El corazón helado (128 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Entonces se cargaba de argumentos, de razones, se armaba por dentro, se decidía, decidía que esa vez sería distinta y pasaba lo mismo de siempre. Paco Molinero le gustaba mucho vestido. Paco Molinero le gustaba mucho desnudo. Y hasta ahí. Sólo hasta ahí, porque cuando él la tocaba, Raquel sentía algo mucho peor que nada. Sentía que él estaba tocando a otra, que no era ella la mujer que le besaba, que le abrazaba, que se dejaba arrastrar hasta la cama, tan lejos se encontraba de su propio cuerpo. Y luego era peor. Luego, después de desesperarse por haber sido incapaz de estar concentrada en lo que había hecho, le miraba, y le veía sonreír, y se dejaba besar, abrazar, y comprendía que él no se había dado cuenta de nada, que no se estaba dando cuenta de nada, y cada vez la frustración era mayor, eran mayores la culpa y la tristeza, y por encima de ellas crecía el enigma del sexo imposible, injusto, odioso y absurdo, pero sobre todo imposible. Al día siguiente, Raquel ya no sabía qué hacer con Paco, excepto prometerse a sí misma que nunca, nunca más, y aprovechar el primer momento libre de la mañana siguiente para volver sobre el fabuloso plan de la estafa hipermillonaria con la que se entretenían desde hacía años. Aquel proyecto, que había empezado siendo un simple juego, un pasatiempo inocente que los dos sabían que nunca llegaría a cumplirse, acabó funcionando como la contraseña de su mutuo fracaso. Cada vez que ella se acercaba a su despacho, y en lugar de susurrar con una sonrisa rendida que lo de anoche había estado muy bien, le anunciaba en voz alta que creía haber resuelto la transparencia informática de determinadas transferencias a un banco de las islas Caimán, Paco sabía que tenía que dejarla tranquila una temporada.

—¿Y ese chico? —Nati ponía el colofón a cada uno de sus encuentros.

—¿Qué chico? —aunque Raquel lo sabía de sobra.

—Pues ese que ha estado aquí el fin de semana y ha estado ya otras veces, Paco se llama, ¿no?

—Sí, se llama Paco.

—¿Y dónde está?

—Pues en su casa, Nati, ¿dónde va a estar?

—¡Qué pena!, ¿no?

—¿Qué pena qué?

—Pues eso, que parece muy majo, y yo creo que te conviene mucho, y... —cuando paraba, Raquel iba ya por el tercer resoplido—. ¡Ay, hija, no me mires así, que ya me callo!

En esas ocasiones, Raquel volvía a ver la cara de Josechu, y hasta sentía la tentación de darle la razón al recordar la insistencia con la que se quejaba de las visitas cotidianas de aquella anciana tenaz y solitaria, que vivía en el permanente acecho de las vidas de sus vecinos y era capaz de exagerar cualquier noticia, seleccionada al azar con independencia de su naturaleza, para procurarse la ocasión de salir de su casa y tocar el timbre de la puerta de las demás. Pero eso sólo ocurría cuando Nati hacía campaña a favor de Paco Molinero, y su enfado no solía sobrevivir a las disculpas. Al fin y al cabo, después de cada mejora teórica de su gran delito económico, Raquel alternaba ciertos instantes de anonadamiento con moderados arrebatos de promiscuidad que no arrojaban un balance mucho mejor. El teatro la aburría por exceso, la banca la aburría por defecto. Los conocidos de Berta eran incontables, divertidos y, con frecuencia, muy buenos en la cama, porque necesitaban desesperadamente gustar, pero sólo sabían hablar de sí mismos, de sus éxitos, de sus críticas y de cómo les encantaría que fuera a verlos ensayar. Sus clientes eran más aburridos, solían estar casados y follaban peor, porque siempre tenían prisa y eran demasiado ricos como para preocuparse por gustarle o no a alguien. El resultado de todo esto era que, antes o después, Raquel se encontraba mirando a Paco Molinero, comprendía con claridad que él era el único hombre que le convenía, y todo volvía a empezar, desde el principio.

Pero ésa no era la única razón de la perpetua indulgencia que derramaba sobre su vecina de enfrente. Ella estaba acostumbrada a cuidar de sus abuelas y había crecido en una familia marcada por la cultura del exilio, la permanente obsesión por crear redes de ayuda. Nati la necesitaba, y a ella le daba pena, pero sobre todo le caía bien. Era graciosa, simpática, estaba muy viva, y dispuesta a hacer cualquier cosa a cambio de un poco de compañía. Su marido nunca lo entendió, pero Raquel estaba segura de que se merecía el cuarto de hora que dedicaba a comentar con ella, o más bien a apostillar con monosílabos y exclamaciones, la versión de la actualidad, dramática hasta el disparate, que solía acontecer todas las tardes, a eso de las siete.

—¿Te has enterado ya?

Si un político había ingresado en un hospital, seguro que se había muerto, si había estallado una bombona de butano en un edificio de Leganés, seguro que había ardido el barrio entero, si una actriz se había separado de su marido, seguro que él le había puesto los cuernos con su mejor amiga, si había habido un atasco en la M—30, seguro que se había despeñado un autobús escolar con cien niños rubios y guapísimos. Siempre lo contaba así, y no porque fuera mentirosa, sino porque se aburría. Sus mentiras no eran más que eso, soledad y aburrimiento, la debilidad de poner un poco de emoción en su vida aunque fuera a costa de sembrar toda clase de muertes y destrucciones imaginarias. Nati había descubierto por su cuenta que la felicidad no da mucho de sí en el terreno de la ficción y cultivaba el recurso de la desgracia con entusiasmo, sin percibir la pequeña y constante humillación que se infligía a sí misma al hacerlo. Eso era lo que más conmovía a Raquel mientras la escuchaba, pero la compasión no bastó para que se la tomara en serio aquella tarde de abril de 2004, cuando la vio venir con una mala noticia que, excepcionalmente, no había conocido a través de la televisión.

—Mira, aquí está... —volvió corriendo desde su casa, con un papel en la mano izquierda y un molde de aluminio cobijado en el regazo—. ¡Ah!, y te he hecho un bizcocho.

—¡Qué bien! —Raquel sonrió y mantuvo abierta la puerta para ella—. Pasa, anda, déjalo en la mesa. Voy a hacer café.

—Si quieres, lo hago yo.

—Pues sí, mejor...

Acababa de llegar de Estambul y estaba muy cansada. Eran casi las ocho y todavía tenía que deshacer la maleta, poner una lavadora, tenderla, ducharse, lavarse la cabeza y programarse para volver a madrugar al día siguiente. No tenía ganas ni cuerpo para aguantar a su vecina, pero cuando se sentó con ella en la cocina y leyó aquella carta, se alegró de haber acatado, una vez más, la vieja y buena costumbre de la disciplina.

—Tú no te preocupes, Nati —dijo en voz alta, sin dejar de leer, cuando todavía iba por la mitad—. Eso lo primero...

—¡Pa chasco! —entonces Raquel la miró, y se dio cuenta de que harían falta algo más que dos frases hechas para tranquilizarla—. ¿Y cómo no voy a preocuparme, a ver?

La verdad es que era como para preocuparse. Raquel ya había oído rumores e incluso había leído una noticia en el periódico, aunque sus términos eran tan ambiguos que se limitó a clasificarla como un rumor más. Y sin embargo, antes o después tenía que pasar, porque su piso y el de Nati, el edificio del que formaban parte, la calle en la que se encontraban y el barrio al que pertenecían, estaban sujetos, en conjunto y sin remedio, a la implacable lógica de la especulación.

Cuando Paco Molinero, siempre interesado en ganar puntos, le ofreció aquel piso de la calle Ávila, Raquel le anunció a Josechu que iban a vivir en General Perón. Eso no era verdad, pero tampoco era mentira. General Perón, distinguida arteria de lo que se entiende por un barrio burgués, nacía justo donde terminaban las naves industriales abandonadas, las pequeñas fábricas decimonónicas, los antiguos chalés de veraneo y las casas baratas de la calle Ávila. Desde la frontera de Tetuán se veían las luces de la Castellana, las torres de Azca y el estadio Santiago Bernabéu, pero esas vistas nunca impedirían que Tetuán siguiera siendo Tetuán, el barrio popular, abigarrado y viejo, que a Raquel le gustaba y a su marido no. En los últimos meses, ella había pensado que tal vez sólo fuera una cuestión de tiempo. Si los derribos seguían produciéndose al mismo ritmo, muy pronto a Josechu empezaría a gustarle su calle más que a ella, pero nunca había calculado que su turno llegara tan pronto.

—¿Has hablado con el presidente de la comunidad, Nati?

—Sí, y va a haber una reunión, creo. Pero yo no sé... —entonces señaló la carta que Raquel tenía en la mano—. Ahí pone que nos van a echar, ¿no?

—No, no pone eso —y sin embargo, Raquel acercó su silla a la de su vecina, la cogió de la mano y empezó a hablar muy despacio, como si se dirigiera a una niña pequeña—. Lo que pone es que nuestro edificio ha entrado en un plan de renovación urbana. O sea, que el ayuntamiento —o la puta que lo parió, pensó, pero no lo dijo— ha decidido modernizar toda la zona, ¿entiendes? Tirar las casas viejas para edificar casas nuevas encima.

—Pero ésta no es una casa vieja —protestó Nati, con el hilo de voz que le quedaba después de comprobar que su vecina, que era joven, y manejaba ordenadores, y tenía carrera, había entendido lo mismo que ella.

—Mujer, nueva tampoco es.

—¡Pues para eso —y estaba menos indignada que a punto de echarse a llorar—, que tiren las de la Puerta del Sol, que son mucho más viejas! No te digo...

—Ya, pero ésas están protegidas, Nati, el centro no se puede tirar, porque... —Raquel decidió ahorrarse argumentos—. Mira, no vamos a ponernos a discutir eso ahora. El caso es que el ayuntamiento ha hecho una norma, o sea, una ley, como si dijéramos. Pero eso hay que verlo, hay que discutirlo, no se puede aplicar tan fácilmente. Seguro que nosotros podremos recurrir, y vamos a recurrir, y si resulta que no podemos, pues... Nos van a tener que comprar los pisos. Porque tu piso es tuyo, Nati, y no te lo va a quitar nadie, ¿comprendes? Si no nos queda más remedio que vender, venderemos, pero a cambio de un montón de dinero, o de un piso en el edificio que construyan encima de éste.

—Ya, pero entonces... ¿adónde me voy yo mientras me construyen el piso nuevo?

—Pues a Tenerife, por ejemplo —Raquel sonrió, pero la anciana no le devolvió el mismo gesto—. Tu hija está deseándolo, ya lo sabes.

—Ya, pero como me vaya a Tenerife, no vuelvo —y eso era lo que más miedo le daba—. Seguro que no vuelvo.

—Pero tú no te preocupes, mujer, en serio... Si estas cosas son larguísimas. Entre el recurso, que nos contesten, que volvamos a recurrir y eso, te van a entrar hasta ganas de irte a casa de tu hija, ya verás.

—¿Seguro?

—Seguro.

Aquel día Raquel consiguió que Nati durmiera de un tirón, pero su estrategia no sobrevivió al contacto con la realidad. Cuarenta y ocho horas más tarde, su vecina vino a buscarla para entrar de su brazo en una reunión de propietarios donde sus profecías se vinieron abajo, una tras otra, como un juego de fichas de dominó puestas en fila india. El presidente defendió la rendición sin condiciones con tanto ardor como si ya hubiera empezado a cobrar una comisión de una inmobiliaria, pero sus argumentos parecían sólidos. Lo eran. La casa presentaba una serie de deficiencias estructurales que la situaban al borde de la declaración de ruina, y aunque la comunidad podría estudiar su rehabilitación, ningún banco concedería un crédito a los propietarios de un edificio condenado por una normativa municipal de obligado cumplimiento. Sin embargo, y por fortuna, había una constructora interesada en comprar las viviendas para asegurarse la propiedad del solar y edificar encima. Él proponía que aprovecharan la oportunidad y vendieran cuanto antes, porque no tenían otra salida. Eso lo veremos, dijo Raquel, que había sido una de las más combativas, antes de despedirse. ¿Y qué es lo que vamos a ver?, le preguntó el presidente con una sonrisa que acabó de convencerla de que ya estaba untado. Pues todo, respondió ella, amenazándole con un gesto del dedo índice, todo... Pero a las diez de la mañana del día siguiente, ya había descubierto que esa totalidad era tan insignificante que se podía resolver con dos simples llamadas telefónicas.

—No podéis recurrir, Ra —su hermano Mateo, abogado en ejercicio, no tardó ni un cuarto de hora en devolverle la primera—. Lo siento.

—¿Y por qué? —ella no estaba dispuesta a desalentarse con facilidad—. Todas las leyes se pueden recurrir.

—No, todas no. Hay leyes, normas en este caso, que no admiten recurso, porque se entiende que trabajan a favor del interés general, y por lo tanto no pueden paralizarse al entrar en conflicto con intereses particulares.

—¿Interés general? —aquellas dos palabras la sublevaron tanto que notó que se ponía colorada al repetirlas—. Te voy a decir yo...

—No, Ra, a mí no me digas nada —su hermano la interrumpió a tiempo—. Yo no he hecho esa norma, ni tengo nada que ver con ella. Yo te digo lo que hay, simplemente.

Acababa de colgar cuando el teléfono sonó otra vez. Era una de sus conocidas del Departamento de Créditos.

—Nada que hacer, ¿verdad? —Raquel se contestó a sí misma antes de dar a su colega la oportunidad de hacerlo—. Estamos listos.

—Pues sí. Lo siento mucho, pero además te voy a decir una cosa. No os conviene nada arreglar el edificio. Sería tirar el dinero, porque...

—Esa norma no se puede recurrir, ¿no?

—Justo.

—Ya, me acabo de enterar. Bueno, gracias por contestar tan deprisa...

—De nada. Y suerte.

Eso es lo que nos haría falta, se dijo Raquel durante todo el día, un poco de suerte...

No pensaba en ella, que había comprado a tan buen precio que iba a ganar en cualquier caso, sino en Nati, en el pensionista del primero derecha, en Maruja, esa mujer que vivía sin marido y con tres hijos adolescentes dos pisos más arriba. Todos habían estado callados durante la reunión, ella los había visto, había estado pendiente de sus caras, de sus gestos, los había ido estudiando por turnos para encontrarlos cada vez más hundidos, más pálidos, más acobardados en sus sillas, con la mirada baja y los brazos muertos sobre las piernas. Su casa era lo más valioso que tenían, seguramente lo único, la habrían ido pagando poco a poco, y al llegar al final, habrían respirado hondo. Ya no puede pasar nada, habrían pensado, ya es nuestra para siempre, se acabó la incertidumbre, se acabó el agobio, se acabó la angustia, y todo para perderla ahora a manos de un cabrón de especulador adornado con los laureles del interés general, siempre igual, siempre lo mismo. Pues no.

Raquel Fernández Perea lo pensó una vez, y luego dos, tres veces, lo repitió hasta que empezó a sonarle bien, y entonces volvió a agarrarse al teléfono.

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