—Ya. Ya me lo imagino, pero... La verdad es que soy un mandado, y nunca mejor dicho.
Al entrar, traía en la mano un sobre blanco que colocó encima de la mesa junto con una llave que se sacó en aquel momento de un bolsillo. Luego la miró y frunció el ceño, como si no estuviera muy seguro del significado de lo que iba a decir, ni de la reacción que provocaría en la mujer que tenía delante.
—Don Julio Carrión me ha pedido que venga a verte para traerte esto. Ha insistido en que viniera yo en persona y me ha dicho que no quería esperar. Por lo visto, ha decidido encargarse en solitario de la compra de tu casa. No me ha dado explicaciones y yo tampoco me he atrevido a pedírselas, pero, la verdad... —entonces se quitó las gafas, las miró, y renunció a limpiárselas—. Mira, Raquel, yo no sé quién eres tú, ni qué asunto hay por debajo de esto, ni por qué de repente corre todo tanta prisa, pero...
Volvió a atascarse por segunda vez en el mismo lugar y negó con la cabeza, como si nunca fuera a atreverse a decir en voz alta lo que estaba pensando.
—En este sobre hay una propuesta de intercambio —se limitó a decir en un tono informativo, neutro—, un trueque, como si dijéramos. Don Julio Carrión se queda con tu piso semiexterior de setenta metros sin ascensor en la calle Ávila, y tú recibes a cambio un ático de ciento ochenta metros habitables, más sesenta de terraza haciendo esquina, en un edificio de lujo que está en la calle Jorge Juan a la altura de Núñez de Balboa, a dos pasos del Retiro y en una de las zonas más caras del barrio de Salamanca. Y por si eso fuera poco, él se hace cargo además de todos los impuestos, los tuyos y los suyos. Además de los papeles, te he traído una llave —la señaló— porque don Julio supone que querrás ir a verlo, aunque, si mi opinión te sirve para algo, puedes firmar con los ojos cerrados.
—¿Sí? —Raquel le miró, le sonrió—. ¿Tú lo has visto ya?
—¿El ático? Claro que lo he visto, pero no es sólo eso...
Y por fin, como si fuera un alumno que se relaja después de haber bordado un examen oral, se reclinó en la butaca, se desabrochó la chaqueta, cruzó las piernas y le devolvió la sonrisa.
—Mira, Raquel, esto es lo más extraño, lo más inaudito que ha sucedido nunca en Promociones del Noroeste, Sociedad Anónima, te lo digo en serio. Yo trabajo allí desde hace más de diez años, y jamás he visto nada parecido. Don Julio Carrión no es una dama de la caridad, como te puedes figurar, y su hijo Rafa es todavía peor, lo que se dice un tiburón, claro que él no sabe nada de esto, y su hermano tampoco, eso es lo primero que me ha dicho su padre, que lo más importante es que no se entere nadie, en eso llevabas razón. Fíjate hasta qué punto la llevabas que lo que vamos a hacer no es una permuta, sino una operación muchísimo más complicada. Él te dona el ático a ti, tú le donas tu piso a él, y después él se lo vende a la inmobiliaria por el mismo precio que van a recibir los demás vecinos. ¿Y eso para qué? Pues para que no quede ningún rastro, por supuesto, para que nadie pueda probar que te ha cambiado una mierda de piso por un superático de lujo, y no tenga que preguntarse por qué. El caso es que..., bueno, mira, te lo voy a decir, porque me caes muy bien, ya lo sabes, y... —la miró con atención y se echó a reír—. Vas a pegar un pelotazo de puta madre, Raquel. Pero de puta madre para arriba, en serio.
Raquel rió con él sólo para ganar tiempo, pero ya había empezado a notar el hormigueo de la euforia, como un chisporroteo eléctrico justo debajo de la piel.
—Qué bien —dijo por fin, y cogió el sobre, la llave, para guardarlos juntos en un cajón—. Bueno, pues... iré a ver la casa, por supuesto, cuando tenga un momento libre, dentro de unos días tendrá que ser, porque quiero aprovechar el fin de semana para empezar la mudanza. Me voy a instalar en el piso de mis abuelos, que lleva mucho tiempo vacío, y tengo que arreglar muchas cosas, así que... Te llamo el lunes, ¿de acuerdo?, el martes como muy tarde.
Sebastián López Parra asintió con la cabeza, pero no hizo ademán de marcharse.
—¿Y no vas a contarme nada? —se atrevió a preguntar por fin—. Te lo agradecería mucho, porque...
—¡Uy! —ella le interrumpió a tiempo—. Es una historia muy larga, Sebastián, muy larga y muy antigua. No la entenderías y, además, creo que no te conviene nada saberla.
Se levantó para dar por concluida la conversación y le acompañó hasta la puerta. Aún faltaba un cuarto de hora para la una, pero el cliente al que había citado para esa hora se presentó enseguida. Mientras hablaba con él y repasaban juntos el historial y las estadísticas de sus inversiones, ya no logró comportarse como si el sobre que no había tenido tiempo de abrir y la llave que lo acompañaba no estuvieran guardados en su cajón. Había mentido a Sebastián, porque no podría mudarse al piso de la plaza de los Guardias de Corps hasta que pasaran, como mínimo, quince días. Su abuela había decidido pintar la casa antes de vendérsela, y ése era el plazo que habían impuesto los pintores, pero ya había descubierto que a Julio Carrión no le sentaba bien esperar, y después de comprobar que el contrato que le había traído Sebastián se ajustaba escrupulosamente a sus palabras, se propuso perseverar en la misma estrategia. Eso no impidió que, al salir de trabajar, pidiera un pincho de tortilla en el bar más cercano, y después de engullirlo de pie, en la barra, se fuera derecha a tomar posesión de su flamante propiedad.
El portal bastaba para catalogar aquella casa, que estaba en efecto a dos pasos del Retiro y en una de las zonas más caras del barrio de Salamanca, como un edificio de lujo, pero eso no la impresionó tanto como el ático en sí. El recibidor era tan grande que al principio lo tomó por el salón, y cuando atravesó el dintel que lo comunicaba con el resto, se encontró en un espacio tan descomunal que ni siquiera supo cómo llamarlo. Separado en dos ambientes por tres escalones, en el primero navegaba una mesa de comedor con ocho sillas que parecía de juguete, y en el tramo que la separaba de tres enormes sofás blancos y colocados en U, habría cabido el salón—comedor de cualquier piso de tres dormitorios. Allí sólo había uno, la pared del fondo curvada como el ábside de una iglesia y ella las había visto más pequeñas, aunque quizás lo más sorprendente era el tamaño del cuarto de baño, que en realidad eran dos, uno enorme y otro ocupado por un jacuzzi que parecía una piscina, al borde, eso sí, de una maravillosa pared de cristal con unas vistas tan espectaculares como las que se veían desde la terraza, que fue lo que más le gustó. En comparación, la cocina era tan ridícula que le costó trabajo encontrarla más allá de lo que al principio interpretó como una doble hilera de armarios empotrados en un pasillo. Eso no lo entendió muy bien. Lo demás, perfectamente.
—Conque no me tienes miedo, ¿eh, cabrón?
Recorrió el ático otra vez, ahora más despacio, fijándose en los detalles, una chimenea de mármoles rosa y gris, bonita, antigua, que habrían encontrado en el derribo de algún viejo palacio, dos inmensos televisores de plasma, uno en el salón y otro en el dormitorio, tan estilizados y elegantes, tan caros, que parecían formar parte de la decoración, los suelos de tarima, que tal vez provinieran de la construcción original, como las molduras del techo, y más mármol, más madera noble, más tecnología sofisticada hasta en el baño, donde la ducha de masaje, protegida por una resplandeciente mampara de cristal curvo, se activaba en un panel digital con más teclas que el salpicadero de un coche de lujo. Al principio, Raquel se sentía como una niña pequeña que acaba de llegar a un parque de atracciones, pero estuvo allí toda la tarde, viendo, mirando, tocando, encendiendo y apagándolo todo, hasta que se acostumbró a habitar aquel espacio. Entonces se sentó en un sofá, miró hacia delante como si Julio Carrión González pudiera verla desde alguna parte, y se echó a reír.
—Te vas a cagar, hijo de puta —y lo repitió más despacio, recalcando cada sílaba, recreándose en su sonido—. Te vas a cagar...
En aquel momento ya había logrado dejar de escuchar. No había sido fácil, porque desde el principio, desde el instante en el que entendió lo que estaba pasando, supo que iba a traicionar a su abuelo y a su abuela al mismo tiempo. A ella le había prometido que no iba a hacer nada raro, y ésa era la misma promesa que le habría arrancado él si estuviera vivo. Ignacio Fernández Muñoz había renunciado a la venganza, la había reducido a las mínimas proporciones de una amenaza que nunca iba a cumplir, había elegido el futuro de sus hijos, de sus nietos, de su propia vejez apacible, y su mujer se había puesto de su parte muchos años después con una sonrisa rotunda. Pero esto es distinto, se dijo a sí misma la nieta de ambos, esto es un negocio, sólo un negocio. Y no llegó a pensar que el dueño de aquel ático se habría armado con un razonamiento idéntico en la primavera de 1947, porque dejó de escuchar a tiempo.
No le resultó fácil hasta que logró convencerse de que, en realidad, aquella situación no tenía tanto que ver con su familia como con su talento. Al fin y al cabo, llevaba más de diez años perfeccionando un proyecto de enriquecimiento súbito que nunca le permitiría coger un avión con Paco Molinero para disfrutar a medias de los tres o cuatro millones de euros que jamás llegarían a depositar en una cuenta corriente cifrada de un banco de las islas Caimán. Aquello era sólo un juego, pero era su juego favorito. Raquel Fernández Perea calculó por encima el valor de aquel ático que sería suyo en el instante en el que quisiera poner su firma en un papel, y sonrió. Mira por dónde, pensó después, ahora tengo la oportunidad de llevarme casi lo mismo sin infringir la ley, sin huir de España y casi sin despeinarme, como quien dice. Y recordó una vez más a Julio Carrión, el último fragmento de su discurso, para hablar con él por última vez como si lo tuviera delante.
—Como en la vida misma, macho.
A partir de aquel momento, todo fue brillante, fácil, sencillo.
—¿Qué te pasa, Raquel? Estás muy rara —le dijo Nati el lunes por la tarde.
—¿Yo? —preguntó ella—. ¡Qué va! Si no me pasa nada.
—¡Uy, que no! Desde que no viniste con nosotros al notario, tienes una cara... Estás como alunada, en serio.
—No digas tonterías, Nati —y Raquel se esforzó por sonreír—, de verdad que no me pasa nada.
En efecto, no había pasado nada todavía. No pasó hasta que Sebastián López Parra, un poco cansado ya de esperar siempre en vano sus llamadas, la llamó el miércoles a última hora. Ella estuvo muy simpática. Le dijo que había visto el ático, que le había encantado, que las vistas eran maravillosas, que nunca se habría atrevido ni a soñar con una casa así, y que el siguiente viernes iría a verle, a media mañana, para firmar el contrato.
—Pero no hace falta que te molestes —objetó él—. Como habrás visto, yo ya firmé las dos copias por poderes, en nombre de don Julio. Sólo necesito que me devuelvas una firmada, por mensajero, y lo demás lo arreglamos en el notario.
—Ya, pero es que me hace ilusión —le explicó, con la misma vocecita de adolescente entusiasmada en la que había mantenido toda la conversación—, y el viernes tengo la mañana muy despejada.
—Bueno, como quieras. Para mí, siempre es un placer verte, ya lo sabes.
Pobre Sebastián, pensó Raquel al colgar el teléfono, y el viernes, en su despacho, volvió a pensar lo mismo al despedirse de él.
—Muy bien, pues entonces, ya, nos vemos en la notaría, y entonces... —la miró y se puso colorado—. No sé, ahora que ya se ha acabado todo esto, a lo mejor podríamos quedar algún día, a cenar o algo...
Luego se hizo un lío al besarla en las mejillas y, más colorado todavía, la precedió hasta la puerta.
—Vale, pues ya me llamarás, ¿no? —dijo Raquel entonces y se dio la vuelta al darse cuenta de que él tenía la intención de salir con ella—. No hace falta que me acompañes, Sebastián, en serio. Conozco el camino, línea recta desde los ascensores del vestíbulo, no tiene pérdida...
Movió la mano en el aire para decirle adiós y pulsó el botón de la planta baja, pero una vez allí, después de que las puertas se abrieran y volvieran a cerrarse, subió hasta la tercera.
Aquella vez ya no había nadie esperándola, pero recordaba el camino y el dibujo de la alfombra. Pasó de largo por la sala de espera, y encontró abierta la puerta del despacho donde en aquel momento no estaba la secretaria a la que había conocido la semana anterior. Entonces pensó que a lo mejor se había equivocado, que tal vez, aquella mañana, Julio Carrión González hubiera preferido no ir a trabajar. No perdió ni un minuto en aquel misterio, tan insignificante que su solución estaba al alcance de la mano con la que empuñó el picaporte. Al fondo, en aquel despacho que ya no le pareció tan grande, estaba él, hablando por teléfono.
—La tengo delante en este mismo momento —le oyó decir mientras iba a su encuentro—. Ya, ya, pues está aquí. Te digo que la estoy viendo...
—Sebastián no tiene nada que ver con esto.
Un instante después de advertírselo en el mismo tono que había usado diez días antes para pedirle que no la tuteara, se sentó en una butaca sin que nadie le ofreciera asiento, cruzó las piernas y le miró.
—Sebastián creía que yo me iba —insistió—. Eso es lo que le he dicho.
—Bueno, bueno... —Carrión intentó tranquilizar a su empleado—. No, no pasa nada. Ya, luego te llamo.
Colgó el teléfono, se enderezó en la silla y la miró de frente. Raquel le devolvió una mirada serena y ligeramente insolente.
—Creía que ya no teníamos nada más que discutir —de nuevo fue él quien habló primero.
—Respecto al piso de Tetuán —y sonrió—, desde luego que no. Como sin duda le habrá comunicado ya el señor López Parra, he aceptado su oferta, muy generosa, por cierto, muy ventajosa para mí, en ese sentido no puedo reprocharle nada.
—Me alegro de saberlo, porque no estoy dispuesto a seguir perdiendo el tiempo con sus preguntas.
—¡Ah! No, pero no se preocupe —y la sonrisa de Raquel se ensanchó hasta rozar los dominios de la risa—. Hoy voy a hablar yo. Usted no va a tener que hacer otra cosa que escucharme. Y no va a ser una pérdida de tiempo, se lo aseguro. De hecho, creo que no se va a arrepentir del tiempo que invierta en esta conversación.
—Perdóneme, señorita —y volvió a mirarla desde muy arriba, con la altanería que ella ya conocía y que en esta ocasión no llegó a producir ningún efecto—, pero no creo que usted tenga nada interesante que decirme.
—Pues se equivoca, señor Carrión —se acomodó en la butaca, cruzó primero las piernas, luego las manos que colocó sobre su regazo, pretendía parecer cómoda y se dio cuenta de que lo había conseguido—. La verdad es que, en los últimos días, se ha equivocado usted bastante, incluso demasiado, diría yo. Hasta los hombres más valientes se ablandan con la edad, dijo usted el otro día, y seguramente tendrá razón, pero voy a decirle otra cosa. Los hombres más astutos, los más listos, también se vuelven tontos al llegar a viejos —sonrió sin esperar respuesta, y no la obtuvo—. Yo ni siquiera lo sospechaba, pero usted me ha dado elementos de sobra para comprenderlo. El más importante es, por descontado, el ático que me acaba de cambiar por mi humilde piso de setenta metros en Tetuán. Es una oferta muy generosa, ya se lo he dicho, pero tan desproporcionada que me ha hecho pensar. He pensado mucho, y a fuerza de hacerlo, he llegado a varias conclusiones. La primera es que usted es el más mentiroso de los dos. El otro día me advirtió que no me tenía miedo, y al principio me engañó, lo reconozco. Pero ahora, después de valorar el interés que se ha tomado por cerrar esta operación en persona, ya no le creo. Usted sí me tiene miedo, señor Carrión, me tiene mucho miedo. Y ha sido tan torpe como para demostrármelo.