El corazón del océano (24 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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La niña había dejado de prestar atención a las cajas y se dedicaba a oler los barriles para averiguar su contenido.

—Estos son de vino; esos otros, de aceite. Aquellos del rincón no huelen a nada.

—Serán de agua.

—Todos los de debajo de la escalera huelen a… vinagre. ¿Para qué llevamos tanto vinagre, Ana?

—Tu madre me ha dicho que para evitar que los alimentos se pudran. Y no sigas oliendo; los demás barriles contienen bizcochos, carne salada, pescado seco, cecina, legumbres, frutos secos, cebollas, limones…

—¿Cómo lo sabes?

—Ayudé a tu madre a hacer las listas de lo que debíamos llevar.

—Bajemos ahora a la sentina. El capitán Salazar me dijo que el fondo del barco va lleno de piedras.

—Creo que es para darle estabilidad —aclaró Ana mientras bajaban.

El hedor a cloaca que imperaba en la sentina era insoportable.

—No veo las piedras.

—Estarán bajo las tablas.

La niña se arrodilló con la linterna para que la luz entrase por entre las rendijas del suelo de la sentina.

—Sí, ¡aquí están! ¡Ah! —gritó—. ¡Hay miles de cucarachas! ¡Qué asco! ¡Me pica todo el cuerpo!

—Los marineros dicen que cucarachas, piojos, chinches y ratones tienen su reino en la sentina.

—¿Ratones? ¡Aj! ¡Vámonos de aquí! —Isabel echó a correr escaleras arriba, seguida de Ana.

Una vez en cubierta, la niña fue al camarote de su madre y Ana se quedó a mirar por la borda. La nao navegaba rio abajo y le apetecía respirar aire fresco. Se soltó las cintas para aliviar la tirante/, del peinado y dejó que sus cabellos flotaran al viento.

—Es un placer volver a encontraros. —Era el muchacho de pelo pajizo que las había seguido a ella y a doña Mencía por los jardines del Alcázar.

Ana hizo un mohín de disgusto. No se explicaba como tenía el atrevimiento de dirigirle la palabra. ¿Es que no se percataba de que era una dama? Doña Mencía les había advertido de que no debían permitir familiaridades a la tripulación. Sin dignarse contestarle, se fue al otro extremo de la cubierta, a reunirse con sus compañeras. Seguían haciendo recuento de las golosinas que los caballeros del muelle les habían regalado.

—¿A ti no te han dado ninguna, Ana? —le preguntó Julita.

Se había hecho un peinado con dos trenzas que se unían por la punta en la frente, para dar a su cara forma de corazón. Pero, con su mandíbula caballuna, no le sentaba bien. «Al final, su fealdad interior acabará reflejándose en su cara», pensó Ana.

—¿Quieres unas almendras de las mías? —le ofreció la dulce Rosa, que acababa de cumplir doce años hacía unos días.

Las damitas, después de rivalizar un rato acerca de la cantidad y calidad de los dulces que cada una había recibido —Ana lo entendió como una manera encubierta de competir por quién era la más hermosa—, entraron en el castillo de popa para cambiarse de ropa y colocar su equipaje. Llevaban sus mejores vestidos y no convenía desgastarlos si no había caballeros presentes.

Nada más entrar, manifestaron su contrariedad. El recinto era muy reducido. Los baulillos de mano, orinales, capas y mantas de las muchachas, que los marineros habían acomodado junto a los costados del buque, lo empequeñecían aún más.

—¡No tocamos ni a tres varas! ¡Será imposible moverse! —se quejó Julita.

Ana se dijo que tenía razón. Iba a ser muy penoso viajar en .aquel espacio tan exiguo. Para colmo, la ventilación era escasa.

—Esto es lo que hay, y tendremos que arreglarnos —replicó la dueña—. Que para bordar y rezar no hace falta más.

«Espero poder leer alguno de los libros de doña Mencía», pensó Ana.

—¿No podrían subir unas cuantas a la cámara de arriba, al menos para dormir? —insistió Julita.

—No, es más pequeña que esta y estarían aún más apretadas.

Mientras sus compañeras se cambiaban y colocaban sus pertenencias, Ana se quitó el verdugado y salió a tomar el aire.

En la proa, doña Mencía oteaba el horizonte.

Un par de horas después, Sánchez Vizcaya, el piloto, ordenó a todos los grumetes que subieran a las jarcias a desatar las velas.

—¡Daos prisa! ¡Han de estar desplegadas antes de que lleguemos a la barra de Sanlúcar! —gritó.

Alonso nunca había tenido miedo a las alturas, pero se le ocurrió mirar hacia abajo en el momento en que el barco se balanceaba y quedó paralizado por el vértigo al ver mar, en vez de suelo, bajo sus pies. Un marinero que subía detrás se dio cuenta.

—Cierra los ojos y espera a que se te pase el vahído, grumete —le aconsejó.

—¡Me voy a caer! —gimió.

El marinero trepó en un santiamén y lo sujetó por la espalda.

—No te aflijas, que no te caerás, mancebo. Respira hondo cinco veces. —Alonso obedeció—. Ahora, abre los ojos, busca la escala con el pie e intenta subir sin mirar hacia abajo. ¿Ya?

—¡Noo pueedo moverme!

—Tienes que aflojar el ansia. ¡Habla de lo que sea!

—¿Por qué urgee despleegar las velaas? —tartamudeaba de miedo.

—Tenemos que estar preparados para aumentar la velocidad de crucero en cuanto salgamos a mar abierto, después de pasar la barra de Sanlúcar.

—No sééé qué eees la baarra de Saanlúcar.

—Las arenas que se acumulan en la desembocadura del Guadalquivir forman una barra que obstaculiza el paso de los barcos. ¿Te encuentras ya mejor? —Alonso asintió y el marinero señaló una curva del río—. Tras ese recodo está la barra de Sanlúcar y cuando lleguemos se acabarán tus congojas. El piloto mayor ordenará bajar a todo el mundo, menos a mí que soy el vigía y he de vigilar la maniobra desde la cofa. ¿Serás capaz de seguir solo?

—Sí, ya se me ha pasado el vértigo. De no haber sido por vos…

—¡Bah! No tiene importancia.

—Espero tener ocasión de agradeceros…

—Ya me lo agradecerás cuando estemos en cubierta.

—Sí, la travesía será larga.

—Para mí no; desembarcaré en las Islas Afortunadas.

Afeitarratas y Troceamierdas se acercaron a él en cuanto puso los pies en cubierta.

—El miedo es ave de mucho vuelo, ¿eh? —bromeó Troceamierdas dándole una palmada en la espalda.

Alonso intentó escabullirse, pero Afeitarratas lo agarró del brazo.

—Anda, ven a sentarte con nosotros mientras el piloto maniobra para pasar la barra de Sanlúcar. Es más seguro ir sentado —aclaró—, porque la nao podría zozobrar y ¡la barra de Sanlúcar se ha tragado ya a muchos marineros!

—¡Y a bastantes navíos! —apostilló Afeitarratas.

Lo colocaron entre ambos y le ofrecieron un trago de vino de su bota, que a Alonso le supo a brea.

Poco a poco, las conversaciones cesaron y en cubierta reinó un profundo silencio. Alonso vio que la tripulación seguía con suma atención las maniobras del piloto para sortear la barra y que, con cada viraje de la nao, aquellos curtidos hombres de mar se estremecían.

—¿Es que tienen miedo? —preguntó.

Afeitarratas asintió.

—¿Tú sabes nadar, vizcaíno? —Cada vez que lo llamaba vizcaíno, Alonso creía percibir un cierto deje de ironía.

—Sí, desde que era un niño.

—Entonces, no tienes de qué preocuparte, porque la orilla está cerca. En cambio, los que no sabemos, si la nao se fuera a pique…

—No puedo creer que no sepáis nadar.

—Pocos marineros saben.

Afeitarratas se quitó el gorro y una larga melena, enredada y sucia, le cayó por la espalda.

—¿Has oído alguna vez la frase «se salvó por los pelos»?

—Sí.

—Los marineros nos dejamos el cabello largo para que nos puedan coger de él si nos caemos al agua.

—Me llamó la atención ver tantas guedejas entre los tripulantes, pero nunca imaginé la razón.

—¿Tú no tienes gorro?

—No, señor.

—Te regalaré uno que llevo de más. En un barco no conviene hacerse notar.

—¡Vítor, vítor! —eran los jubilosos gritos de la tripulación porque acababan de sortear la barra de Sanlúcar sin ningún contratiempo.

En cuanto salieron a mar abierto, Alonso, extenuado, apoyó la cabeza sobre un rollo de cuerda y se durmió. Se despertó al sentí i que lo zarandeaban.

—Desperézate, grumete. —Era el contramaestre, que recorría la cubierta repartiendo tareas—. Ve al camarote del capitán y pídele la corredera y la ampolleta. Cuando las tengas, busca al oficial de guardia para que calcule la velocidad de crucero.

Alonso desconocía la terminología y no sabía de qué hablaba. Pero fue al camarote del capitán a pedir lo que le habían dicho.

La ampolleta resultó ser un relojillo de arena y la corredera, una cuerda con nudos situados a la misma distancia.

Con ambas se presentó ante el oficial de guardia, que le dijo:

—Yo contaré los nudos y tú lleva cuenta del tiempo. —Lanzó la corredera al agua, y Alonso le dio vuelta al reloj.

Cuando cayó el último grano de arena, Alonso dijo:

—¡Ya!

—Tres nudos en medio minuto. Ve y díselo al piloto mayor para que lo apunte en su cuaderno, grumete.

De camino a proa, Alonso vio a Ana sentada junto a la borda de estribor. El sol del ocaso encendía sus cabellos y se la veía muy hermosa. «¿Por qué me desprecia?», se preguntó con una punzada de dolor.

Ana decidió ir a poner en orden su equipaje antes de que se fuera la luz. Al entrar, oyó gritos. Las muchachas, al extender sus mantas para pasar la noche, invadían los espacios de sus compañeras y eso provocaba fricciones. Ana se temió que la falta de intimidad no tardaría en hacerse insoportable. Mas no podía quejarse, incluso las hijas de la Adelantada estaban alojadas allí.

Se hallaba con doña Mencía cuando Juan de Salazar le explicó cómo se distribuiría el espacio.

—Viajaremos en el
San Miguel
, que tiene los castillos de popa y proa más grandes. He mandado dividir, mediante un tabique de madera, el castillo de proa, para que vuestra merced y yo dispongamos cada uno de un pequeño aposento. A las doncellas las alojaremos en el de popa, que dispone de dos alturas.

—Con nosotros viajarán sesenta; el resto lo harán con sus familias en los otros dos buques. ¿Cabrán todas en el castillo de popa? —preguntó doña Mencía.

—Tendrán que caber. Es la estancia más grande de la nao. Tradicionalmente se aloja en ella la gente de mando: oficiales, pilotos, contramaestres, cirujanos y frailes, pero durante este viaje tendrán que dormir en cubierta, en camaretas acotadas con mamparas móviles para separarlos del resto de la tripulación.

—¿Y los marineros? —se había interesado la dama.

—Habrán de acomodarse en el suelo. Tan solo cuando llueva recibirán permiso para dormir en el sollado o las bodegas.

—¿Por qué no duermen siempre ahí? Al menos estarían a cubierto.

—Son lugares sin ventilación y malolientes; el cirujano desaconseja utilizarlos para prevenir la peste del mar.

—¡Dios nos proteja de ese mal!

—¡Así sea!

Mientras Ana recordaba, el paje de las horas cantó:

Bendita sea la hora en que Dios nació

y san Juan que le bautizó.

Amén Dios nos dé buenas noches,

buen viaje y buen pasaje.

Era la señal para que la tripulación se fuese a dormir. Ana arrimó su baulillo al costado de la nave y se acomodó entre dos mantas para pasar la noche. Apenas podía moverse.

—Si pones la cabeza a mis pies, tendrás más sitio —le susurró María de Sanabria.

—Yo me pondré entre las dos —dijo Isabel, su hermana pequeña.

Rosa se echó a los pies de Ana.

Tras el difícil acomodo, se durmieron.

Un par de horas después, las aguas se encresparon y el buque comenzó a balancearse. Ninguna de las pasajeras, pues eran de tierra adentro, había oído hablar del «mal del mar», pero esa primera noche a bordo casi todas lo sufrieron. Con la cara más blanca que la cal salían a vomitar a cubierta, sin preocuparse de lo que llevaban puesto.

Esto provocó un revuelo entre los marineros, que, inmunes al mareo, cruzaban apuestas sobre cuántas muchachas saldrían en camisa durante el siguiente envite de las olas.

Doña Mencía ordenó al capitán que cerrara, también por fuera, el castillo de popa para evitar que las doncellas salieran de él durante la noche.

—Si han de vomitar —dijo—, bien pueden hacerlo en las bacinillas o en el suelo.

El capitán Salazar se negó.

—Se repondrán con más rapidez si toman aire fresco. Que los marineros bromeen sobre sus ropas no menoscaba el honor de las muchachas; son hombres rudos, quieren divertirse y, si no fuera de esto, se burlarían de cualquier otra cosa.

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