Anita Salgado Pérez la miró, guardó silencio, y no encontró palabras para responder a esas preguntas, pero llevó una mano temblorosa hasta su cara, la acarició, la atrajo después hacia sí, y colocó la cabeza de su nieta sobre su pecho, como cuando era niña, para besarla muchas veces.
—Vámonos de aquí —dijo después—. Éste no es un buen sitio para hablar.
Raquel pidió la cuenta, pagó y no esperó a que le trajeran la vuelta.
—¿Adónde quieres que vayamos?
—Llévame a casa —y justificó su elección antes de que su nieta tuviera tiempo para protestar—. Olga no está. Ha quedado con tu madre para ir a las rebajas.
Caminaron en silencio hasta el coche y ninguna de las dos habló hasta que completaron la mitad del trayecto en el Madrid desierto de la sobremesa de los sábados.
—Te lo voy a contar —dijo Anita entonces—. No sé si hago bien, seguramente no, pero te lo voy a contar sólo si me prometes dos cosas.
—No decirle nada a nadie —propuso Raquel con una sonrisa.
—Sí, ésa es la primera. ¿Y de qué te ríes, si puede saberse?
—¡Pues de qué me voy a reír, abuela, de que siempre es igual! Cada vez que aparece Julio Carrión en mi vida, alguien me pide que no se lo cuente a nadie, primero el abuelo, y ahora tú...
—Bueno, pero ¿me lo prometes?
—Sí, te lo prometo. ¿Y la segunda?
—La segunda es que no hagas nada raro con lo que voy a contarte, Raquel. ¿Que Carrión quiere comprarte el piso? Pues muy bien, el mundo es un pañuelo, una casualidad como otra cualquiera, ¿qué le vamos a hacer? Tú se lo vendes, te mudas al mío, y aquí paz y después gloria, ¿estamos? —Raquel se limitó a asentir con la cabeza, pero su abuela se dio por satisfecha—. La verdad es que es increíble, a quien se lo cuentes... Y te voy a decir una cosa. Menos mal que tu abuelo está muerto. Nunca creí que pudiera decir algo así, pero llevo un buen rato pensándolo, porque si viviera, y con lo que te quería, no quiero ni figurarme...
Raquel Fernández Perea tampoco hubiera podido creer que algún día iba a escuchar esas palabras de aquellos labios, y la impresionaron tanto que empezó a dudar de sus propias razones. Pero no podía echarse atrás, y al llegar a Canillejas, miró a su abuela y sospechó en la firmeza de su gesto que ella ya no se lo habría consentido. Entonces pensó que el silencio pesa tal vez en quien calla más que la incertidumbre en quien no sabe, y si era así, las dos mujeres que más habían querido a Ignacio Fernández Muñoz tenían algo que ganar en aquella conversación.
—¿Quieres que haga café? —le preguntó al entrar en su casa.
—No, ¿para qué?, ya hemos tomado. Trae el frasco del aguardiente de guindas, mejor, ¿sabes dónde está?
Escogió una butaca que estaba al lado del balcón, y sólo volvió a hablar cuando su nieta sirvió las copas, sentada en la misma banqueta que le gustaba cuando era niña y se quedaban las dos solas para ver una película en la televisión mientras Ignacio se iba a dormir la siesta.
—Lo que pasó, lo sabes, ¿no? Carrión nos lo robó todo. Bueno, a mí no, porque yo no tenía nada. Se lo robó a mis suegros, que eran muy ricos.
—Sí, eso lo sé —admitió Raquel—. Pero no sé nada más. Ni cómo lo hizo, ni quién era, ni de qué le conocíais...
Anita Salgado levantó una mano en el aire, como si quisiera pedirle a su nieta tiempo, o que no fuera tan deprisa.
—El caso es que tu abuelo lo pasó muy mal, ¿sabes? Se sentía culpable de todo lo que había pasado, siempre pensó que la culpa era suya, y mira que se lo dijimos, ¿eh? Todos se lo dijimos, sus padres, sus hermanas, y yo, yo se lo dije un millón de veces, que no era culpa suya, no era culpa de nadie, sólo del canalla aquel, que nos había estafado, que nos había robado porque era un ladrón, ni más ni menos, ésa era la verdad, pero él... A él, el dinero le daba lo mismo, bueno, a lo mejor lo mismo no, pero no era lo que más le importaba. Lo que no podía soportar era que Julio nos hubiera engañado, que nos hubiera mentido para robarnos, eso era lo que más le dolía, no el dinero. Si hubiera sido... Qué sé yo, un desconocido, un abogado que hubiéramos contratado desde París o un amigo de algún amigo, pues le habría parecido una faena, una putada, como decía él, sí, pero que Julio fuera capaz de hacernos algo así a nosotros, que le habíamos tratado siempre tan bien, que éramos como su familia, porque estaba siempre metido en casa...
—¡Claro! —y de repente, Raquel se dio cuenta de quién era el hombre del que estaban hablando—. Por eso has dicho antes lo de las fotos de París, ¿no? Carrión es ese chico que lleva una camisa blanca, arremangada, en unas fotos en las que estáis todos juntos, detrás de una mesa con una tarta, un cumpleaños de papá, ¿no?, o de Olga.
—Bueno, el cumpleaños era de Aída, la hija de María, pero sí, ése es Carrión.
—Claro. Como nunca nos habéis contado nada...
—Pues no, ¿para qué? Y de él, menos, porque... Eso es lo que te estaba diciendo, que tu abuelo con eso no pudo nunca, nunca... Y llegó un momento en el que dejamos de hablar de él, y luego hicimos como que se nos había olvidado, y al final, afortunadamente se nos olvidó de verdad, pero da igual. Yo estoy segura de que Ignacio se murió con esa pena, con esa angustia... Todavía me acuerdo de los primeros días, las primeras noches. Delante de su familia disimulaba porque tenía que ser fuerte. Sus padres, que eran los que más habían perdido, porque eran los dueños de todo, se lo tomaron con mucha calma. Hace un año no teníamos nada, ¿no?, y ahora tampoco lo tenemos, ¿qué más da quién nos lo haya quitado? Podría haber sido Franco, en el 39, y estaríamos igual, decían.
—Ya —objetó Raquel, muy seria—, pero no es lo mismo.
—Pues no, pero ¿qué quieres? —su abuela respondió con una sonrisa triste—. A ellos les habían matado a un hijo, y luego a un yerno, tenían un nieto en Madrid al que ni siquiera conocían, ¿qué más les daba el dinero? Ignacio lo entendía, les daba la razón, pero por las noches, en la cama... Otra traición, decía, otro traidor, y yo no puedo más, Anita, no puedo. ¿Para qué vivo yo? Vivo para que me traicionen una vez, y otra, y otra, y ya no puedo, no quiero, para eso prefiero morirme... Eso me decía, el pobre, y yo le decía, no te mueras, Ignacio, no te mueras, ya ves, qué tontería, y luego me quedaba callada porque no sabía por dónde seguir, cómo animarle, y él volvía a hablar con aquella pena, aquella amargura negra, negra, ¿por qué tiene que pasarnos siempre lo mismo?, ¿por qué todo tiene que ser siempre igual? Somos los parias de la Tierra, Anita, los parias de la Tierra, maldita sea... Siempre decía eso, y tenía razón, porque todos nos dejaron solos, todos nos abandonaron y nada nos salió bien, nunca nos salió nada bien, y cada vez estábamos más solos, cada vez éramos menos, y Franco más poderoso, y todo más difícil, y entonces, Julio, que era uno más, uno de los nuestros, de los buenos, nos traicionó también, y eso fue lo que más le dolió a tu abuelo.
Anita se quedó callada para contemplar su tristeza en los ojos de su nieta, y Raquel le devolvió la mirada en silencio. Intuía que le haría falta mucho tiempo para procesar lo que acababa de oír, pero aquello era apenas el principio, y preguntó en voz baja, casi con miedo.
—¿Julio Carrión era del partido, abuela? —pero ella la miró como si de repente no entendiera nada—. ¿Era socialista, anarquista, militaba en alguna...?
—¡Y yo qué sé! —Anita interrumpió a su nieta, la miró con un gesto de desamparo casi infantil y por fin sacudió la cabeza en un movimiento brusco, casi violento—. Sí, claro que sí. Vamos, él decía que sí y yo creía que sí, todos lo creíamos. Tenía un carné de la JSU, desde luego, eso lo vi yo con mis propios ojos, y era un carné antiguo, además, hecho en Madrid, cuando la guerra. Lo que no sé... Lo que no sé es qué era Julio Carrión en realidad, o no, sí que lo sé. Era un oportunista, un sinvergüenza, un cínico. Y una mala persona.
—Pero... —su nieta no encontró una buena manera de expresar su perplejidad—. No lo entiendo. ¿Cómo es posible...? ¿Es que nunca os disteis cuenta de nada?
—Pues no —Anita sonrió—. ¿Qué quieres que te diga? Nunca encontramos nada raro en él, y tampoco lo buscamos, eso desde luego. Es que no era lógico pensar... La madre de Julio era socialista, ¿sabes?, una de esas maestras republicanas a las que admiraba todo el mundo. Tu abuelo la había conocido, y decía siempre que era una mujer encantadora, muy roja, muy valiente. Ella era de Torrelodones y mis suegros tenían una casa allí, iban todos los veranos, se conocían bastante, así que, cuando Ignacio encontró a su hijo, solo, perdido, exiliado y rodeado de exiliados, en un café de París, pues lo trajo a casa. Era el hijo de su madre, ¿no?, que había sido amiga de Mateo, que había sido amiga de Carlos, que había muerto en la cárcel mando estaba condenada a treinta años. En aquella época, las cosas eran así, eso nos bastaba. ¿Cómo íbamos a sospechar de él?
Unos meses después, sólo unos meses después, Raquel Fernández Perea aprendería que aquella mujer se había llamado Teresa González Puerto, y escucharía su voz en la voz de su nieto, un hombre moreno cuyos rasgos encajaban casi como un duplicado en el rostro del traidor que guardaba en su memoria. Cuando eso ocurriera, Raquel descubriría que la capacidad para traicionar de Julio Carrión era infinita, pero el amor que obraba el milagro de devolver a la vida a una mujer muerta tanto tiempo atrás, la afectaría mucho más. Teresa González Puerto volvería a vivir en el cuerpo que Raquel amaba, en la pasión de los labios que la nombraban, en el relieve de las manos que la acariciaban, y aquella vida nueva sería buena, justa, sería hermosa y emocionante, y tan terrible como el negro presagio de una tormenta devastadora. Cuando eso ocurriera, Raquel comprendería por qué se había enamorado del nieto de aquella mujer, por qué no había amado nunca a otro hombre como lo amaba a él, aquella imprescindible determinación de disolverse en su cuerpo que le resultaba tan necesaria como el impulso de respirar, de beber cuando tenía sed, de dormir cuando tenía sueño. Cuando eso ocurriera, se daría cuenta también de que su sueño estaba sentenciado, de que nunca habría mañanas de sábado con sol para que ella llegara de la calle con la compra y un gran ramo de flores frescas que repartir entre varios jarrones de cristal transparente. Pero aquella tarde de enero de 2005, mientras su abuela intentaba enseñarle que nunca hay que fiarse de las historias españolas, porque siempre lo acaban echando todo a perder, Raquel Fernández Perea no sabía nada de esto todavía.
Anita Salgado le había prometido a su nieta que iba a contarle lo que pasó y cumplió su promesa. Estuvo hablando casi tres horas, a ratos en orden, a ratos en desorden. Reconoció que había olvidado algunas fechas, algunos nombres, y pasó muy deprisa por algunos detalles para detenerse en otros que le gustaban más, pero su memoria sostuvo sin grandes dificultades una versión precisa, coherente y completa de un episodio que nunca había podido olvidar. Así, Raquel pudo ver a Julio Carrión tal y como era a los veinticinco años, el hombre más simpático del mundo y un seductor nato, brillante, ingenioso, tan atractivo como para romper el freno de Paloma Fernández Muñoz, una parte de la historia que ella ignoraba por completo. Su abuela reconoció que Julio le caía bien a todo el mundo, pero, aunque se ganaba a los hombres con la misma facilidad y los niños le adoraban, gustaba sobre todo a las mujeres. Por eso creía que su cuñada jamás habría hecho con otro lo que hizo con el, y aún más, que la posibilidad de vengar a su marido a través de Carrión no había sido un motivo, sino el pretexto de un deseo que tal vez ni siquiera creía tener, y que desde luego nunca se habría atrevido a expresar en voz alta. Pero Anita estaba segura de que aquel deseo había existido, y al llegar al final, permitió que Raquel descubriera que no había compadecido a nadie tanto como a Paloma.
—Ella fue la que más sufrió, lo pasó mucho peor que tu abuelo, en aquella época y también unos años más tarde, cuando nos enteramos de que Julio se había casado con la hija de su prima Mariana, la que había entregado a su marido, ¿comprendes? A nosotros eso ya nos dio igual, pero para ella fue el colmo, algo mucho peor que una traición, como el doble, o el triple, yo qué sé... Total, que después de todo, resultó que el dinero fue lo de menos pero de verdad, porque Paloma se sentía tan humillada, tan avergonzada de sí misma, tan arrepentida de lo que había hecho, que dejó de hablar, y de comer, y se pasaba los días callada, sin mirar a nadie, sin decir nada. Yo intenté hablar con ella muchas veces porque la quería mucho, siempre la quise mucho.
—Trabajabais juntas, ¿verdad? —Raquel había visto otra foto, las dos detrás de un mostrador, con delantales blancos, Anita embarazada y muy sonriente, Paloma no.
—Sí, al principio, en Toulouse... Ella fue la única que me ayudó cuando lo de mi madre y la que más me animó cuando Ignacio tuvo que marcharse de casa para que no le denunciaran, así que iba a verla con cualquier excusa, y cuando estábamos a solas, le decía, pero vamos a ver, Paloma, si tú estás viuda, si eras libre, ¿que pasaste una noche con él?, pues ya está, ¿qué significa eso?, nada, no significa nada, anda que no hay noches en la vida, y tú no podías saber por dónde iba a salir ese cabrón, no lo sabía nadie, ninguno de nosotros... Déjame, Anita, me decía siempre, no tengo ganas de hablar de eso. Pero yo insistía, por ella, por su bien, es que tú no estuviste con el Julio Carrión que está ahora en Madrid, Paloma, le decía yo, tú estuviste con otro hombre al que todos queríamos, en quien todos confiábamos... ¡Ya está bien!, me decía entonces. Y se levantaba, y se iba a su cuarto, y echaba el pestillo, y nadie volvía a verla hasta el día siguiente. ¿Tú sabes que se intentó suicidar?
—No —Raquel negó con la cabeza y un gesto triste—. Yo no sé nada, ¿qué voy a saber? Si nunca me habéis contado nada, abuela.
—Pues se cortó las venas con una cuchilla de afeitar, cuando se enteró de que Julio... En fin, ¡pobre Paloma! —y Anita parecía dolerse todavía de cada palabra que pronunciaba—. Tu abuelo me tenía a mí, tenía a los niños, pero ella... Ella estaba sola, siempre sola. Y eso que era tan guapa, pero tanto tanto, una mujer tan imponente, que siempre tenía a medio París detrás, muchos españoles, desde luego, pero también franceses, muchos... Al tío Francisco le conocimos por eso, ¿sabes? Estábamos todavía en Toulouse y él esperaba todas las tardes en la puerta de la panadería hasta que la veía salir, y luego la seguía hasta nuestra casa sin decir nada, y se quedaba en el portal mucho rato, por si se animaba a asomarse o volvía a salir. Le tomábamos mucho el pelo, María la que más, porque era muy gamberra, y fíjate, lo que es la vida, así empezaron a salir juntos. Un buen día, el pobre Francisco se dio cuenta de que se lo pasaba mucho mejor con las bromas de la pequeña que con los desplantes de la mayor y cambió de objetivo. Dejó de seguir a Paloma, empezó a seguir a María, ella le dijo que sí y hasta hoy. Pero su hermana no, nunca, ella no le hacía caso a ninguno, ni siquiera los miraba, y por eso, yo creo... Debió de sentirse tan mal cuando se dio cuenta de que, con tantos hombres al retortero, había ido a elegir al peor...