Puerto fluvial de Sevilla. 10 de abril del año de Nuestro Señor de 1550
L
a llegada de las ochenta damas causó una auténtica conmoción en el Arenal, el puerto fluvial de Sevilla.
Los comerciantes, vendedores, marineros, estibadores, carreteros, calafates, carpinteros, picaros y esclavos que pululaban por el puerto dejaron de lado sus tareas para verlas embarcar. En medio de aquel revuelo, comenzaron a circular toda clase de rumores:
—Me han dicho que llevan a esas damiselas al Nuevo Mundo para casarlas con conquistadores.
—¡Pero si no son más que unas niñas!
—Las que lleguen… ya serán mujeres. Que el viaje es largo y en algo habrán de entretenerse.
—¡Cucharón de alcornoque, que son muy tiernas! Además, ¡qué dirían sus esposos!
Invisible y enfadosa,
sin duda es la doncellez,
pues en los tiempos que corren
ninguno la logra ver.
Recitó entre risas el estibador.
Abría la marcha doña Mencía, capitana de la expedición, apoyándose en el brazo de su hijo Diego. La seguían en fila las damitas, vigiladas de cerca por doña Sancha y otras cinco dueñas, contratadas para este propósito, que, vara en mano, mantenían a raya a los que osaran acercarse.
—¡Que no se aparte ninguna de la fila! —ordenó doña Sancha en cuanto traspasaron la puerta del Arenal—. ¡Y vosotras, empleaos más a fondo con la vara, que hay muchos moscones!
La cándida frescura de las jóvenes —oscilaban entre los doce y quince años, solo alguna llegaba a los dieciséis—, la brevedad de sus talles, su lozana belleza y sus tiernas y coquetas sonrisas levantaron bramidos de admiración.
—Oh, hi de puta, ¡qué carnes más blancas! ¡Y qué frescas! —comentó un carretero.
—¡No he visto tantas cabelleras rubias y tan bien aderezadas en mi vida! —replicó su compadre—. A menos que sean postizas.
Las muchachas llevaban muchos días preparándose para este desfile. Se habían blanqueado la cara con blanduras de solimán y albayalde y coloreado las mejillas, las sienes y las palmas de las manos con mudas de Granada. Casi todas habían teñido o aclarado sus cabellos con lejías para parecer más rubias. Y se habían ayudado unas a otras a hacerse complicados peinados de trenzas, rizos, rodetes y guedejas que sujetaban con vistosas cintas de colores.
—¡Y qué me dices de los trajes que llevan! Si parecen damas de la corte.
Como era costumbre, se habían puesto sus mejores galas para el viaje. El sol tempranero hacía refulgir las sedas, brocados, tafetanes y muselinas de sus vestidos y las joyas con las que se adornaban: lazos de pedrería, cintillas de perlas, botones de plata, camafeos o rosarios de filigrana.
Sus hidalgas familias, aunque arruinadas, se habían esforzado en proporcionarles lo mejor de sus arcones, para paliar el remordimiento que les producía enviar a sus hijas a matrimoniar al Nuevo Mundo, por no disponer de dinero con que dotarlas.
Aquel despliegue de tiernas bellezas, talles juncales, joyas y suntuosos vestidos, levantó bramidos de deseo entre los mirones del Arenal. De las bocas de estas rudas gentes, poco acostumbradas a las ternezas, salían toda clase de brutalidades:
Quisiera ser pirata,
más que por oro o por plata,
por lo que hay entre tus patas.
Fue de lo más cortés que escucharon.
Al oír cómo las requebraban, con más groserías que lisonjas, Ana se preguntó si los hidalgos que las esperaban en Asunción serían tan rudos como esos. Se estremeció al caer en la cuenta de que, más que hidalgos educados, serían soldados, aventureros, picaros o rufianes que habrían adquirido respetabilidad matando y robando a los indios. Sintió una opresión en el estómago. «¿Cómo no lo habré pensado antes? Al contrario que a mis compañeras, me ofrecieron la posibilidad de elegir. Aunque ¿qué opciones tenía? Ningún convento me hubiese admitido sin dote y habría acallado en casa de alguno de mis hermanos, criando a mis sobrinos. Cuando me comprometieron para el viaje, con tan solo doce años, la curiosidad por conocer otro mundo y mi afán de aventuras me ofuscaron», pensó.
Ahora que tenía catorce, a medida que se acercaba el momento de cruzar el inmenso océano que las separaba del Nuevo Mundo, se sentía cada vez más preocupada.
Era tarde para volverse atrás.
Sus compañeras, felices de sentirse mayores, apenas disimulaban lo mucho que las deleitaba excitar la lujuria de aquellos patanes. Al ver sus sonrisas inocentes, sintió lástima. «Ninguna se ha parado a pensar en lo que pueda esperarnos al otro lado del mar», se dijo.
Al pie de la rampa por la que subirían al barco las esperaba el marqués de Mondéjar, presidente del Consejo de Indias, autoridades de la Casa de Contratación, el obispo de Sevilla, algunos amigos y una multitud de hidalgos desconocidos. Muchos eran simples curiosos o galanes desocupados que habían ido a verlas zarpar.
La salida de las tres naves al mando de una mujer había despertado gran expectación en Sevilla, pues era la primera vez que una expedición compuesta por damas tan principales partía hacia el Nuevo Mundo.
Entre las gentes del Arenal comenzó a desvanecerse el rumor de que las tierras del Río de la Plata eran las más pobres de las Indias:
—Pero ¿no decían que les habían puesto ese nombre para atraer pobladores?
—Tantas damas de calidad no viajarían allí sin traza de hacer fortuna.
De nuevo circuló la historia del Rey Blanco, el monarca de piel pálida, poseedor de riquezas sin fin, que se ocultaba en algún lugar misterioso de la selva.
—Deben de haberlo encontrado —murmuró un hidalgo sevillano—. De otro modo no se explica que esa tal doña Mencía viaje al Nuevo Mundo tan precipitadamente y con tantas mujeres a su cargo.
—Lo que han encontrado es una montaña de plata: la del Potosí —contestó su interlocutor.
El marqués de Mondéjar, presidente del Consejo de Indias, que había escuchado la conversación, sonrió complacido. Estaban errados, pero sin duda tales hablillas ayudarían al joven don Diego a reunir, en los próximos meses, suficientes dineros y hombres para organizar una segunda expedición que ayudara a su madre a hacerse con el poder que detentaba Irak en Asunción.
Mientras doña Mencía se despedía de su hijo y de las autoridades, comenzó el embarque de los pasajeros.
Doña Isabel, sus hijas y varias familias amigas subieron a la nao capitaneada por don Francisco de Becerra, su esposo, donde iban la mayor parte del grano, las semillas, los esquejes y las herramientas que necesitarían en las Indias.
El grueso de los soldados y otro grupo de familias extremeñas fueron acomodados en la nao del capitán Ovando.
La mayoría de las doncellas embarcaron en la nao
San Miguel
. Era el más lento pero también el más espacioso de los tres buques y se había considerado conveniente que las mujeres viajasen en él.
A mitad de la rampa, Ana se volvió al oír una algarabía de groserías. Julia y sus dos mejores amigas, las gemelas Lucía y Lucinda, subían montadas en altísimos chapines de ocho corchos, que más parecían zancos. Para no perder el equilibrio, se meneaban de tal forma que despertaban la lascivia de los rijosos mirones, pues, queriéndolo o no, mostraban los zapatos e incluso los tobillos. La joven recordó la conversación que la dueña había tenido con doña Mencía unos quince días antes.
—
Las damitas insisten en que les dejéis ponerse chapines, puesto que, como van a casarse, según ellas tienen derecho a ello. Yo, por mi parte, os recomiendo que no les deis permiso hasta después de zarpar, para evitar que los zarrapastrosos las requiebren.
—Déjales ese goce al menos, Sancha, que bastantes penurias les esperan.
Aunque la dueña le caía mal, Ana tuvo que reconocer que, al menos en eso, llevaba razón. Era una insensatez subir con chapines al barco.
Cuando Julita se cayó de bruces sobre la rampa, Ana acudió a ayudarla, pero un montón de manos masculinas se le adelantaron para desesperación de la dueña, que, vara en mano, tomó cartas en el asunto. Doña Mencía tuvo que intervenir para que doña Sancha dejase quieto el palo. Los solícitos caballeros se retiraron soplándose las manos.
Ana se adelantó para ser la primera en subir a bordo. Como el resto de las muchachas, lucía sus mejores galas: el vestido de terciopelo carmesí que le había regalado su madre dos años antes y que ahora le sentaba como un guante. Se sentía atractiva y ansiaba encontrarse con el capitán Salazar, pues tenía la esperanza de que se fijara en ella. Cruzó la nao para buscarlo por babor, pero el amplio verdugado de su falda le impedía pasar por lugares estrechos y la cubierta estaba llena de obstáculos: rollos de cuerda, fardos, baldes, cabos, redes, jaulas y barriles. Le costó mucho sortearlos para llegar al otro lado.
«La travesía va a ser más incomoda de lo que había imaginado», se dijo al ver que los marineros no le quitaban sus burlonas miradas de encima. Quizá esperaban que los aros del verdugado se engancharan en alguna parte y cayesen al suelo.
A pesar del cuidado que ponía, al pasar entre un rollo de cuerda y un barril el pasamano de la falda se le enganchó en un clavo.
Varios marineros se acercaron raudos para ayudarla a desengancharlo. Apestaban. Hasta sus gorras de estambre olían a podrido.
«Ha sido un desperdicio haber gastado nuestras aguas olorosas en perfumarnos para que estos zarrapastrosos se deleiten», se dijo.
Al fin, vio a Salazar. Estaba sobre la toldilla dando órdenes y no era el momento de saludarlo. Así que volvió a la borda de estribor, donde se arremolinaba el resto de sus compañeras.
Estaban muy contentas, pues, para despedirlas, los jóvenes caballeros les lanzaban desde la orilla almendras garrapiñadas, frutas escarchadas y otras golosinas envueltas en papelillos de colores. Hilas, para corresponder a su gentileza, les arrojaban sus cintas del pelo, alfileres y pañuelos.
Ana no participó de aquel galanteo, convencida de que ninguno de ellos, en realidad ningún hombre sobre la tierra, podía compararse con su admirado capitán Salazar.
—¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Preparados para zarpar! —gritó el piloto mayor.
La orden fue repetida como un eco por todos los rincones del barco.
El obispo, que había acudido a bendecir las naves, alzó su mano derecha e hizo la señal de la cruz. Los pasajeros y los hidalgos del Arenal se pusieron de rodillas y rezaron un padrenuestro y un avemaría para rogar a Nuestro Señor una buena travesía.
Cuando estaba de rodillas, Ana vio en la cubierta inferior, a 11 aves de una rendija entre las maderas, a un grupo de marineros que se disponía a empujar una enorme rueda.
El capitán gritó:
—¡Levad anclas!
Se oyó un acorde de guitarra y los marineros empujaron la pesada rueda con todas sus fuerzas.
Ana, intrigada, pegó la cabeza al suelo para averiguar dónde estaba el guitarrista, y en esa postura la sorprendió doña Mencía.
—Veo que te interesa la operación de levar el ancla. —Por su tono de voz, Ana comprendió que no consideraba digno de una dama espiar arrodillada en el suelo de cubierta.
—¿Para qué mueven esa rueda? —preguntó, incapaz de reprimir su curiosidad.
El rostro de la dama se dulcificó. Una vez más, Ana le recordaba a ella misma por su curiosidad.
—Se llama cabestrante y sirve para subir el ancla, que está enterrada en el lecho del río.
—¿Enterrada?
—Sí, es muy pesada, para evitar que las corrientes o el viento desplacen el barco.
La nao reculó.
—¿Y por qué les cuesta tanto a esos marineros mover el cabestrante?
—Hay que arrastrar el barco, con lo pesado que es, hasta donde está el ancla.
—¿Me permitís seguir… mirando?
—Fingiré que no te he visto. —Reprimió una sonrisa mientras se alejaba.
Ana descubrió al músico en un rincón de la segunda cubierta. Tocaba una guitarra de cuatro cuerdas dobles y, al compás de sus acordes, los marineros empujaban.
Alonso estaba desencajado por el esfuerzo. Al igual que a sus compañeros, los lagrimones de sudor le recorrían de la cabeza a los pies.
La tripulación dio un alarido cuando el ancla fue, al fin, izada y la nao comenzó a moverse a más velocidad.
Ana, apoyada en la borda, contempló como Sevilla se perdía en la distancia. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar que quizá jamás regresara a aquella hermosa ciudad. Ni a Medellín… Ni a España.
—¿Me acompañas a ver las bodegas, Ana? —Era Isabelita, la traviesa hija menor de doña Mencía.
—Tu madre no lo permitirá.
—Todo el mundo está muy ocupado; nadie se fijará en nosotras.
—No sé… si será prudente.
—¡Anda, ven! ¡No volveremos a tener una oportunidad así!
Ana sabía que era cierto. Y tenía tanta curiosidad como su joven amiga por conocer las entrañas del barco. Siguió a la niña escaleras abajo, procurando hacer el menor ruido posible.
En la bodega reinaba una oscuridad casi total, pues las rendijas habían sido cuidadosamente tapadas con alquitrán antes de zarpar.
—Huele mal —se quejó la niña.
—Y no se ve nada. Será mejor que subamos.
Isabelita sacó de debajo de su capa una linterna cubierta con un forro de fieltro. Al quitarlo, se iluminó débilmente la sentina que quedaba abajo.
—Ya lo había pensado y he traído una linterna encendida. ¿Ves? Ahora podemos curiosearlo todo.
En los estantes había cajas, cofres, baulillos y herramientas, además de rollos de cuerda y fardos de tela muy gruesa que Ana supuso serían para restaurar las velas.
—¡Vamos a abrir un cofre, Ana!
—No creo que debamos.
—¡Quiero saber qué hay dentro!
Ni corta ni perezosa intentó abrir el primer cofre que tenía a mano, pero estaba cerrado con llave.
—Voy a ver si las cajas están abiertas.
De una de ellas colgaba una cuerdecilla con un cartelito que decía: «Caja de pertenencias del marinero Fernando Fernández y del grumete Tomás».
—Es el equipaje de la tripulación, Isabelita.
La pequeña hizo un mohín de disgusto.
—Creía que llevaban tesoros.
—¿Tesoros?
—Sí, oro, plata, perlas… Por eso los piratas atacan a…
—¡Cómo vamos a llevar tesoros! Si acaso, cuando regresemos de Lis Indias. —Se calló, y pensó: «Si es que lo hacemos alguna vez», porque no quería entristecer a la pequeña con su pensamiento.