—Se me ha ocurrido que quizá podríais llevar al Nuevo Mundo semillas de plantas que no existen allí. El arroz y el trigo nos serán muy útiles, y también a los indios.
—Me alegra que pienses en esas cosas, Ana. Eres una joven muy observadora y juiciosa para tu edad. Pero ya lo había tenido en cuenta. Como me han dicho que allí escasea la carne, he decidido llevar animales de crianza como aves, puercos, vacas… y también esquejes y semillas de las plantas más útiles. Así, cuando crezcan, nos sentiremos como en casa.
—El capitán Salazar dice que en las Indias lo mejor es olvidarse de nuestras comidas y costumbres y adaptarnos a lo que allí hay.
—Te dejas influir demasiado por lo que dice el capitán Salazar. —Ana notó que se sonrojaba—. Aunque no le falta razón, yo tengo mi propio criterio: es bueno que cojamos lo provechoso del Nuevo Mundo, pero también que llevemos a aquellas gentes nuestros conocimientos. Por eso he convencido a mi esposo para que, además de herramientas y otros ingenios, carguemos libros en la expedición.
—Lo que dice el capitán parece sensato, pero vos tenéis más razón —dijo la joven después de reflexionar un instante.
Por toda respuesta, la dama le acarició el cabello mientras pensaba que su joven amiga se había enamorado.
Barrio de Triana. Finales de enero del Año del Señor de 1549
N
o entiendo qué pasa. Ya hace un mes que tendría que haber vuelto», se dijo Alonso esa mañana, nada más abrir los ojos.
La tarde anterior había estado en casa del Adelantado, y los criados le dijeron que todavía seguía fuera. Después de haber ido tantas veces en el último mes, empezaba a desalentarse. Llevaba medio año en Sevilla y aún no había conseguido entregarle la carta ni saber cuándo zarparía. Quizá porque llevaba el pelo teñido y vivía entre moriscos, sus perseguidores no habían dado con él. Pero ansiaba llegar al Nuevo Mundo para acabar con tantas zozobras.
Esa mañana llovía con furia.
Después de desayunarse con unas gachas que Fátima había dejado preparadas la noche anterior, se puso la capa encerada y salió a trabajar.
El intenso aguacero levantaba olas de vapor en el suelo polvoriento de Triana.
El olor a tierra mojada trajo a su memoria las tierras brumosas de su Galicia natal y a su madre, ¡su dulce y querida madre! Pronto haría dos años que la había dejado. Tan intensamente deseó volver a verla, que se le hizo un nudo en el pecho que le impedía respirar. Al fin, estalló en sollozos. Y sus lágrimas se mezclaron con la lluvia.
El chaparrón arreció. Se resguardó bajo un balcón con celosías a esperar a que escampase. Lejos de hacerlo, al rato corría un torrente de agua por la calle. Tuvo que subirse a un poyete para que las basuras, que se amontonaban en las esquinas, no se le enredaran en los pies. Se tapó la nariz. El hedor era insoportable. Aún más que al anochecer, cuando a la voz de «¡agua vaaa!» los sevillanos vaciaban sus orinales por las ventanas.
El cielo estaba cada vez más negro. Tomó la decisión de regresar a casa y aprovechar el resto de la jornada en ayudar a Fátima a hacer cántaros de barro. Fushía y Amín habían salido a vender botijos y ella se había quedado sola cuidando a los dos niños pequeños, pues Ricote ni siquiera había regresado a dormir.
Cuando entró en el patio del corral, el agua le llegaba por los tobillos. Acodados en la barandilla del primer piso, Fátima y los dos niños miraban cómo subía.
—¿Por qué no habrán regresado mi madre y Amín? Es imposible vender nada con esta lluvia.
—Muchas calles están inundadas y no habrán podido volver, estarán en algún sitio resguardados —la tranquilizó.
Al rato, Muhammad dispuso que se cerrase el portón para impedir que el agua entrase en el corral.
—Si mi madre y mis hermanos encuentran el portón cerrado, no podrán entrar —objetó Fátima.
—Va a haber una arriada; tenemos que protegernos —replicó el anciano.
Al atardecer, los vecinos del corral se asustaron al oír gritos de angustia procedentes de la calle:
—¡El Guadalquivir se ha desbordado! ¡Las calles se están inundando! ¡Es una arriada!
El portón cedió y un torrente de agua, ramas y desperdicios varios penetró en el patio arrollando todo lo que encontraba a su paso. El piso bajo se inundó por completo y los vecinos se atropellaban en las escaleras para subir al segundo piso.
Alonso y Fátima cogieron cada uno a un pequeño en brazos y trataron de subir también.
La escalera crujió por el peso de tanta gente.
—¡No podemos subir todos a la vez! ¡Esperad o se hundirá la escalera! —gritó Alonso.
Pero los vecinos, presos del pánico, no le hicieron caso. Un tramo de escalera se rompió y varios cayeron al agua.
—Tenemos que llegar al tejado o nos ahogaremos —gimoteó Fátima.
—El tejado se hundirá también con el peso de tanta gente —replicó Alonso—. Este corral es una trampa. Será mejor salir de él antes de que el agua cubra completamente el portón. ¿Sabes nadar?
—No.
—Tendrás que agarrarte a mi cintura. En la calle, buscaré un sitio alto donde puedas quedarte mientras regreso a buscar a tus hermanos.
Fátima estaba paralizada por el terror y Alonso tuvo que arrojarla al agua de un empujón. Detrás se tiró él. Sujetándola por la barbilla con su brazo izquierdo, trató de llegar al portón. Pero el agua entraba con tal fuerza desde la calle que le impedía avanzar. Tras varios intentos, agotado de luchar contra la corriente, regresó a la barandilla.
—Agárrate a los barrotes y aguanta hasta que regrese.
Ya sin Fátima, logró vencer la fuerza del agua y salir al exterior. Lo que vio lo dejó atónito: un barco navegaba por la calle principal de Triana dejando jirones de sus velas en las rejas de las ventanas. Y no era el único, varios barquichuelos más surcaban las calles como si de ríos se tratase.
A dos manzanas de distancia, ya agotado de tanto luchar contra la corriente, descubrió un bote atascado en una balconada. Se acercó nadando. Consiguió meterse dentro. Fue más difícil desatascarlo del balcón. La marea arrastraba toda clase de muebles, tejas, cadáveres de animales, maderas, cestos… Buscó entre tanto cachivache algo que pudiera servirle para impulsar la barca. Vio a pocos pies un palo largo de madera al que se acercó como pudo, remando con las manos. Usándolo como pértiga consiguió regresar al corral.
Fátima seguía agarrada a los barrotes y la ayudó a subir al bote. En cambio, a sus dos hermanos los vecinos los habían subido al tejado.
—¡Saltad! —les ordenó Alonso.
—¡Aquí están más seguros! —le respondió un vecino.
—¡El tejado no soportará tanto peso! ¡Deberíais bajaros unos cuantos! —insistió.
El tejado crujió.
—Yahya, Said, ¡saltad!
—Hay mucha altura y tienen miedo. Nosotros los cuidaremos.
—No me iré sin ellos —gimió Fátima.
Alonso buscó un lugar por donde subir al tejado a buscarlos. La escalera estaba completamente destrozada, pero pudo agarrarse a la barandilla del primer piso, trepar por una viga hasta la galería del segundo y desde allí, por otra, al tejado.
Cogió a un niño en cada brazo y saltó con ellos al agua. En el vacío, se preguntó si la profundidad sería suficiente para amortiguar la caída… Lo era. Cuando emergieron los dos niños se aferraron a su cuello con desesperación y Alonso los arrastró como pudo hasta la barca en la que Fátima los esperaba. Empleó sus últimas fuerzas en empujarlos dentro del bote y, después, subir él.
—El nivel del agua está muy alto, ya no podemos salir por el portón —gimió Fátima.
El muro del corral se tambaleó con la fuerza del agua y varios gritos angustiosos salieron de las gargantas de los vecinos.
—Se va a derrumbar… la casa y el muro…, todo se va a derrumbar —murmuró Fátima.
Tras un minuto de silencio, el muro se derrumbó con un estruendo ensordecedor.
—Ayúdame con la pértiga, Fátima, tenemos que aprovechar la fuerza del agua para salir del corral por el agujero que se ha abierto en el muro.
Tuvieron que luchar con todas sus fuerzas contra la corriente, pero lo consiguieron.
Alonso, exhausto, sin fuerzas ni voluntad para pensar o moverse, dejó que la barca deambulara por las calles de Triana a merced de la corriente. Pasaron la noche a oscuras, acurrucados en el suelo del bote, temblando de miedo y frío. Al alba, el sueño los venció.
Cuando se despertaron, el agua había descendido más de una vara; el peligro había pasado. Se abrazaron. Aunque sucios, demacrados y con las ropas hechas jirones, estaban vivos.
Entonces, Alonso se percató de que había perdido la mayor parte de su camisa y, con ella, la bolsa encerada con la carta para el Adelantado, que había llevado cosida bajo el sobaco desde que saliera de Pontedeume.
Se llevó la mano a la boca para contener un gemido de desesperación.
—¿Qué te ocurre? —musitó Fátima, alarmada.
No obtuvo respuesta. Las lágrimas de Alonso mojaban en silencio la pértiga. Ya no podría cumplir la misión que le había encomendado el prior, el hombre que había sido más que un padre para él.
Los vecinos reconstruyeron el corral y enterraron a sus muertos.
Poco a poco, Triana regresó a la normalidad. Quienes nunca volvieron fueron Fushía y sus dos hijos mayores. Sus cadáveres aparecieron varios días después cerca de la barra de Sanlúcar
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Alonso se gastó sus ahorros en enterrarlos y se hizo cargo de Fátima y de sus dos hermanos, que ya no podían ganarse la vida, pues el torno con el que hacían cacharros de barro se lo había llevado la arriada.
Cada mañana se levantaba muy temprano e iba al muelle a ganar unos maravedíes con que alimentarlos. Pero su mayor preocupación era hablar con el Adelantado, y casi todos los días se acercaba a preguntar si había regresado. Ya que no podía entregarle la carta, quería prevenirle, al menos, de que había una conspiración contra él.
Al final del invierno, los hornos de Triana funcionaban a pleno rendimiento para proveer de bizcochos a los barcos que, con la llegada del buen tiempo, iniciaban la travesía del océano. Fátima y sus hermanos comenzaron a trabajar en uno para ayudar al mantenimiento de la casa.
—Bizcocho significa cocido dos veces, ¿sabes? Así se evita que las galletas se pudran con la humedad del mar —le explicó Fátima, un día en que el aire de Triana olía a pan caliente.
Con el poco dinero que lograban reunir, Fátima guisaba legumbres, verduras y tortas de trigo, siempre con aceite en vez de manteca. No podían consumir carne porque era cara y aunque los chorizos y el tocino sí estaban a su alcance, ella se negaba a comprarlos. Sentía gran repugnancia por esos alimentos, algo que Alonso no acababa de entender.
—¿Qué más dará comerse un cerdo que una cabra? ¿Acaso no son ambos criaturas de Dios?
—El cerdo es un animal impuro; no soporto su olor.
Alonso recordó la ternura que le produjo el cerdito que había criado su madre.
—¡Qué va a ser impuro! —replicó—. Las cabras y los corderos huelen peor y tienen un sabor más… fuerte.
—Será cuestión de costumbre.
—Será.
La discusión siempre acababa en tablas, pues los dos estaban seguros de tener razón.
Sevilla. Mes de febrero del Año del Señor de 1549
E
l día en que regresó el Adelantado del puerto de Palos, tras tres meses de ausencia, Ana se cruzó fugazmente con él en el corredor del primer piso. Verlo le produjo una fuerte impresión. La enfermedad había hecho estragos en su cuerpo. Tenía la tez amarillenta, su mirada naufragaba en enormes ojeras y parecía a punto de quebrarse de lo delgado que estaba.
—Bienvenido seáis de vuelta a Sevilla, señor —dijo haciéndole una ligera inclinación.
—¡Ah, hola, Ana! ¿Sabes dónde está mi esposa?
—Quedó en su estancia.
Al escuchar la voz de su esposo, Mencía abrió la puerta.
—¡Por fin habéis vuelto!
El Adelantado corrió a abrazarla. Ana se fijó en que sus calzas, de flojas, se bamboleaban en sus muslos descarnados.
—¡Esposo mío! ¡He sufrido tanto por no poder ir a veros! —sollozó.
—Si no os hubierais quedado no habríamos podido salir a tiempo. Dejad de llorar. ¡Ya está todo resuelto: he apalabrado los barcos que nos faltaban… gracias a vuestra generosidad, esposa mía!
—Os dije desde el principio que podías disponer de mi fortuna para esta empresa.
—Lo sé, amada esposa, y gracias a ella al fin podemos partir.
—¿Cuándo?
—Antes de un mes. El Consejo de Indias está impaciente ante tanto retraso.
El corazón de Ana se aceleró: la partida al Nuevo Mundo era inminente.
—¿Habéis visto al mancebo que viene a esperaros casi todos los días? —preguntó Mencía—. Por lo visto tiene mucho interés en hablar con vos.
—¿Quién es?
—Ni siquiera lo he visto. Me lo ha dicho el portero.
—Habrá oído que llevamos muchas damas jóvenes y querrá enrolarse en la expedición. No creo que sea importante.
—Seguro. Ahora debéis descansar y reponeros, esposo mío; no tenéis buen aspecto —puso sus labios sobre la frente de don Juan y dijo—: Estáis sudoroso, como si… os fuese a volver la fiebre.
—Es el cansancio del viaje.
—Seguramente.
Pasaron varios días sin que Ana volviera a oír hablar del viaje, pues doña Mencía no salía de la habitación de su esposo.