismo —y le miró—. Oye, siento haberte dicho antes lo de las orejas. Igual te ha sentado mal, pero es que... Yo no quería venir, no me apetecía nada. Mi padre se negó a que me fuera de viaje con mi novio, ya sabes cómo son de antiguos y de mal pensados. Pero, vamos a ver, papá, le dije, o sea, que te niegas a que viaje con Jean-Pierre, que es mi novio y le conoces de sobra, y te empeñas en que me vaya con un chico al que no conoces de nada, porque hace siglos que no le ves. ¿Y sabes lo que me dijo? Que no era lo mismo, porque tú eres hijo de tu padre y además eres español. ¿Tú has oído alguna vez algo más absurdo? Es que son insoportables, la verdad, no hay quien los entienda... Toda la vida hablando de la libertad, y luego, ¡toma!

—Eso no es nada —Ignacio sonrió—. Mi madre me dijo que no quería que viniera porque podía ser peligroso para mí, y cuando le dije que no me iba a pasar nada porque no había hecho nada, me soltó que eso mismo había dicho su padre cuando se lo llevaron para fusilarlo.

—¿Sí? —ella le miró con los ojos muy abiertos—. Joder, es increíble que sigan así, a estas alturas. Parece que disfrutan ¿verdad?

Sólo cuando la azafata anunció que estaban empezando a descender, dejaron de criticar a sus padres, a sus madres, a otros miembros de su tribu común, para quedarse callados a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo. Al aterrizar, Ignacio miró por la ventanilla y se fijó en la pista, asfalto gris y pintura blanca, idéntica a la que había visto antes de despegar, en París. Aquella pista no tenía nada de particular, y sin embargo, al mirarla, en contra de lo que había previsto, y hasta de lo que deseaba, Ignacio Fernández Salgado se encontró con un agujero en el lugar donde antes tenía el estómago, y todas sus vísceras apretadas, retorcidas, anudadas justo debajo de la garganta. Percibió también una presión sobre su brazo izquierdo, pero estaba tan absorto en la imprevista rebelión de su cuerpo, que tardó algún tiempo en preguntarse por su origen. Cuando lo hizo, descubrió que Raquel Perea se había inclinado sobre él para poder ver, a través de la ventanilla, el mismo insulso y monótono trozo de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Sevilla.

—Suelo español —murmuró entonces en un tono humilde, preocupado, casi dulce.

—Sí —contestó él, también en un susurro.

—No sé si me va a gustar.

—Yo tampoco lo sé, pero había que venir antes o después, ¿no?

—Sí —y Raquel le sonrió por primera vez—, eso es verdad. ¿Tú tampoco habías venido nunca?

—No.

—Bueno... —y volvió a sonreír—. Así lo pasamos juntos.

—Igual que la varicela —Ignacio le devolvió la sonrisa y ella se echó a reír.

Y como si fueran dos niños a los que han encerrado en la misma habitación para que se contagien, Raquel salió del avión a su lado y no se separó de él hasta que recogieron el equipaje. Los dos andaban al mismo ritmo, serios y callados, sin mirarse, como si no se conocieran pero tampoco tuvieran nada que ver con el bullicioso grupo de estudiantes franceses que, a su alrededor, reían, y chillaban, y se perseguían por los pasillos. Al principio, Ignacio sólo podía pensar en que le sabía la boca a albaricoque. Luego, cuando ya había empezado a preguntarse a qué sabría la boca de Raquel, una voz femenina empezó a hablarles por la megafonía del aeropuerto.

——¡Hala! dijo ella entonces, parándose de pronto mientras le apretaba un brazo con las dos manos——. Fíjate cómo habla...

—Habla bien, ¿no? —comentó él después de escuchar un rato.

—Sí, pero lo decía por el acento, porque habla igual que mi madre, en español pero también en francés, pronuncia el francés igual de mal. Es increíble, ¿no? Me impresiona mucho, es como si estuviera oyendo hablar a mi madre por ese aparato.

Después ya no le soltó el brazo, y volvió a apretarlo, mucho más fuerte, cuando se colocaron en la cola del control de pasaportes.

—La Guardia Civil.

—Sí —Ignacio había leído los carteles al mismo tiempo.

—Joder...

En aquel momento, Ignacio Fernández Salgado agradeció la despótica arbitrariedad de su padre, y hasta el castigo de haber tenido que cargar con Raquel Perea en aquel viaje, porque hasta aquel momento sólo había estado nervioso. Tal vez también emocionado, estremecido e incluso arrepentido, sin conocer muy bien el motivo, de haberse subido al avión en París, pero sobre todo nervioso, tanto que en aquel adjetivo cabían todos los demás. Sin embargo, mientras se iba acercando a aquella ventanilla, todos los albaricoques que había comido en su vida se pudrían un poco más en su boca, el agujero de su estómago se agrandaba y sus vísceras se atoraban en el centro de su garganta como el hueso imposible de un fruto seco. En cada paso que daba, Ignacio Fernández Salgado sentía que le sudaban las manos, y golpes alternativos de frío y de calor a lo largo de la espalda, las piernas cada vez un poco más huecas, la sangre huyendo de su rostro helado, pero en cada paso, también, escuchaba el jadeo de Raquel, que respiraba con la boca abierta, y notaba la presión de sus dedos, que se hundían en su brazo derecho como si pretendieran perforarlo, y sabía que estaba temblando, lo sabía, y eso bastaba para sostenerle. Si estaba bien, tranquilo, ella estaría bien, tranquila. Cuando llegó su turno, los dos avanzaron juntos hasta la ventanilla. Él puso su pasaporte sobre el mostrador, miró a los ojos al hombre uniformado de verde oliva que le miraba con la misma fijeza, y le saludó en español.

—Buenos días.

—Buenas... —el guardia abrió el pasaporte, miró la foto, después a Ignacio, empezó a escribir en un papel—. Fernández Salgado. Español, ¿no?

—No —y recitó de cabo a rabo la respuesta que le había sugerido su padre—. Francés hijo de españoles.

—Ya... —el guardia pasó algunas páginas adelante y atrás, se fijó en los sellos. Es la primera vez que viene, ¿verdad?

—Sí.

—Muy bien —y le devolvió el pasaporte con una sonrisa—. Bienvenido.

Serás gilipollas, Ignacio, se dijo a sí mismo cuando contempló una versión femenina —Perea Millán, ¿no?, sí, yo también soy francesa hija de españoles— pero idéntica de la misma escena, y como le supo a poco, la reforzó con la pregunta retórica a la que su padre solía recurrir en casos extremos, ¿se podrá ser más gilipollas, Ignacio?, y se contestó a sí mismo que no, con la misma saña, la misma extremada dureza con la que interpelaba en silencio a sus abuelos, a sus padres, a sus tíos, en los brindis de todas las Nocheviejas. Muy bien, bienvenido, muy bien, bienvenida, eso había sido todo, tan poco, tan fácil, que al otro lado del control, Raquel se apartó de él como si estuviera avergonzada de haber temblado.

—Bueno, pues ya está —y frunció los labios en un gesto escéptico—. La verdad es que no ha sido para tanto...

Ignacio se encogió de hombros, asintió con la cabeza y sonrió. Era verdad que no había sido para tanto, y ni eso, no había pasado nada en realidad. Durante los primeros días de su viaje, en eso parecía ir a quedarse todo, en nada, Sevilla preciosa, eso sí, Córdoba también, y Granada resplandeciente como una novia que extiende su velo de casitas blancas entre los montes nevados y la vega verde. Ésa fue la foto que le salió mejor, aunque hizo algunas muy bonitas en el barrio de Santa Cruz, y un retrato nocturno, espléndido, de Raquel sonriente, guapísima y medio borracha, delante del Cristo de los Faroles.

Le gustó mucho Andalucía porque, su padre madrileño, su madre aragonesa, no esperaba gran cosa de ella. Le gustó tanto porque lo que esperaba, la imagen típica de señorito a caballo con morena de faralaes y pendientes de plástico a su grupa, era mucho menos que lo que encontró, la lentitud del tiempo en aquellas ciudades esclavas de su propia belleza, el equilibrio antiguo del agua que suena siempre, entre la cal y las flores, el encaje laberíntico de las calles estrechas que crean al cruzarse rincones asombrosos, y una particular elegancia, una sutileza natural en las personas, pero también en las cosas. Aquello era bonito, muy bonito, y le inspiraba una paz extraña, la melancólica extrañeza de lo imposible, porque aquellas casas blancas con sus patios de piedra oscura, húmeda, y sus macetas de plantas verdes, altas y frondosas como árboles, debían de ser un buen lugar para vivir, pero no eran el suyo. A él quizás le habría gustado vivir allí, pero nunca lo haría, nunca podría asomarse desde dentro a esos balcones con rejas y tiestos de geranios rojos donde su madre, que llevaba dos décadas luchando en vano con las heladas invernales de París, habría sido tan feliz.

Ésa fue la sensación, cálida pero templada, ni alegre ni demasiado triste, que el país de sus padres, y no el suyo, le inspiró durante los primeros días de su viaje. Estaba en España, sí, por fin, sí, y resultaba que España existía, que ocupaba de verdad un espacio en la superficie del planeta, sí, pero por eso, porque no se parecía en nada a la patria heroica, póstuma y portátil en cuyo recuerdo habían plantado las tiendas los miembros de su tribu, la verdadera España era un país desconocido y ajeno para él.

—¿Todavía estás en Sevilla? —y la voz de su madre temblaba al otro lado del hilo.

—Sí, todavía. Nos vamos mañana.

—¿Y es bonito? —porque Anita Salgado nunca había estado al sur de Teruel.

—Es precioso, mamá, de verdad, te encantaría —y detectaba la agitación de su madre en su silencio—. Tienes que venir a verla algún día.

—¡Ay, hijo mío, sí! Qué alegría me da que estés ahí, Ignacio... —¡déjame hablar con él, Anita!, el hijo escuchaba a lo lejos la voz de su padre, a ver si se va a cortar igual que ayer—. Tienes que llamar a la abuela, que es andaluza... Acuérdate, porque le va a encantar hablar contigo.

Y al colgar, Ignacio se sentía perplejo y se sentía culpable. Ya estaba acostumbrado a la primera de estas sensaciones, a la segunda también, pero en Sevilla, en Córdoba, en Granada, la culpa se fue haciendo más grande, más profunda que el estupor. Su madre habría preferido que hiciera cualquier otro viaje en lugar de aquél, pero parecía a punto de echarse a llorar cada vez que hablaban por teléfono. No había quien lo entendiera, pero él tampoco entendía sus propias reacciones en aquel país extraño donde todo, el idioma, la comida, las costumbres, le resultaba tan familiar, y algunas personas, algunas escenas, le dejaban con el cuerpo cortado, esa inquietante desazón de lo imposible que surge de la certeza de haber vivido ya momentos que nunca se han vivido.

Ignacio Fernández Salgado comprendió tarde, en Andalucía, que sus padres tenían razón, que él no había ido a España, que él había vuelto aunque no la hubiera pisado jamás, nunca en su vida. Pero eso no le ayudó a orientarse, a encontrarse a sí mismo en el laberinto íntimo por el que circulaba como un niño perdido, arrebatado de los brazos de sus padres, que eran los que tendrían que estar allí, los que deberían haber vuelto para reconocerse en esa realidad que él no se sentía capaz de interpretar. Eso pensaba, eso creía, eso deseaba y temía al mismo tiempo cuando empezó la última noche andaluza de su viaje.

Les habían dicho que era una cueva, pero por dentro no lo parecía. Las paredes de aquella sala abovedada, larga y estrecha como un túnel de paredes encaladas, eran irregulares, rugosas, pero los cacharros de cobre y los platos de cerámica vidriada, motivos verdes de reflejos metálicos sobre fondo blanco, que abarrotaban las paredes, le daban un aire abigarrado y barroco, impropio de una vivienda excavada en la roca. Y sin embargo era una cueva auténtica, una particularidad más de aquel país de salvajes comedores de ajos.

—Flamenco, ¡qué bien! —había exclamado él aquella mañana, cuando se enteraron de que el fin de fiesta sería una visita a un tablao, en una cueva del Sacromonte—. Esto era ya lo que nos faltaba...

—No digas eso —le dijo Raquel, y se lo dijo en español, antes de regresar al francés en el que hablaban cuando estaban con los demás—. Os va a encantar, es algo único, muy emocionante, no se parece a nada y no hay ninguna música que se le pueda comparar.

—Yo odio el flamenco —insistió Ignacio, de nuevo en español.

—Tú eres tonto, chico —respondió ella en el mismo idioma, y se volvió hacia su derecha para seguir explicando a los demás, Philippe el más cercano, inclinado sobre ella, babeándola como de costumbre, lo que les esperaba.

Entonces, Ignacio volvió a pensar que Raquel lo estaba llevando mucho mejor que él. A lo mejor se debía a que sus padres eran andaluces pero, para empezar, estaba perdiendo el acento francés. Los demás no se daban cuenta porque, aunque había bastantes que hablaban español, ninguno tenía el nivel suficiente para detectar esos matices, pero Raquel y él se habían conocido en el idioma de sus padres, habían seguido hablándolo entre ellos sin la necesidad de pararse a decidirlo, y por eso, Ignacio apreció sin ninguna dificultad el peculiar proceso que culminó en una tienda del Zacatín, un instante después de que un dependiente demasiado apresurado cerrara una vitrina antes de tiempo.

—¡Ay, coño, mi
deo!
—protestó Raquel, antes de chuparse el índice enrojecido de la mano derecha.

—¿Cómo que tu
deo
? —le dijo Ignacio, cuando el dependiente terminó de disculparse—. Será tu dedo.

Raquel le miró un momento como si no le entendiera, y al escuchar su respuesta, él comprendió que, en efecto, no le había entendido.

—Pues eso, mi
deo...
Que me lo he
pillao,
¿es que no lo has visto?

Así que ahora tienes veinte
deos,
pensó él, renunciando a explicarle que estaba seguro de que en París le había escuchado pronunciar todas las des, diez
deos
en las manos y diez
deos
en los pies... Y no era sólo eso. Si se acordaba de la Dordoña, y del empacho de foie que su novio se estaría cogiendo a su salud, no se le notaba nada. A Raquel le estaba encantando España mucho más allá de lo que Ignacio consideraba niveles razonables, incluso saludables. El pescado frito sí, a él también le gustaba, el jamón de pata negra mucho más, y la manera de aliñar los tomates, con ajo, por supuesto, el sabor del aceite de oliva virgen y los tocinos de cielo, las torrijas, hasta la manzanilla, todo eso le parecía bien, hasta ahí se podía llegar, pero... ¿las procesiones? Pues no se perdía una. Mandaba a Philippe por delante, para que le abriera paso igual que lo haría un perro lazarillo, y antes o después llegaba hasta la valla, y allí se quedaba hasta que pasaba el último, nazareno con el cirio encendido. Eso ya era mucha afición para Ignacio, que se metía a beber en un bar abarrotado de gente que bebía, y no se daba cuenta de que aquella tradición, la de los que huían de las procesiones de copa en copa, era tan castiza como la que adoptaba ella al seguir los pasos de calle en calle. Pero tampoco era sólo eso.

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