Ya no pude pensar que quizás estaba exagerando, recordar que sabía mucho menos de lo que creía, calcular que también podría no hacer nada. A lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor. Eso había hecho mi abuela y eso hice yo el lunes por la mañana. Había dado una clase buenísima y no me lo podía explicar. Había dado una clase buenísima privado de libertad como estaba, con Raquel Fernández Perea cosida a mis ojos, a mis manos, a mi sexo, Teresa González en el corazón, y un grumo espeso y maloliente en la garganta, que era mi padre y pesaba como una deuda culpable, que ni siquiera sabía si debería cobrarme o tendría que pagar, sólo que estaba irremediablemente caducada. Así, estremecido, dividido, ausente, di una clase buenísima que acabó de liquidar el prestigio de aquella apacible llanura de tierras cultivadas que solía ser mi vida.
A la una menos veinte del mediodía, el Registro Civil de Torrelodones estaba desierto. Pensé que la suerte me había abandonado, pero después de carraspear, dar unos golpecitos en el mostrador y los buenos días a gritos, apareció un chico muy joven, delgado y con gafas, que me miró con la expresión despavorida de los inexpertos absolutos. Podría haber sido uno de mis alumnos, y eso me tranquilizó.
—Muy bien —me contestó cuando le expliqué lo que quería—, rellene uno de estos formularios...
—Verá —le interrumpí—, es que no puedo esperar. Es muy importante para mí, y yo soy profesor, doy clase en la Autónoma, estoy muy liado, no tengo tiempo libre...
—Bueno —entonces fue él quien me interrumpió—, pero no tiene por qué volver. Le mandamos la información a casa por correo.
—Ya, pero supongo que lo tendrán todo informatizado, ¿no? —asintió con recelo—. Entonces, aunque luego me mande la información por correo, podrá consultar ahora lo que le pido, y decírmelo. No tardará ni cinco minutos.
—Es que eso es irregular. El procedimiento es contestar por correo, y mi jefa no está, y yo soy sólo un becario, no llevo ni diez días trabajando aquí, y... —me miró, chasqueó los labios, negó con la cabeza—. ¿Cómo se llamaba su abuela?
—Teresa González.
—Teresa González ¿qué?
—No lo sé —me miró con los ojos muy abiertos—. De verdad que no lo sé, ya se lo he contado antes. En mi casa nunca se hablaba de mi abuela. Yo ni siquiera sabía que tenía otro hijo, me acabo de enterar de que no murió de tuberculosis en el 37. Me temo que sería represaliada después de la guerra, pero no sé nada seguro. A lo mejor pudo exiliarse, no tengo ni idea. Sólo sé que mi padre nació aquí, en Torrelodones, el 17 de enero de 1922.
—Eso debería ser suficiente... —murmuró, más para sí mismo que para mí, antes de desaparecer por una puerta de cristal que estaba al fondo.
No tardó cinco minutos, pero volvió antes de que hubieran pasado diez.
—Puerto —me dijo, tendiéndome tres hojas que desprendían ese olor aguado, caliente y un poco triste de la tinta de impresora—. Teresa González Puerto, hija de Julio y de María Luisa, nacida en Villanueva de los Infantes, provincia de Ciudad Real, el 3 de agosto de 1900. Sólo he encontrado tres anotaciones. Su partida de matrimonio con Benigno Carrión Moreno, en 1920, la del nacimiento de su primer hijo, Julio Carrión González, en 1922, y la del nacimiento de su segundo hijo, una niña, Teresa Carrión González, en 1925. Eso es todo lo que hay. Aquí, desde luego, no murió. ¿Está usted empadronado en Madrid? —asentí con la cabeza—. Entonces puede ir al Registro Civil de allí y hacer una petición de otros datos registrales. Tardarán bastante en resolverla, porque tienen que hacerla circular por todos los registros de España, pero la encontrarán antes o después, salvo en el caso de que su muerte fuera... —se paró a pensar, pero encontró enseguida las palabras que necesitaba—. Digamos no oficial. En este país, y en aquella época, hubo miles de personas, hombres y mujeres, que oficialmente no han llegado a morirse nunca en ninguna parte, ya sabe. A muchos acabaron declarándolos muertos después, sin dar explicaciones y por presión de las familias, pero en este caso, si su padre no quería saber nada de ella, no sé...
—Como mi abuelo no era un judío polaco, sino un rojo español, no tuvo la suerte de que los nazis lo gasearan.
Adolfo Cerezo, al que Angélica nos había presentado aquella misma noche, pronunció esta frase en el salón de mi casa, con una copa en la mano y una expresión de serenidad absoluta, casi sonriente, pintada en la cara.
Luego, mientras Mai, que había sido la más interesada en organizar aquella cena, buscaba una caja de bombones, los traía, volvía a la cocina a por más hielo, iba a ver si Miguel estaba bien, abría los balcones para que entrara el aire y le enseñaba a mi hermana un vestido que se acababa de comprar, me contó que la familia de su madre era de un pueblo de Gran Canaria que se llama Arucas.
—Allí no hubo guerra —añadió, con el mismo acento amable y despreocupado en apariencia—. Los rebeldes trasladaron a las islas todo el ejército de África y no hubo manera de resistir, ni revolución, ni armas para el pueblo, ni curas fusilados, ni monjas violadas, ni desórdenes, ni pretextos, ni propaganda, nada de nada. Arucas fue el pueblo que más tardó en rendirse, y aguantaron un día y medio. Pero tú no sabrás nada de eso, claro...
—Pues no —reconocí—. Y eso que el nombre me suena.
—Sí, es un pueblo grande, importante. A lo mejor, por eso los falangistas pensaron que gastar balas iba a ser un despilfarro. Así que cogieron a mi abuelo y a otros sesenta y tantos republicanos de por allí, los tiraron a un pozo y les echaron cal viva por encima, tampoco demasiada, la justa para que los de arriba no pudieran salir, se conoce que estaban por ahorrar... —e hizo una pausa antes de explicar el sentido de su declaración inicial—. En Auschwitz fueron más compasivos, porque a los de Arucas les costó mucho trabajo morirse, ¿sabes?, casi una semana. Y como lloraban, y se quejaban, y la cal resplandecía por las noches, la gente del pueblo empezó a llamar a aquel sitio el pozo de los gritos de las brujas, porque lo que pasaba allí parecía cosa de brujería. Eso decían, y seguían durmiendo de un tirón. Por eso mi abuela se vino a la península, porque no podía escuchar ese nombre, porque era superior a sus fuerzas. Y nunca volvió. Mi madre se fue de su pueblo con siete años y tampoco ha vuelto. Y eso que es un sitio bonito, ¿eh?, eso es casi lo peor, lo bonito que es Arucas...
—Porque tú sí has ido —supuse en voz alta, y él asintió con la cabeza.
—Varias veces. Y he estado en el pozo, y lo he visto, y he llevado flores y siempre había flores, unas secas, otras frescas, todas amontonadas encima de la tapa.
—Qué horror —comenté al final—, qué historia tan espantosa.
—Sí —Adolfo estaba de acuerdo—, es espantosa —y volvió a sonreír.
Como mi abuelo no era un judío polaco, sino un rojo español, no tuvo la suerte de que los nazis lo gasearan. Yo comprendo que es terrible, y que debe de ser muy duro vivir con algo así, pero me ha parecido un poco desagradable, la verdad, me comentó Mai cuando mi hermana y su novio se marcharon, seguir dándole vueltas a una historia tan antigua, después de tantos años... Si le hubieran dado vueltas antes, le contesté, no haría falta seguir dándoselas ahora, y sin embargo no sabía lo que estaba diciendo, no lo supe hasta aquella mañana, en el Registro Civil de Torrelodones, mientras sostenía la mirada de un desconocido que intentaba prepararme para lo peor.
Si le hubieran dado vueltas antes, no haría falta seguir dándoselas ahora, eso había dicho yo, pero entonces no sabía lo que significaban esas palabras. No sabía lo que se siente al imaginar el terror, la angustia, la desesperación, el miedo, el dolor que descompone en el último instante el rostro del hombre, o de la mujer joven y sonriente, a los que un niño ha visto durante toda su vida en la foto que está encima de una cómoda, en el salón o en el recibidor de la casa donde ha vivido, donde ha crecido, donde se ha convertido en un adulto con juicio y con memoria. Tu abuelo, tu abuela, mi padre, mi madre, sólo un nombre y un rostro, con suerte también un puñado de palabras, quizás algún objeto bonito, hasta valioso, y nada más, ningún recuerdo vivo, animado o caliente, que asociar a una sonrisa antigua, inmóvil, congelada en una simple fotografía en blanco y negro. Hasta que cae la noche, se abre un agujero, se descorre un cerrojo, forma un pelotón o el cañón de una pistola se apoya contra una nuca, y entonces sí, entonces se siente lo que nunca se ha visto, el terror, la angustia, la desesperación, el miedo y el dolor, se siente el cuerpo que nunca se ha abrazado, las manos que nunca se han tocado, el llanto que no lloran las fotografías y el sabor del plomo en el paladar.
Todo eso se siente, todo eso sentí yo al imaginar a Teresa González Puerto cayendo en un pozo, derrumbándose en un camino, agonizando en una fosa común, cerrando los ojos muy despacio para esperar a la muerte. Tu abuela era muy buena, quería mucho a su marido, tocaba muy mal el piano, pobrecilla. Todo eso sentí, y la rabia desencajándome las mandíbulas, un presentimiento del llanto al borde de los ojos y unas ganas tremendas de matar a alguien. Voy a Arucas de vez en cuando, me había contado Adolfo aquella noche, necesito ir, no sé por qué, pero me sienta bien, voy allí, veo el pozo, llevo flores, nada más, parece una tontería, pero necesito hacerlo... Y ellos, los nietos de los otros, de los rebeldes, de los fascistas, de los compañeros de los asesinos de Arucas, podrían contar tal vez otras partes de la misma historia, sucumbir a otra rabia, llorar otras lágrimas, tan parecidas y tan distintas a las de Adolfo, a las de Fernando, a las mías. En aquel momento lo pensé, desde aquel momento nunca dejé de saberlo, pero mi abuela se llamaba Teresa González Puerto y de ninguna otra manera. Se llamaba Teresa González Puerto y había perdido una guerra pero jamás la razón, y por eso merecía que yo venciera por ella.
—Lo siento mucho —aquel chico me miraba con una expresión preocupada, casi asustada—. No debería haberle dicho eso, porque no tengo ningún motivo para suponer... Lo siento mucho, de verdad. Perdóneme.
—No tengo nada que perdonarle, al contrario —me obligué a tranquilizarme, le ofrecí la mano y él la estrechó con firmeza, más sereno a pesar de la punta de melancolía de la que tal vez carezcan, pensé, las sonrisas de los becarios de los Registros Civiles en otros países del mundo—. Muchísimas gracias.
Cogí la historia oficial de mi abuela, tres pobres hojas de impresora, y el olor ahora más triste de la tinta se diluyó en la benevolencia de un día de primavera tibio y soleado, que me fue aplacando mientras caminaba hacia la plaza por un camino que no creía recordar y completé sin vacilación alguna. Las terrazas estaban casi vacías, era pronto, era lunes. Escogí una mesa al sol y le pedí una cerveza a una camarera muy sonriente, bajita, morena y graciosa, que parecía ecuatoriana, peruana quizás. Me bebí esa y otra más mientras leía muchas veces los papeles, una somera trascripción literal en Arial del cuerpo diez encabezando un facsímil de la inscripción original, con primorosas versales de caligrafía inglesa trazadas a pluma. Luego pagué, dejé una buena propina y entré en el bar.
—Perdone, pero estoy buscando a alguien y a lo mejor usted puede ayudarme... —el aspecto de la mujer que estaba detrás de la barra, unos cincuenta años, gorda, apacible, rubia teñida nacional, me había decidido a abordarla—. ¿Es usted de aquí?
—No —me sonrió—, pero vivo aquí desde hace treinta años.
—Ya... —le devolví la sonrisa—. Pues es que estoy buscando a unos amigos de mi padre, que nació en este pueblo pero se fue a Madrid siendo muy joven, y no sé dónde encontrarlos, a lo mejor usted los conoce. Uno se llama Anselmo, es muy mayor, bueno, de la edad de mi padre, que ha muerto con ochenta y tres años...
—No —y subrayó la negativa con la cabeza—. Ese Anselmo no me suena.
—¿Y una señora a la que llaman Encarnita, siempre así, con diminutivo?
—Una mujer alta, con el pelo blanco, corto y rizado, grandona, mayor...
Era ésa y no sólo la conocía. También sabía dónde vivía. Me perdí en dos o tres rotondas absurdas, de esas que parecen sembradas al azar o hechas aposta para desorientar a los conductores forasteros, antes de encontrar la dirección, y allí un chalé antiguo, de piedra, en medio de un jardín frondoso, de árboles altos, rodeado por un seto de adelfas. Junto a la puerta de la verja había un interfono. Pulsé el botón, dije que venía a ver a Encarnita, y alguien me abrió sin preguntar nada más. Una mujer rubia, esta vez auténtica, de unos treinta años, con el pelo corto y la piel muy blanca, me estaba esperando en la puerta de la casa.
—Buenos días.
—Buenos días —repitió, y por el acento comprendí que era extranjera.
—Me llamo Álvaro Carrión, soy hijo de un amigo de la infancia de Encarnita —intentaba pronunciar despacio, pero a aquellas alturas ya me había dado cuenta de que no me seguía—, y me gustaría hablar con ella un momento, si puede ser.
—Señora no está.
—¿Y a qué hora volverá? —no me contestó—. No me importa esperar.
—Señora Encarnita está. Señora Encarna no está.
—Ya, pero... —la coincidencia de los nombres me hizo dudar—. No sé. Yo he venido a ver a la mayor de las dos.
—¡Ay!
Dijo sólo eso, ¡ay!, con una expresión donde los nervios parecían a punto de desembocar en el sufrimiento, y desapareció sin cerrar la puerta. Tardó unos minutos en volver con una chica muy joven, vaqueros acampanados, una camiseta corta y un pendiente azul en el ombligo.
—Hola —se metió las manos en los bolsillos y sonrió—. Jovanka me ha dicho algo de mi abuela, pero no la he entendido muy bien. Es que es croata.
—Ya, por eso ella tampoco me ha entendido a mí. Verás...
Volví a presentarme, le expliqué quién era mi padre, que había visto a su abuela en el entierro y que me gustaría hablar con ella de mi propia abuela, porque tal vez la habría conocido.
—¡Ah! Pues sí. Ella encantada, me imagino. Le gusta mucho hablar con la gente porque se aburre, claro... —entonces escuchamos el motor de un coche y ella estiró el cuello en esa dirección—. Mira, ahí está mi madre.
Repetí mi historia por tercera vez ante una mujer mayor que yo, elegante, muy simpática, que fue asintiendo con la cabeza hasta que decidió que no necesitaba escuchar más.
—Ven conmigo —me precedió hasta el recibidor y allí se dirigió a su hija—. Cecilia, ve a la cocina y le dices a Jovanka que ha llamado tu padre para decir que no le da tiempo a venir a comer, corre, anda...