El corazón helado (127 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—¿Qué niña?

—Tu novia —y mi hermano sonrió—, esa chica, Raquel se llama, ¿no?

—Sí, pero no te entiendo, Julio.

—Pues es muy fácil. Yo había visto las fotos, toda esa sangre, esos muertos, pero antes la había visto a ella. Tiene gracia que tú no te acuerdes, porque yo me acuerdo perfectamente. Llevaba un vestido blanco con florecitas de color granate, una chaqueta del mismo color que las flores, y dos trenzas con lazos en las puntas. Era igual que Clara, iba vestida igual, hablaba igual... Sólo la vi un momento y no me fijé mucho, ni siquiera habló conmigo, pero luego, en la cama, mientras le daba vueltas a todo, me acordé de ella, una niña pequeña, corriente, que jugaba a las muñecas con mi hermana, y esa niña... No sé cómo explicarlo, pero no pude relacionar con ella la historia que me habían contado Rafa y Angélica, las fotos que había visto. A su abuelo no le vi, pero ella... Era tan corriente, tan pequeña, tan inocente, tan de aquí... ¿Me entiendes?

—Sí —le entendía, pero no encontré más palabras para agradecerle que se hubiera puesto de parte de aquella niña pequeña, a la que yo no lograba recordar ni siquiera después de escuchar la descripción de la ropa que llevaba puesta aquella tarde.

—Pues eso. Pensé que, en realidad, lo que nosotros teníamos, tendría que ser suyo. Y ella no parecía pobre, desde luego, no era pobre, tenía la misma pinta que Clara, que sus amigas, ya te lo he dicho, y sin embargo... Eso daba lo mismo, porque ella era de nuestra edad, de nuestra generación, y parece que el tiempo lo borra todo, pero... Yo pensé que sus abuelos se habían quedado sin nada, que sus padres habrían crecido sin nada, ¿no?, en un país extranjero, solos, y nosotros, papá, y mamá, y la gente como papá y mamá, aquí, viviendo de puta madre... No sé, no puedo explicarlo bien, pero aquella niña de pronto me dio mucha pena y mucha vergüenza, aunque yo no tuviera la culpa, porque eso no debería haber sido así, porque no era justo. Me pareció que no era justo. Entonces le pregunté a Rafa si estaba dormido y me dijo que no. ¿Papá es un ladrón, Rafa?, le pregunté luego, y él se enfadó conmigo, ¿cómo va a ser papá un ladrón?, gilipollas, que eres gilipollas... Eso me contestó y no quise volver a hablar con él, ¿para qué? Ya le conoces. Ni yo ni nadie iba a conseguir que cambiara de opinión.

—¿Y qué hiciste?

—¿Cuándo?

—Pues yo qué sé, al día siguiente, más tarde...

—Nada —sonrió—. ¿Qué iba a hacer, si no se podía hacer nada? Al día siguiente era domingo. Fuimos a comer a Torrelodones en el coche, y mientras dábamos un paseo por el pueblo, la gente se paraba a saludarnos, y yo miraba a papá, le veía sonreír a todo el mundo, y pensaba que ellos lo sabían, que tenían que saberlo, que lo sabía mamá, y la señora del estanco, y el dueño del mesón, los que nos saludaban, los que nos besaban y nos tocaban la cabeza, todos tenían que saberlo, pero nadie había dicho nunca nada, no pasaba nada, era como si nadie supiera una palabra de nada... Durante algunos días seguí teniendo la misma sensación. Por un lado, si notaba que me miraba alguien por la calle, en el metro o en cualquier tienda, tenía la impresión de que lo sabían, de que todos estaban enterados de que mi padre era un ladrón, pero luego me daba cuenta de que los conocidos, los que tenían que saberlo, los amigos de papá, las amigas de mamá, los de Torrelodones, hacían como que no sabían nada.

—¿Y Rafa? No sé, Angélica, mamá... ¿No volvieron a hablar contigo? ¿No te explicaron nada más?

—No. Yo nunca, en mi vida, he vuelto a oír una palabra sobre este tema —hizo una pausa, me miró, le miré—. Hasta que no me lo has dicho tú, no me lo había dicho nadie. Y entonces... —volvió a sonreír, como si, en el fondo, lo que me había contado no tuviera tanta importancia—. Pues bueno, no es que se me olvidara, porque nunca se me ha olvidado, pero... Me acostumbré a vivir como los demás, a vivir como si no supiera, como si no me importara nada. Hice fatal la prueba para los juveniles del Madrid, eso sí.

—Eso sí —y la naturaleza inesperada, abrupta, de aquella conclusión, me hizo sonreír—. Hice un ridículo espantoso y perdí todas mis apuestas.

—Ya, bueno... Estaba muy nervioso pero, además, la verdad es que no quería que me contrataran. No sabía exactamente qué era lo que había hecho papá, pero eso daba igual, porque yo sabía que no era bueno. Y nunca he sido un meapilas, ni un santo, ni mucho menos, ni siquiera estoy seguro de ser una buena persona, pero... La verdad es que ya no le admiraba, ni me importaba que estuviera orgulloso de mí. Tenía sólo quince años, pero nunca volvió a importarme.

—Y sin embargo... —no me atreví a seguir, pero él me entendió igual.

—Y sin embargo, aquí estoy, ¿no? —asentí con la cabeza y él sonrió—. Hasta aquí he llegado, sin sufrir, sin hablar, y tan contento. Pues sí, es verdad. Yo no soy como tú, Álvaro, ya lo sabes. También es cierto que no me acuesto con aquella niña del vestido blanco con flores granates, que, por cierto, a ver si me la presentas, porque tengo mucha curiosidad por ver en qué se ha convertido, pero de todas formas, a mí todo esto me interesa más bien poco, mucho menos que a ti, y mucho menos que a Rafa. No es mi vida y no es la tuya, Álvaro, hazme caso. Papá no era bueno, ya te lo dije una vez, pero eso no tiene nada que ver contigo, ni conmigo, y además... No se puede hacer nada. ¿Para qué?, a estas alturas...

Mi hermano Julio fue el primero que me dijo que nada servía de nada. Entonces pensé en Teresa González Puerto, en su vida y en su muerte, su cabecita recortada sobre una cartulina de color dorado y sus palabras, esa herencia que debería compartir con el hombre rubio y sonriente que miraba el reloj, y pedía la cuenta, y volvía a sonreírme.

Julio también era su nieto, aunque aquella carta nunca cambiaría nada para él, no le haría un hombre mejor, ni distinto. Quizás, después de todo, lo mejor sea que sigamos estando solos tú y yo, abuela, pensé. Mejor guardarte para mí, ahorrarte la indiferencia o la hostilidad de mis hermanos, llevarte conmigo en las mañanas soleadas y en las lluviosas, entre las flores que no llenan ningún jarrón de cristal transparente. Pero él también era nieto. Y, tal vez, el mejor de los que le quedaban.

—Hay algo más, Julio —ya había cerrado la tapa de su teléfono móvil, se lo había guardado en un bolsillo, se estaba palpando la americana para asegurarse de que no se dejaba nada—. Aquel día que encontré la carpeta azul, descubrí también una carta de la abuela Teresa, la madre de papá. La escribió para despedirse de él cuando se marchó de casa, porque ella no murió en junio del 37, eso es sólo lo que papá nos dijo. La verdad es que murió en la cárcel de Ocaña, cuatro años después, en el 41 —mi hermano me miró con los ojos muy abiertos, se cogió otra vez la cabeza con las manos, se removió en la silla.

—¡Joder!

—Pues sí, joder... Pero eso no es todo, ¿sabes? —y entonces, cuando estaba a punto de seguir hablando sin esperar respuesta, él levantó la mano en el aire para pedir tiempo.

—Otro día, Álvaro —volvió a echarle un vistazo el reloj y se asustó—. No te enfades conmigo, pero... Es que ahora no puedo quedarme, de verdad. Tengo una cita para comer, y es muy importante, es... —hizo una pausa, me vio sonreír, sonrió—. Vale, es una tía. No me voy a acostar con ella ni nada, en serio, sólo estamos tonteando, pero no me gustaría quedar mal. Yo te llamo luego, esta tarde, mañana, cuando pueda, y nos vemos, y me lo cuentas todo, porque de verdad que me interesa mucho, pero... Es que ahora me tengo que ir, ya llego tarde.

—Bueno —le dije, y sonreí—, como tú quieras.

—¿Seguro que no te enfadas conmigo?

—Seguro que no me enfado.

—Vale, pero antes de irme, voy a darte un consejo, dos, en realidad... —y ésas eran las últimas palabras que habría esperado escuchar de él en aquel momento—. El primero es el mejor, y el más importante. Hazme caso, Álvaro, y lárgate de aquí. Vete ya, esta noche, mañana, coge a esa tía y lárgate. Vete a un sitio bonito, divertido, enciérrate con ella en un hotel de lujo y hártate de follar. Fóllatela hasta que no puedas más, hasta que te duela la polla de tanto usarla, y después, sigue follando hasta que ya no la sientas. Fóllatela como si no fuera la nieta de su abuelo, como si nunca hubiera conocido a papá, como si te la acabaras de encontrar, como si no fuera prima nuestra. Y cuando consigas sentirte como si no tuvieras polla, decide qué es lo que quieres hacer, quedarte con esa chica o volver a casa, arrodillarte en el suelo, apoyar la cabeza en las rodillas de tu mujer y pedirle perdón. Yo he hecho ambas cosas, y las dos funcionan. Hazme caso, Álvaro, que sé de lo que hablo. Dedícate a vivir, y piensa en ti, joder. Olvídate para siempre de papá. Eso también funciona, y también lo sé por experiencia. Y ahora me voy, pero ya...

Entonces se levantó, me abrazó, me besó en una mejilla.

—¿Y el otro? —le pregunté—. ¿El segundo consejo?

—El segundo consejo es que no se te ocurra hablar con Rafa de esto —y se puso serio, muy serio de repente—. Que ni se te ocurra, Álvaro, te lo digo en serio.

Pero yo no soy como tú, Julio, pensé mientras le veía salir del bar a toda prisa, no soy como tú, ya lo sabes.

Las cartas empezaron a llegar durante la última semana de abril de 2004, pero Raquel Fernández Perea, que había aprovechado el puente de mayo para irse a Estambul con su amiga Berta, se enteró de todo antes de abrir la suya.

—¿Lo sabes ya? —Nati salió a su encuentro cuando todavía estaba buscando las llaves en el bolso, como si llevara toda la tarde acechando su regreso—. ¡Qué disgusto más grande, madre mía! Yo no sé lo que vamos a hacer...

Raquel no le dio importancia a este recibimiento. Aquel patetismo sistemático, casi deportivo, formaba parte del carácter de su vecina de enfrente, una mujer mayor que estaba muy bien de salud y mejor de la cabeza, pero padecía de un aburrimiento crónico.

Nati vivía sola. Había estado casada y se había quedado viuda antes de cumplir cuarenta años, había tenido dos hijos y el mayor se había matado en un accidente de moto cuando era casi un crío. Entonces, su hija ya vivía en Tenerife, donde había encontrado trabajo como camarera en un hotel. Después conoció a un chico, se casó y se quedó allí. Venía a ver a su madre cuando podía, y se había ofrecido muchas veces a llevarla con ella a Canarias, pero Nati se resistía a dejar su casa. Mientras pueda hacer la comida, limpiar y bañarme yo sola, no me muevo de aquí, decía. A cambio, la soledad la había desterrado de su propia vida para instalarla en la ficción perpetua de esos programas de televisión que pretenden reproducir en directo la realidad de las vidas ajenas.

—¿Qué ha pasado, Nati? —Raquel abrió la puerta, metió la maleta en el recibidor, se volvió para abrazarla, le dio dos besos—. Seguro que no es tan grave.

—¡Uy que no! —su vecina se llevó las manos a la cabeza, las colocó luego a ambos lados de su cara, cerró los ojos y cabeceó varias veces. Parecía a punto de echarse a llorar, pero Raquel sabía que se estaba limitando a ejecutar una versión razonablemente dramática de los gestos que había aprendido en la televisión—. ¡Que nos echan a la calle, eso pasa!

—¿Cómo nos van a echar, mujer?

—Ya verás, ya...

Cuando se mudaron allí, ocho años antes, Raquel llevaba casada sólo tres, y todavía estaba bien con su marido. Aquel piso fue el primer problema grave que tuvieron. Al principio, él se negó a comprar, porque aquello no era exactamente un chollo. Al final tuvo que reconocer que era una oferta demasiado interesante como para dejarla pasar, pero nunca le gustó vivir allí, por más que su mujer hubiera tenido la precaución de venderle el barrio con otro nombre. Ella estaba encantada, sin embargo, y se apresuró a apuntar su nueva casa en la larguísima lista de favores que le debía a Paco Molinero, su mejor amigo del trabajo, amigo a su vez de un director de sucursal que, antes de embargar a un cliente por impago, se había ofrecido a encontrarle un comprador que se hiciera cargo de su hipoteca. El edificio, viejo sin llegar a antiguo, era feo, ramplón, y no tenía ascensor. El piso, un segundo de setenta metros cuadrados, con los techos demasiado bajos, dos dormitorios pequeños, interiores, y poca luz, no era mucho mejor, pero Raquel se quedó con él por un precio tan barato que compensaba todos sus defectos. Nunca pensó en vivir allí mucho tiempo. Su idea era venderlo en tres o cuatro años para reinvertir la ganancia en algo que le gustara de verdad, pero cuando venció ese plazo, ya estaba mucho más cómoda. Desde el verano del 99, tenía la casa para ella sola. Aquel año, Josechu y ella decidieron irse de vacaciones por separado para aclararse las ideas, y los dos lograron a la vez ese objetivo. Él no volvió. Ella lo celebró.

Aquel verano, Raquel pensó mucho en su vida. Intentaba comprender lo que le estaba pasando y no lo logró del todo. Nunca lograría comprender cómo había sido posible que su matrimonio se disolviera con tanta naturalidad, una mansedumbre más cercana al cansancio que a la paz. Ella se había casado enamorada, o eso creía, y no era consciente de haber llegado a arrepentirse de haberlo hecho. Lo que había pasado era más fácil y más difícil de entender, más sencillo y mucho más complicado. En algún momento, Raquel se dio cuenta de que le apetecía más vivir sola que con Josechu, y en ese instante, todas las pequeñas manías de su marido, las discrepancias más tontas sobre el plan de los viernes por la noche o los programas de televisión favoritos de cada uno, se fueron agigantando para convertirse primero en un problema, y enseguida, en las sucesivas etapas de una crisis. No existía una razón concreta, no hizo falta. El estupor era recíproco, y pudo más que la inercia. Así se separaron, sin pasión, sin rencor, y casi sin darse cuenta. Tal y como habían vivido juntos durante mas de seis años.

Nati, la vecina de enfrente, fue una de las grandes beneficiarías de un divorcio en el que nadie salió perjudicado. Ella fue uno de los pocos elementos permanentes en la vida de Raquel, mientras todas sus tentativas sentimentales se frustraban sin remedio, más bien antes que después. Tras la separación, Paco Molinero volvió a la carga. Lo había hecho en otras ocasiones, tantas que ella había perdido ya la cuenta, antes de su boda y después, siempre que percibía el más sutil síntoma de desaliento en una mujer de la que se había enamorado casi en el instante en que la conoció. Raquel lo sabía, y le quería, nunca podría dejar de quererle, porque Paco era una de esas pocas personas que acaparan todos los campos semánticos del adjetivo «amable». Era simpático, generoso, divertido, buen compañero, solidario, comprensivo, encantador sin empachar y un hombre muy atractivo. Al mirarle de lejos, como si no le conociera, Raquel le encontraba incluso seductor. Lo era, las mujeres lo sabían y él sabía lo que sabían las mujeres. Alto, estilizado pero corpulento, castaño sin llegar a rubio, con los ojos claros y una barba cuidadosamente descuidada, ofrecía una aproximación bastante exacta al modelo de hombre deseable que mejor encajaba con sus propias aspiraciones, y por eso, cada vez que atacaba, Raquel pensaba que el error estaba en ella, que era ella quien se estaba equivocando, y trataba de encontrar en sí misma el fallo, la deficiencia, esa proteína que no sabía sintetizar y debía de ser el obstáculo para que su historia con aquel hombre fuera de una vez a alguna parte.

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