El corazón del océano (35 page)

Read El corazón del océano Online

Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
3.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bien alimentadas, las jóvenes tardaron menos de un mes en recuperar la salud y, con ella, la alegría.

Habían pasado tanto tiempo encerradas en el espacio limitado del castillo de popa, que no se cansaban de correr por la playa o por las lindes de la selva. Se sentían más libres de lo que nunca fueron en sus ciudades y villas de Extremadura.

Doña Sancha, todavía débil e impresionada por la dura experiencia de haber perdido a tantas pupilas, apenas se molestaba en reprenderlas.

—Ha perdido bríos —le comentó Trini a Rosa un día que fueron a mariscar a la playa sin permiso de la dueña y esta no protestó.

—No te fíes. En cuanto se reponga, volverá a la carga.

Las tareas de Alonso consistían en buscar madera, acarrear agua y ayudar a maese Pedro a cocinar para todo el campamento. Era mucho trabajo, pero le quedaba tiempo para nadar, pasear por la playa, mariscar o pescar, labores que le retrotraían a su infancia y le gustaban. Su única contrariedad era que apenas tenía ocasión de hablar con Ana. Habían construido los nuevos bohíos para la tripulación alejados de los de las mujeres, a fin de dificultarles el contacto con ellas.

Un par de meses después de su llegada, las jóvenes, reunidas en la playa, planearon hacer una excursión para conocer la isla.

—No nos darán permiso. Mi padre es muy riguroso —opinó Isabel de Becerra.

—Solas no, pero si nos escoltaran el capitán Trejo y sus hombres, yo creo que sí nos dejarían —dijo Menciíta, guiñándole un ojo a su hermana, pues a esas alturas estaba enterada de sus amoríos con el capitán.

—Mañana se lo pediré… —contestó María de Sanabria con los ojos brillantes—. Estoy segura de que accederá gustoso.

—¿Sabéis cuánto mide la isla? —preguntó Ana.

—Sí, se lo pregunté a mi padre —contestó Isabel de Becerra—. Y me dijo que unas 36 millas de largo y alrededor de 11 de ancho. ¿Para qué quieres saberlo?

—Se me ha ocurrido que podríamos cruzarla. Nos llevaría un día tan solo.

—No nos dejarán faltar un día entero.

—No pondrán reparos si conseguimos que también el padre Juan nos acompañe. —Menciíta era la más entusiasta—. ¡Y también alguno de los hidalgos jóvenes!

—¿En quién has pensado?

—¡No te lo voy a decir! Ya te enterarás.

—Podríamos proponérselo a alguno más —dijeron las gemelas.

—Sí, hay que contar con refuerzos —añadió Julita con la boca medio cerrada para que no se le notara la falta de dientes.

Cuando Francisco de Becerra se enteró de los planes de las jóvenes, fue a ver a doña Mencía.

—Acabo de prohibir a nuestras hijas una excursión por la isla y vengo a pediros que las advirtáis, tanto a ellas como al resto de las muchachas, de que no deben alejarse del poblado.

—No veo por qué sois tan riguroso. Esta isla está deshabitada.

—No es así. Hay colonos libres en poblados del otro lado. Venían con frecuencia antes de que llegarais.

—¿Por qué no vienen ahora?

—Supongo que han abandonado los asentamientos. Suelen hacerlo en caso de peligro.

—¿Hay indios…?

—Estas tierras son de los tupíes; unos indios belicosos que atacan cuando menos se espera. Andan a la gresca con los portugueses y temo que no tardarán en hostigarnos. El que los colonos libres hayan abandonado la isla es mala señal.

—¿Cómo no me lo habíais dicho?

—No quería preocuparos.

El joven Adelantado, don Diego de Sanabria, no llegó en febrero, que era la fecha en que había acordado encontrarse con su madre en Santa Catalina.

Todos los días, la dama oteaba el horizonte sentada en una roca de la playa. A medida que pasaba el tiempo crecía su ansiedad.

—Llegará para el verano —la consolaba su amiga Isabel.

Pero no llegó. Ni durante el verano ni durante el otoño. Su madre estaba cada vez más nerviosa, aunque se esforzaba en disimularlo.

Afortunadamente, tampoco los tupíes aparecieron por el poblado en todo ese tiempo.

Un atardecer en que descansaban alrededor de una hoguera, doña Isabel le comentó a su esposo:

—Es extraño que los indios no se hayan dejado ver.

—O los han expulsado los portugueses o han conseguido catequizados los jesuitas que ha enviado Tomé de Souza —ironizó Francisco de Becerra.

—¿Quién es Tomé de Souza?

—El gobernador portugués de Brasil, que considera esta isla como suya.

—¡Toda esta costa pertenece a España! ¡Y esta isla, también! —terció doña Mencía.

—Los verdaderos dueños son los colonos libres, Mencía. Portugueses, españoles, franceses… gente de todas partes, que obedecen a quien les conviene.

—Lleváis casi un año amenazando con un ataque de los tupíes y todavía no han aparecido.

Francisco de Becerra entornó los ojos.

—Me gustaría saber por qué.

Pocos días después, descubrieron pisadas alrededor de la empalizada del fuerte. Francisco de Becerra envió a dos hombres en un bote a buscar información entre los portugueses del continente. Las noticias que trajeron a su vuelta le hicieron correr al bohío de doña Mencía.

—¡Mencía, Mencía!, ¿puedo entrar?

La dama se cubrió rápidamente con una capa.

—Adelante.

Una nube de moscas revoloteaba junto a la puerta y tuvo que manotear con insistencia antes de apartar la cortina.

—¿A qué viene tanto apuro por verme, Francisco?

—Mis hombres han vuelto con la noticia de que varias tribus tupíes están negociando unirse contra nosotros y atacarnos.

La dama miró al vacío.

—¿Estarían más protegidas las muchachas en la nao?

—No, los tupíes son excelentes remeros, muy capaces de adentrarse en el mar con sus canoas.

—En ese caso, deberíais dejar un retén de guardia en las naves, por si los indios se acercaran durante la noche y las incendiaran con flechas.

—Sí, es un consejo atinado —respondió Francisco de Becerra, molesto porque no se le hubiera ocurrido a él—. Pero lo mejor sería que zarpáramos cuanto antes.

—Nuestras armas son muy superiores; los venceremos fácilmente, Francisco.

—Luchan por sus tierras, son valientes y, si se unen, nos superarán en proporción de cien a uno, Mencía. Debemos irnos antes de que sea tarde.

—Acordé encontrarme con mi hijo en esta isla y no me moveré hasta que aparezca.

—Lleva diez meses de retraso. ¡Es una insensatez esperarlo más!

—No insistas, Francisco. Esperaremos.

Ante la negativa de la Adelantada a abandonar la isla, Becerra y los demás mandos decidieron aumentar la vigilancia, que era lo único que podían hacer.

Incluso en esas circunstancias, María de Sanabria estaba siendo abiertamente cortejada por el capitán Trejo. Paseaban juntos sin procurarse la compañía de la dueña, como solía hacerse en España, liste galanteo a solas, que hubiera sido un escándalo en Medellín, le era indiferente a doña Mencía. Angustiada por la tardanza de su hijo, no prestaba atención a las protestas de la dueña. Además, desde la muerte de su hija pequeña parecía no dar importancia a cosas que antes la habrían alterado.

Quince días después de que tuvieran noticia de que los indios planeaban atacarlos, Ana, al entrar en el bohío con un cántaro de agua, sorprendió a la Adelantada hablando con su amiga. Se tapaba la cara con las manos y parecía muy abatida.

—Mi hijo ya debería de estar aquí, Isabel. Tengo un mal presentimiento.

—Puede que le llevara más tiempo del previsto armar la flota y su salida de Sevilla se retrasara. Aprovechará los vientos favorables de la próxima primavera, ya verás, Mencía.

—No podremos esperarlo tanto. Ayer tarde hicieron prisioneros a dos indios que nos espiaban. Tras interrogarlos, hemos averiguado que planean asaltar nuestro fuerte antes de la próxima luna. ¡Tenemos que irnos!

—¿Por qué esos indios nos tienen tanta inquina? Nunca les hemos causado molestia alguna.

—Españoles y portugueses hacen incursiones en sus poblados para, robarles comida o capturar esclavos, y nos confunden a todos. Por eso se han aliado para atacarnos. ¡Quiera Dios que no anticipen el asalto y nos dé tiempo a escapar, porque si no…!

—¡Dios nos proteja! ¡Estamos perdidos! —balbució Isabel absolutamente anonadada.

Mencía se secó las lágrimas y comenzó a recorrer el bohío de una parte a otra.

—Tu esposo y Salazar acaban de proponerme que nos mudemos a tierra firme, a unas quince leguas de aquí, donde por lo visto hay un puerto seguro: Mbiazá. Yo no quisiera moverme de esta isla antes de tener noticias de mi hijo, pero… he tomado la decisión de… —su voz enronqueció.

Ana oyó pasos. Era Menciíta, que venía de la playa cargada con un morral de almejas.

—¡Mirad cuántas hemos cogido, madre! Entre Julia, Rosa y…

En ese instante se oyó la voz de Salazar, que preguntaba desde fuera:

—Señora, necesito tratar con vos un asunto urgente. —Las mujeres se miraron, inquietas—. ¿Me dais permiso para entrar?

—Pasad, capitán.

Traía el semblante grave y se había puesto el jubón y la capa. Ana se preguntó a qué vendría tanto comedimiento, pues, debido al calor, los hombres solían ir en camisa.

Salazar saludó a la Adelantada con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Qué ocurre? ¡Explicaos de una vez, capitán!

Carraspeó antes de empezar a hablar.

—Señora, ayer noche he enviado un par de hombres a Asunción para avisar a Irala de nuestra llegada y de la situación en la que nos encontramos. Vengo a informaros.

La Adelantada enrojeció. Los labios le temblaban de cólera.

—¡Cómo os habéis atrevido a mandar un mensaje a Irala sin mi permiso!

—Necesitamos ayuda. Y me preció conveniente pedirla antes de abandonar la isla.

—¿Y qué le van a decir vuestros hombres a Irala? ¿Que mi hijo ha sido nombrado Adelantado para sustituirlo?

—Sí, señora —contestó el capitán con absoluta calma—. No nos queda otra opción.

—Tiene razón, Mencía —intervino Isabel—. Llevamos aquí mucho tiempo sin que nadie tenga noticia de nuestra llegada. En mi opinión, Salazar ha obrado correctamente. Si los indios nos exterminan, al menos se sabrá… lo ocurrido.

Siguió un instante de silencio.

—También le he pedido a Irala que envíe un bergantín a la isla de San Gabriel, a recogernos en primavera —dijo Salazar—. Está en la desembocadura del Río de la Plata.

—Según mi esposo, nuestras naves quedaron muy dañadas por la tormenta. El calor y la humedad han acabado de pudrirlas —dijo doña Isabel—. No están en condiciones de llegar a San Gabriel.

—Iremos costeando, sin salir a mar abierto.

—¿Cómo sabrá mi hijo que nos hemos trasladado a San Gabriel?

—Dejaremos mensajes grabados en las rocas de la playa.

—Los indios los destruirán.

—No creo. Para ellos no significan nada. De todas formas, al no hallarnos aquí, vuestro hijo se dirigirá a Asunción y, para ello, tendrá que pasar la desembocadura del Río de la Plata, frente a San Gabriel, donde dará con nosotros si llega a tiempo.

La dama respiró hondo.

—¿A quién habéis enviado a Asunción?

—A uno de nuestros mejores hombres: Cristóbal de Saavedra.

—No… Cristóbal no —musitó Menciíta.

Ana la miró sorprendida. No sabía que Cristóbal le gustase.

La noticia corrió de boca en boca entre los marineros.

Esa misma tarde, Alonso se hizo el encontradizo con doña Mencía, que paseaba por la playa.

—Disculpadme, señora, necesito hablar con vos.

—¿Qué ocurre?

—He oído que el capitán Salazar ha enviado aviso a Irala de nuestra llegada…

La dama asintió.

—Nuestras naves están en mal estado —le explicó—. Con suerte podríamos llegar hasta la isla de San Gabriel, pero jamás a Asun…

—¿Cómo lo habéis consentido? El padre Xoán me advirtió de que en la conjura participa gente insospechada…

—¿Y…?

Alonso bajó la voz.

—Si confiáis en el hombre equivocado, yo moriré y estas tierras acabarán en manos de…

—Juan de Salazar y Espinosa es un caballero de la orden de Santiago. Participó en la fundación de Asunción y Santa María del Buen Aire. El Consejo de Indias lo nombró tesorero y regidor. I o que demuestra que confía en él. ¿Cómo te atreves a sugerir que es un conspirador?

—Yo…

—Tu papel en esta trama se acabó cuando perdiste la lista. No te adjudiques una importancia que no tienes. Sigue con tus tareas ¡y no vuelvas a meterte donde no te llaman!

Other books

The Party Line by Sue Orr
The Schwarzschild Radius by Gustavo Florentin
Nada que temer by Julian Barnes
The Killing Season Uncut by Sarah Ferguson
The Vampire-Alien Chronicles by Ronald Wintrick
Christmas on My Mind by Janet Dailey