Ana, preocupada por la suerte de Rosa, pidió a la Adelantada que, cuando al día siguiente fuese a visitar a las muchachas, la dejase acompañarla. Así averiguó que los sevillanos llamaban corral —nombre de origen árabe— a un edificio con patio interior, al que daban infinidad de pequeños cuartos, habitados por distintas familias, casi siempre muy pobres.
Cuando llegó, la mayoría de las muchachas estaban en el patio cepillando, lavando o zurciendo sus vestidos maltratados por el viaje.
Ana se acercó al pilón situado junto al pozo, en torno al cual se encontraba el grupo más numeroso.
Julita se acercó acompañada de Lucía y Lucinda, las gemelas, de las que se había hecho amiga durante el viaje. Ir juntas las hacía sentirse fuertes.
—¡Vaya, al fin te han devuelto a tu sitio! —le espetó.
—No sé a qué te refieres.
—Ya se lo dije a mis amigas, ¿verdad? —las gemelas asintieron—. En cuanto se acomoden y dejen de necesitar a Ana la traerán al corral, porque en Sevilla ya hay criadas de sobra.
Ana pensó que era tan envidiosa como su madre y sintió ganas de abofetearla, pero se limitó a preguntar:
—¿Sabes dónde está Rosa?
—¿La llorona? ¡Aliviando el vientre!
Señaló un pequeño reservado hecho con tablones, situado al otro extremo del patio.
—¿Rosa, estás ahí?
Rosa salió y le mostró el reservado. En el suelo había un agujero que daba a un pestilente pozo negro.
Ana nunca había visto nada semejante, pues en Extremadura se usaban bacinillas. Se decía que el mismo emperador Carlos utilizaba un mueble-orinal que se desplazaba mediante ruedas de una estancia a otra.
—¿Estás contenta aquí, Rosa? —le preguntó.
—Echo de menos a mis padres y a mis hermanas.
—Y yo.
—Pero me he echado una amiga y estoy más entretenida. Se llama Marta. Te la presentaré.
—Otro día —dijo al ver que doña Mencía tenía prisa y se disponía a abandonar el corral—. Toma. —Le dio un cucurucho de almendras garrapiñadas que le habían regalado el día anterior al llegar.
—¡Gracias, Ana!
—Volveré en cuanto pueda.
Las gemelas se pusieron junto a la puerta y, según pasaba Ana, comentaron con intención de que las oyera:
—Ya decía nuestra madre que, por mucho que se metiera en casa del Adelantado, no iba a enamorar a su hijo.
—Le faltan hechuras para eso —se miraron entre risas.
Ana las ignoró y salió detrás de la Adelantada.
«Así que esas eran las hablillas sobre mí en Medellín. Mi padre tenía razón: los estrados son un mentidero de chismes», pensó.
La casa en la que se alojaba con el Adelantado y su familia era mucho más lujosa que el corral de las muchachas. Todas las habitaciones daban a un patio en cuyo centro había una fuente de mármol blanco, rodeada de flores y plantas aromáticas. Ella y las hijas del Adelantado convirtieron el patio en su lugar de recreo. Les encantaba coser, charlar y jugar mientras disfrutaban del sonido del agua y del aroma de las plantas. Una les llamó la atención por la cantidad de flores olorosas que daba: una mata de hojas alargadas y estrechas de las que salían unas cápsulas con pétalos de bordes rizados.
—Procede de Oriente —les explicó una dama sevillana que había ido a conocer a doña Mencía—. El emperador Carlos la mandó plantar en los jardines de Granada para agasajar a su joven esposa. Desde entonces, se ha hecho común plantarla en los patios sevillanos.
—¿Cómo se llaman sus flores? —preguntó Ana.
—Claveles —respondió la dama—. Los hay de muchos colores: rojos, blancos, rosas…
—¡Qué bien huelen!
—Por eso son tan apreciados.
Sevilla produjo en Ana una gran impresión. ¡Era tan grande y tan distinta de Medellín! «No hay otra ciudad en Europa comparable a ella», le había dicho doña Mencía. Y era verdad. A cada paso se maravillaba de la belleza de los edificios y del aroma que exhalaban los patios. Le sorprendió también la variedad de razas exóticas que pululaban por sus calles: gentes de piel muy blanca, casi lechosa, otras completamente negras o de piel color canela… Hasta vio a un marinero de extraños ojos rasgados que, según le explicaron, procedía de un lugar muy remoto, del país donde nacía el sol.
Una de las cosas que más la sorprendieron fue una conversación que oyó a los pocos días de llegar, una tarde en la que acompañó a doña Mencía a visitar a su amiga doña Isabel de Becerra, que vivía a unas pocas calles de distancia.
—He oído decir que hay damas muy principales en Sevilla que se bañan. ¿Crees que será cierto, Isabel?
—Me temo que sí, Mencía. Esa costumbre está muy extendida en esta ciudad, aunque la mayoría de las damas lo ocultan, por vergüenza, supongo.
—No es para menos.
—El otro día le comenté a Marta Bartolomé Álvarez, la hermana del obispo, que me sorprendían la brillantez y la sedosidad de la piel y el cabello de las sevillanas, y me confesó que se debía a los baños.
—No puedo creerlo.
—Por lo visto, ella misma se baña una vez por semana y, después, su esclava la rocía con buches de agua de rosas que lanza sobre su cuerpo.
—¿Desnudo…?
—Supongo.
—¡Dios misericordioso!
—Por lo visto, sigue los consejos de un sanador persa muy sabio al que admiran mucho en esta ciudad, un tal Rais.
—Hipócrates, el más ilustre de todos los médicos que han existido, dice que los baños no son buenos, salvo de rodillas para abajo —replicó Mencía airada.
—Algo parecido le dije yo a Marta, la hermana del obispo. ¿Y sabéis qué hizo? Me leyó un capítulo del libro de ese Rais en el que habla del baño. Lo aconseja porque, según él, humedece y renueva el cuerpo, abre los poros y limpia las suciedades incrustadas. Y mejora la salud porque destila los humores, disuelve las humedades, favorece el sueño, reprime los dolores, quita el cansancio del cuerpo y pone ganas de comer.
—Una dama tan principal creyendo tales disparates. ¿Adónde iremos a parar? Esas costumbres, copiadas de los infieles, acabarán con el pudor de las damas cristianas de Sevilla y las conducirán a la condenación eterna, Isabel.
—Quizá bañarse no sea tan malo… para la salud, Mencía.
—¡Si no es malo para la salud del cuerpo lo es para la del alma! ¡Incita a la lujuria!
Esa noche, en la cama, Ana fantaseó con que era una esclava y que un gallardo caballero, tan seductor como ella imaginaba a Tirante el Blanco, la compraba. Al llegar a casa ordenó que le dieran un baño. Se estremeció de placer al imaginar que la sumergían en agua caliente, perfumada de azahar, y le frotaban el cuerpo con aceite de almendras y polvo de oro. A continuación, una de las esclavas le rociaba el cuerpo con buches de perfume y la envolvía en una sábana de seda, mientras otra derramaba sobre sus cabellos recién lavados una salserilla de agua de rosas. Cuando el hombre que la había comprado entró en la estancia, las dos esclavas dejaron caer al suelo la sábana. Ana imaginó que miraba su cuerpo desnudo, joven, fresco, recién lavado… y cuando alargó la mano para tocarla, su deseo fue tan intenso que se asustó. Tuvo que levantarse y rezar para alejar de su mente aquellos pensamientos lascivos. Quizá doña Mencía no estuviera del todo errada al decir que el baño incitaba al pecado.
El Adelantado, su esposa y en menor medida su hijo Diego estaban muy ocupados con los preparativos del viaje. Apenas paraban en casa. Iban de un lado a otro a averiguar precios, apalabrar materiales, comprar conservas, pólvora o instrumentos de navegación, contratar a la tripulación, hacer gestiones o solicitar permisos en la Casa de Contratación. Pero lo que les traía de cabeza eran los barcos. El Adelantado se había comprometido en las capitulaciones a llevar una flota de ocho naves y no había conseguido más que dos, pues al llegar a Sevilla se encontró con que muchas naos estaban comprometidas desde hacía meses.
—Teníamos que haber llegado antes, Mencía —se lamentaba.
—Bien sabéis que nos fue imposible vender la hacienda, esposo.
—No creo que a este paso logremos salir para la primavera. Y con tanta gente a nuestro cargo… No sé si podremos soportar tantos gastos.
—Tantas preocupaciones acabarán minando vuestra salud.
—Si dentro de dos meses no he conseguido más barcos, viajaré a los astilleros de la ribera del Tinto para tratar de contratarlos allí. Me han dicho que en Palos y en Moguer se reparan muchas naos y hay posibilidades de contratarlas a buen precio.
—Tenéis mala cara. Descansad hoy al menos.
—Sí, me parece que tengo calentura.
Don Juan tuvo que pasar diez días en la cama aquejado de fiebres tercianas.
Durante el viaje, el joven Diego de Sanabria había conocido al capitán Hernando de Trejo, un viudo también de Medellín que los acompañaría al Nuevo Mundo. Hacía muy buenas migas con él y se había convertido en su hombre de confianza, pese a que el capitán le sacaba quince años.
Una tarde, Hernando fue a buscarlo a la mansión y lo encontró en el patio, con Ana y sus hermanas. Tras saludarlas caballerosamente, les ofreció unas golosinas.
Diego le expuso sus cuitas:
—Es la segunda sangría que le hacen a mi padre y no acaba de mejorar. Temo que la expedición se retrase.
—Si en algo puedo ayudaros, ya sabéis que estoy a vuestra disposición y a la de vuestra familia, Diego.
—Gracias por la amistad que me brindáis, querido Trejo. Pero esos asuntos los lleva mi padre y no creo que yo pueda intervenir. Habrá que esperar a que se reponga.
—Entonces, tranquilizaos y miradlo por el lado bueno: así tendré tiempo de mostraros las delicias de esta ciudad.
Ana se preguntó a qué delicias se referiría.
Cuando los hombres salieron, las jóvenes hicieron un corrillo.
—Es muy amable este Trejo —comentó María.
—Sí… No hace más que venir por aquí. Parece empeñado en hacer amistad —dijo Menciíta.
Isabelita, la traviesa hija pequeña de doña Mencía, que jugaba en un rincón, levantó la voz para hacerse oír:
—A mí me parece que viene a casarse… ¡con alguien!
—No va a casarse solo —apuntó Menciíta, divertida por la salida de su hermana.
Las tres se echaron a reír.
—A lo mejor quiere casarse conmigo —añadió la pizpireta Isabelita.
Lejos de preocuparse por el retraso de la expedición, Ana y las hijas del Adelantado —lo mismo que doña Isabel y las suyas— estaban encantadas en Sevilla, donde, al contrario que en Medellín, no estaba mal visto que las damas pasearan a cualquier hora por la calle, siempre que las escoltase un caballero. Doña Isabel, que no tenía que ayudar a su esposo, se ofreció como acompañante, y doña Mencía designó como escolta de las muchachas a un veterano de las Indias, con la intención de que las fuese adiestrando sobre las costumbres del Nuevo Mundo. Se trataba de don Juan de Salazar y Espinosa, que había participado en la exploración del Río de la Plata y en la fundación de la ciudad de Asunción en el Paraguay. El Consejo de Indias lo había nombrado tesorero mayor del Río de la Plata y aprovechaba la expedición de Sanabria para volver a las Indias. Era uno de aquellos hombres cuyas proezas se relataban con admiración por toda Extremadura y aun por toda Europa.
Aunque endurecido por largos años de lucha y sobresaltos, don Juan de Salazar y Espinosa era caballeroso, paciente y amable con las jóvenes damitas y estaba siempre dispuesto a acompañarlas. Rondaría los cuarenta, pero su porte era impresionante: erguido, algo amenazador y con un talle envidiable. Sus ojos, oscuros y chispeantes, cautivaban a las damas. Todo él respiraba virilidad. Resultaba tan apuesto, que Ana se sintió atraída por él.
La primera vez que lo vio estaba sentada junto a la fuente del patio, leyendo las notas de un fraile llamado Bartolomé Peñalosa de las Casas, que estaba armando un gran revuelo en Sevilla con su denuncia del maltrato que se les hacía a los indios. Don Juan pasó por delante de ella. Vestía enteramente de granate desde las medias hasta la pluma de la montera, pasando por el jubón, las calzas y la capa. Muy gallardo, con la mano derecha en el puño de la espada y la izquierda en el costado, atravesó el patio y se dirigió a la escalinata que conducía al primer piso. En apariencia, ni siquiera se había dado cuenta de la presencia de Ana, pero después de subir un par de escalones se volvió y le preguntó:
—¿Os interesa la suerte de los indios?
—Voy a viajar al Río de la Plata y…
—¿Sois hija de los Sanabria?
—No.
—Entonces, eres una de las damiselas que llevan a casar a Asunción. ¿Cómo os llamáis?
—Ana de Rojas.
—No tendréis más de quince años.
—Casi catorce, señor.
—¡Vaya! Nunca había visto a alguien tan joven que se interesase por esos asuntos. Aunque no deberíais hacer demasiado caso a ese fraile.
—Fray Bartolomé de las Casas vivió en el Nuevo Mundo y parece estar bien informado de lo que allí sucede. Redactó las Leyes Nuevas de Indias…
—… que pueden hacer fracasar la conquista —dijo él, con una brusquedad que asustó a la joven. A continuación la compensó con una sonrisa deslumbrante—: Recordad, muchacha, que una mujer con letras es dos veces necia.
Ana se guardó mucho de replicar. Aquel héroe de la conquista que enamoraba a las damas sevillanas ¡se había fijado en ella! Y no quería pensar en nada más.
A la semana siguiente volvió a verlo, cuando, a instancias de doña Isabel de Contreras, las llevó a dar un paseo en una barca de toldilla por el Guadalquivir.
—Los sevillanos prefieren llamar Betis a este río —comentó el capitán Salazar.
Ana, deseosa de entablar conversación con él, se apresuró a preguntar:
—¿Por qué?
—Guadalquivir es nombre moro; Betis es el que le pusieron los romanos.
Arrimó el bote a una isleta, saltó a tierra para coger una mata de cantueso que crecía cerca de la orilla, y se la ofreció a doña Isabel para que se aliviase de los malos olores que llegaban de la orilla.
A partir de aquel día, Ana comenzó a usar los afeites que su madre le había regalado. Pasaba horas delante del espejo aplicándose mudas, arreboles y perfumes. ¡Ella, que hasta entonces consideraba los afeites una frivolidad propia de mujeres de poco juicio! Pese a sus denodados esfuerzos, el capitán no le prestaba más atención que al resto de las jóvenes. La consideraba una niña, pero Ana se consolaba pensando que tarde o temprano se daría cuenta de que era mayor. Los pechos le habían crecido y había empezado a vendárselos para que no alcanzasen un tamaño desmesurado.