—¡Vaya! —Raquel, tan pendiente de los labios de su abuela que no había oído el ruido de la puerta, reconoció al instante aquella voz—. ¿Y esta tertulia?
Su madre, con varias bolsas y una sonrisa elocuente del éxito de su expedición, entró en el salón delante de su cuñada Olga.
—Ya ves —su hija se levantó para saludar a las recién llegadas—. La abuela me vende el piso. Hemos comido en un chino y luego nos hemos venido a celebrarlo.
—¡Qué bien, mamá! —Olga besó primero a su sobrina y después a su madre—. Ya era hora de que te decidieras.
—Desde luego —su cuñada estaba de acuerdo—. A ver si ya podemos volver a hablar de otra cosa en las comidas...
Entonces preguntó si había café hecho, su hija le dijo que no, Olga se ofreció a poner la cafetera, sonó el teléfono y aquella tarde se convirtió en otra cualquiera mientras Raquel Perea les enseñaba lo que había comprado en las rebajas para sí misma, para su marido, para sus nietos.
—Y he estado a punto, pero a punto de comprarte una falda, hija mía, de esas vaqueras largas y deshilachadas, con tules y lentejuelas, que se llevan tanto. A mí me parecía muy mona, pero como contigo nunca estoy segura, he pensado que no, que me ibas a decir que era una horterada, y... —entonces, mientras volvía a llenar las bolsas, miró el reloj—. ¡Uy, las ocho menos veinte! Me tengo que ir. ¿Has traído el coche? —su hija asintió con la cabeza—. Podrías acercarme, y de paso subes y le das un beso a tu padre.
—No, sí que te acerco, pero no subo. Mejor veo a papá mañana, pensaba ir a comer con vosotros, y además... ¿Me puedes dar unas llaves de Guardias de Corps, abuela? —Anita levantó las cejas—. Ahora que sé que por fin va a ser mi casa, me haría ilusión ir a verla, empezar a pensar en cómo la voy a poner, y... Por cierto, ¿qué pasa con los muebles que siguen allí? ¿Puedo quedármelos?
—No hay gran cosa, no te hagas ilusiones —le advirtió su madre.
—No —confirmó su tía—. Pero lo que queda no lo quiso nadie, ¿verdad, mamá? Están las camas pequeñas, el sofá grande del salón, que aquí no entraba, un par de veladores y el escritorio de papá. Ése dijiste que te lo querías quedar tú, ¿no, Raquel?
—Sí, pero en Tetuán no me cabía —y siguió hablando con mucha precaución, sin mirar a su abuela—. Por eso me gustaría darme una vuelta por allí, para ir haciéndome una idea.
—¿Ahora? —pero Anita se decidió entonces a entrar en la conversación—. Si es de noche.
—Bueno, pero habrá luz —Raquel contestó como si no hubiera apreciado en su tono ninguna suspicacia—. ¿O te la han cortado?
—No, no... Como Jacques dijo que iba a venir en Navidad y aquí no cabíamos... —su abuela la miró al fondo de los ojos, y ella le devolvió una mirada igual de intensa—. Las llaves de tu abuelo están en el cajón de su mesilla, bueno, en el de la mesilla que está a la derecha —pero cuando Raquel ya estaba de pie, la detuvo—. Un momento —y esperó a que su nieta se volviera para mirarla—. Acuérdate de lo que me has prometido.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Que me acuerdo.
—¿De qué? —preguntó Olga, pero ninguna de las dos quiso responder a esa pregunta.
Ocho meses después, cuando su nieta Raquel le contó la última historia que habría querido escuchar en lo que le quedaba de vida, antes de pedirle cobijo, Anita Salgado asintió con la cabeza un par de veces. Luego la abrazó, le aseguró que podía quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera, y por último, le dijo que aquella tarde de enero, cuando la vio salir por la puerta con las llaves de su marido en la mano, ya estaba segura de que no iba a cumplir su promesa. Quizás ella también lo intuía, porque el relato de su abuela pesaba demasiado, pesaban sus palabras y pesaban sus silencios, pesaba sobre todo la desesperación de un hombre amado que estaba muerto, otra traición, otro traidor, y yo no puedo más, Anita, no puedo vivir así y para esto prefiero morirme.
Raquel Fernández Perea nunca podría olvidar esas palabras, pero quizás no habrían llegado a ser más que eso, palabras inolvidables, si su abuela le hubiera dado sus propias llaves, si no hubiera identificado a la primera la que abría un cajón que ella sólo había visto abierto una vez en su vida, si no hubiera encontrado allí una pistola antigua, una caja de balas y una vieja cartera de piel castaña que contenía algo más que papeles.
—Lo habrías encontrado igual —le dijo ella ocho meses después—. Habrías destrozado el cajón, habrías llamado a un cerrajero... La culpa es mía porque tendría que haberlo tirado todo, la cartera, la pistola, eso es lo que tendría que haber hecho. A tu padre no se lo quería dar, a Olga tampoco. Me habría costado un disgusto, ya sabes cómo odian ellos esas historias, así que tendría que haberlo tirado y lo pensé, pero me dio pena, me dio una pena horrible porque esas cosas eran de Ignacio, eran Ignacio, y no me decidí, lo dejé todo igual que estaba y ya ves, qué desastre.
Raquel no le llevó la contraria, pero en aquel momento volvió a pensar que si le hubiera hecho caso a su abuelo, si hubiera cumplido la promesa que le hizo a su abuela, nunca habría conocido a Álvaro Carrión Otero.
Y sin embargo, Álvaro no existía cuando Raquel sacó aquella cartera del cajón sin tocar el arma, las manos temblando de una emoción confusa en la que se entremezclaban demasiadas cosas, tantas que prefirió irse al salón para leer todo aquello, escrituras de propiedad a nombre de Mateo Fernández Gómez de la Riva, escrituras de propiedad a nombre de María Muñoz Palacios, copias legalizadas de los testamentos de los padres de ambos, una copia de un poder notarial emitido en París, el 27 de marzo de 1947, por Mateo Fernández Gómez de la Riva a favor de Julio Carrión González, una copia de un poder notarial emitido también en París, en la misma fecha y en el mismo despacho, por María Muñoz Palacios a favor de Julio Carrión González, media docena de cartas con sus correspondientes sobres, todas fechadas y mataselladas en Madrid, en las que Julio, a secas, mandaba muchos besos para todos después de dar cuenta de sus gestiones y las infinitas dificultades que estaba encontrando para llevarlas a cabo, el resguardo de una transferencia de cinco mil pesetas efectuada en febrero de 1948 desde una sucursal del Banco Español de Crédito a una cuenta corriente abierta en una oficina del BNP, en París, a nombre de Mateo Fernández Gómez de la Riva, otra media docena de cartas distintas, con membrete de una asesoría jurídica de Madrid, fechadas en el otoño de 1948 y en las que un tal Manuel Rubio Martínez, que era abogado y se despedía deseando salud a sus corresponsales, informaba progresivamente a don Mateo Fernández Gómez de la Riva y a doña María Muñoz Palacios de que, en aquella fecha, no constaba en ningún registro que siguieran siendo propietarios de ninguno de los bienes por los que se habían interesado, tierras e inmuebles que habían sido objeto de sucesivas incautaciones extraordinarias amparadas por la Ley de Responsabilidades Políticas para después ser vendidos a terceros por su propietario anterior, don Julio Carrión González.
—¿Sebastián? —eran las ocho y media de la mañana del lunes, pero se dijo que no tenía sentido esperar más—. Hola, soy Raquel Fernández Perea, la presidenta de...
—Sí, sí —él estaba despierto, su voz risueña—, ya sé quién eres. ¿Cómo estás?
—Bien. Pero te llamo para que sepas que esta tarde yo no voy a ir al notario.
Lo anunció en un tono neutro, sereno, y percibió al otro lado de la línea un silencio tan compacto como si López Parra se estuviera limpiando las gafas con la punta de la corbata.
—Bueno, si te ha surgido cualquier inconveniente —dijo por fin, esforzándose por ponerse en lo mejor—, podemos quedar otro día de esta semana, por la mañana o por la tarde, cuando te venga bien. Los demás podrán venir, ¿verdad?
—Sí, todos los demás estarán allí, pero mi caso es distinto. Yo no sabía que Promociones del Noroeste es una empresa de Julio Carrión. Mi familia tiene una relación muy larga y complicada con ese señor, y necesito hablar con él antes de decidirme a venderos mi casa.
—¡Raquel, por favor! —en ese punto, Sebastián López Parra empezó a perder la paciencia—. Llevamos casi un año con este tema. Yo creía que ya habíamos pasado por la fase de las triquiñuelas, ¿sabes?, y no me parece serio...
—No es una triquiñuela, Sebastián, te lo aseguro —estaba diciendo la verdad y él se dio cuenta—. Y no tiene nada que ver contigo. Quiero ver a Julio Carrión, necesito hablar con él, y antes de eso no voy a firmar nada.
—Bueno, si te pones así, puedo intentar arreglarlo. Acabo de verle, está en su despacho, él también es abogado, así que no creo que le importe...
—Creo que no estamos hablando del mismo hombre, Sebastián. Yo no quiero ver a Julio Carrión hijo. Con quien quiero hablar es con su padre.
—¡Pero eso no puede ser! —y se dio cuenta de que su interlocutor se había puesto muy nervioso—. Eso no, por Dios, de ninguna manera, don Julio es un hombre muy mayor, tiene más de ochenta años, no se le puede molestar... Mira, Raquel, me he portado muy bien contigo, creo yo, así que no me busques problemas, por favor. Don Julio es el dueño de la empresa, sí, y viene todos los días a la oficina un par de horas, para no aburrirse, pero ya no pinta nada aquí. Mis jefes son sus hijos, ¿comprendes? Y no puedo hacer eso, porque no me lo perdonarían. Me costaría el empleo, en serio.
—No creo que él tenga ningún interés en que sus hijos estén al tanto de este asunto —Raquel Fernández Perea se asombró de su propia frialdad, la tranquilidad que ella misma detectaba en sus palabras—. Estoy casi segura de eso, así que te voy a proponer una cosa. Habla con él, o déjale una nota a su secretaria. Dile solamente que la nieta de Ignacio Fernández quiere verle, sólo eso. Y que si él no quiere recibirme, tendré que hablar con sus hijos. Y ahora tengo que dejarte, Sebastián, estoy muy liada.
Cuando colgó el teléfono, apenas tuvo tiempo para preguntarse si sus cálculos serían correctos antes de que los nervios, la ansiedad y el miedo que había logrado aplazar durante aquella conversación la estrujaran por dentro como un corsé de hierro. Eso fue lo que sintió, una presión insoportable en el estómago, el cuello ardiendo, las manos empapadas de sudor, y un deseo súbito de estar equivocada. Ella había calculado que la familia Carrión no sería muy distinta de la familia Fernández, y si las víctimas habían mantenido su expolio en secreto durante tantos años, el verdugo habría observado las mismas reglas con más motivo. Unos segundos antes, estaba segura de eso, y sin embargo ahora no sólo comprendía que sus sospechas carecían de cualquier fundamento, sino que esperaba además que la realidad le llevara la contraria, que Julio Carrión no le diera importancia a su llamada, que no contestara, que no la recibiera, que nunca tuviera que mirar a ese hombre a la cara.
Pero ¿dónde me he metido?, se preguntó muchas veces durante aquella mañana, ¿cómo se me habrá ocurrido a mí hacer esta locura? Lo que el sábado por la noche estaba tan claro, lo que el domingo la deslumbró desde las fotos enmarcadas que había mirado con más atención que nunca en casa de sus padres, ahora le parecía una barbaridad, una insensatez descomunal. La foto de la boda de Carlos y Paloma, Mateo cobijando a Casilda dentro de su capote mientras los dos miraban de frente a la cámara, Ignacio vestido con el uniforme del ejército francés y Anita con su hijo en brazos, abrazados en un parque de Toulouse, cinco hombres sonrientes exhibiendo un tanque alemán como un trofeo, Ignacio Fernández Salgado y su hermana Olga con trajes regionales, él vestido de baturro y ella de chulapa, los dos con la cara llena de churretes y un helado en la mano, Raquel Perea con minifalda y flequillo en Córdoba, delante del Cristo de los Faroles, y más fotos de sus bisabuelos, y de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, de sus padres, fotos que hablaban, que la miraban, que la hacían sonreír y le llenaban los ojos de lágrimas. Entonces, mientras las veía, mientras conversaba con los rostros de las fotografías, todo estaba muy claro, tanto que el lunes por la mañana le pareció mentira. ¿Pero es que me he vuelto loca o qué? Y luego, cuando se cansó de regañarse a sí misma, sintió lástima del pobre Sebastián, que se había portado muy bien con ella y aprovechaba cualquier ocasión propicia para insinuar que estaba dispuesto a portarse todavía mejor en cuanto ella le dejara.
Pero Raquel Fernández Perea, que había hablado tantas veces y de tantas cosas con su abuelo Ignacio, no sabía que los hombres y las mujeres valientes nunca temen nada, ni a nadie, en el instante de la batalla. El miedo llega después, justo cuando empiezan a preguntarse cómo han podido estar tan locos. Por eso, aquella noche, cuando salió de la ducha y vio que tenía un mensaje en el móvil, reconoció el número desde el que la habían llamado y volvió a sentir una tranquilidad casi absoluta, de la que no llegó a ser consciente mientras activaba el buzón. Hola, Raquel, soy Sebastián. He hablado con la secretaria de don Julio y después me ha llamado él. Si te parece bien, podéis encontraros en su despacho pasado mañana, miércoles, a las once y media. Confírmamelo cuanto antes porque me ha pedido que le avise, por favor. Ella apreció el tono neutro, cauteloso, de aquella voz, y contestó con un SMS, muy bien, allí estaré. Y cuando terminó, las manos le temblaban tanto que se le cayó el teléfono al suelo.
Lo demás fue mucho más fácil. Ya no había vuelta atrás, y la necesidad le devolvió el coraje. El miércoles por la mañana, Raquel Fernández Perea se levantó, desayunó, se vistió de ejecutiva y se fue a trabajar con las venas rellenas de plomo. Con la misma frialdad, a las once cogió un taxi, le dio la dirección de un imponente edificio de oficinas que se asomaba a la Castellana a la altura de Azca, y procuró no pensar en nada. No pudo impedir que sus piernas temblaran como alambres huecos al acercarse a la recepcionista, pero logró anunciarse con voz serena. La secretaria de Julio Carrión González la estaba esperando en la puerta del ascensor de la tercera planta, y después de saludarla con la fórmula más escueta de las posibles, la guió en silencio por un pasillo alfombrado hasta una sala de espera decorada con muebles bonitos, caros, clásicos, de madera.
—Don Julio la recibirá enseguida —le dijo mientras le ofrecía asiento con una mano—. Espere aquí un momento, por favor.
Raquel se dio cuenta de que aquel ambiente tenía muy poco que ver con el resto del edificio, una construcción moderna y elegante de desnudas fachadas de cristal, pero no tuvo tiempo de pensar mucho más.