El contador de arena (38 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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Agatón, Arquímedes y Marco partieron hacia la Ortigia, escoltados por dos guardias. El esclavo iba sin atar ante la insistencia de Arquímedes. Agatón había accedido a ello, a pesar de que todas las partes de su rígida espalda y las miradas de su amargo rostro expresaban la más absoluta desaprobación. Marco, que caminaba en silencio con la cabeza gacha, sentía esas miradas como el chasqueo de unos dedos contra su cara, aunque mucho más dolorosa le resultaba la expresión de desdicha y consternación de Arquímedes.

Cuando llegaron a la residencia del rey, éste se encontraba aún con Dionisos en el comedor. Hierón se levantó de un salto en cuanto entraron y sonrió radiante.

—¡Salud para ti, Arquímedes, y gracias a los dioses! —exclamó, acercándose para estrecharle la mano—. Perdóname si te he molestado sin necesidad, pero…

—El esclavo lo ha confesado —interrumpió Agatón con voz ronca—. Dice que anoche ayudó a los dos prisioneros a salir clandestinamente de la ciudad.

Hierón se giró hacia Marco. La sonrisa que le había regalado a Arquímedes seguía aún en sus labios, pero la expresión de sus ojos había cambiado.

—¿Cómo? —preguntó.

Marco tosió para aclararse la garganta.

—Los ayudé a bajar por la muralla de la costa, en el punto donde la meseta va tierra adentro. En ese trecho sólo hay un guardia apostado, y en aquel instante había bajado al piso inferior para verificar las plataformas. —Miró a Arquímedes—. Tomé prestada aquella polea que construisteis la última vez que arreglé el tejado, señor. ¿Sabéis a cuál me refiero? La del torno alargado; la anclamos en la parte interior de las jambas de la tronera, y bajé a Cayo en la cesta de las tejas… Tiene el brazo dislocado y varias costillas rotas, y no podía descender por una cuerda. Fabio se deslizó tras él. Luego volví a subir la cesta, lo recogí todo y regresé a casa.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó el rey en voz baja, con sus oscuros ojos fijos en los del esclavo. Su semblante era impenetrable.

Marco enderezó la espalda.

—Uno de esos hombres es mi hermano. Cayo Valerio, hijo de Cayo, de la familia valeriana electa por votación.

—Un ciudadano romano.

—Sí. Yo también era romano. —Miró de reojo la expresión de los rostros que había a su alrededor: la del mayordomo, incrédula; la de Arquímedes, aturdida y triste; la de Dionisos y los dos soldados, furiosa y asombrada; la del rey… inescrutable. Pero debía continuar… no tenía sentido guardarse nada. Aunque no lo hubiese confesado, lo habrían sabido. Habían mandado soldados a investigar: alguien debía de haber recordado su visita a la cantera—. Vi por casualidad la procesión de prisioneros cuando marchaban hacia la ciudad, y reconocí a Cayo entre ellos. Él también me vio. Estaba herido y… no podía abandonarlo a su suerte. Al día siguiente fui a hablar con él. El otro hombre, Fabio, estaba a su lado y nos oyó; de modo que tuve que implicarlo también.

—Yo no sabía nada de todo eso —dijo Arquímedes, confuso.

—Por supuesto que no —repuso Marco, y volvió a mirar al rey—. Señor, supongo que ya os habréis dado cuenta, pero puedo confirmároslo. Mi amo no sabía nada. Ni siquiera sabe que soy romano. —Se giró hacia Arquímedes—. Les dije a los guardias de la cantera que era vuestro esclavo y que me habíais enviado para averiguar qué cantera proporcionaría las mejores piedras para la catapulta de tres talentos. Me dejaron pasar enseguida y me acerqué al barracón. Hablé con Cayo a través de la pared, y me pidió que lo ayudara a huir. Yo le dije que estaba mejor donde estaba, pero no me creyó. Les han contado muchas historias estúpidas sobre vos, señor —añadió dirigiéndose a Hierón, con tono de disculpa.

—¿De verdad? ¿Qué tipo de historias?

Al ver que Marco dudaba, el rey lo alentó:

—¡Por favor! Me gustaría mucho saberlo. No te culparé por repetirlas.

—Os confunden con Falaris de Akagras —explicó Marco, incómodo—. Dicen que asáis a la gente viva en un toro de bronce y que la empaláis con estacas.

—Vaya, vaya. ¿Hay alguien en particular a quien se supone que he asado o empalado, o elijo a mis víctimas al azar?

—Se supone que asáis a vuestros enemigos —respondió Marco, más incómodo si cabe—, y que empaláis a sus esposas e hijos. Intenté convencer a Cayo de que todo eso eran mentiras, pero creo que no lo logré. Su amigo dijo que me había vuelto muy griego. No saben nada sobre los griegos, y mucho menos sobre Siracusa.

—¿Que yo empalo niños? ¡Dioses! Muy bien, sigue. Decidiste ayudar a tu hermano y a su amigo a huir. Les diste dinero, una sierra, cuerda y un arma.

—Un cuchillo —admitió—. Sí. Esperaba que no lo utilizaran, pero parece que lo hicieron. Lo siento por el hombre, quienquiera que fuese.

—Se llamaba Straton, hijo de Metrodoro. Creo que lo conocías.

Arquímedes y Marco se quedaron boquiabiertos.

—¿Straton? —preguntó Marco, horrorizado—. Pero… las tropas de la Ortigia no eran las que…

—Ayer me responsabilizaron a mí de los prisioneros —dijo fríamente Dionisos—. Anoche Straton estaba de guardia en el extremo oeste de la muralla. Le cortaron el cuello.

—¡Dioses! —gruñó Marco.

Se tapó la cara: no podía seguir sosteniendo todas aquellas miradas. Toda esa noche sin dormir, los días de ansiedad que la habían precedido, se derrumbaron sobre él, y sintió que iba a echarse a llorar. ¡Straton! No se trataba de un soldado anónimo, sino de alguien a quien conocía, un amable jugador, un tipo al que le gustaban los chistes, un hombre con una vida tan real y apremiante como la suya.

—Tú lo apreciabas —afirmó la tranquila voz del rey.

Marco asintió con la cabeza sin separar las manos.

—Sí. Era un hombre que se merecía una larga vida. ¡Dioses! ¡Nunca debería haberles dado nada, excepto el dinero! —Después de un momento, continuó—: Cayo dijo que no habría intentado escapar de haber sabido que yo no pensaba acompañarlo.

—¿Por qué no te fuiste con ellos? —preguntó el rey—. Para empezar, ¿por qué estás en esta ciudad? Resulta difícil imaginar a un ciudadano romano sirviendo como esclavo. Suponía que eras simplemente un aliado de Roma que había ayudado a huir a un conocido, pero parece que la cosa es más complicada que eso.

Marco separó las manos.

—No, no lo es tanto —declaró amargamente—. Me alisté en las legiones para ir a la guerra pírrica. En Asculum, cuando los epirotas entraron a la carga, tuve pánico, tiré el escudo al suelo y eché a correr. Después oculté mi origen romano para que no me devolvieran con los míos.

—Ah —dijo Hierón, en un tono de repulsa.

—¡No lo entiendo! —exclamó Arquímedes—. ¿Por qué?

—Los romanos matan a los hombres que desertan de su puesto —explicó el rey—. Los desnudan y los ponen delante de sus camaradas, que deben golpearlos hasta la muerte con palos y piedras. Consideran que ese trato incita a los hombres al valor… Algo que, sin duda, es cierto para quien cree que merece la pena comprar el valor a un precio así.

Hierón se aproximó al esclavo y examinó su rostro con curiosidad. Estaba tan cerca que Marco notaba el calor de su aliento, pero no podía moverse porque tenía encima a los guardias. Atrapado bajo aquel escrutinio, se sintió, por vez primera, como un prisionero.

—Sin embargo, no siempre infligen esos castigos —prosiguió—. Los hombres que simplemente huyen por miedo son perdonados a menudo. Además, lo de Asculum fue hace mucho tiempo. ¿Por qué, después de tantos años en el exilio, no has regresado?

—Me habrían pedido información sobre las defensas de Siracusa —dijo Marco con voz débil; se sentía derrotado. ¿Quién iba a creerlo? Había entregado un cuchillo a los enemigos de Siracusa y éstos lo habían utilizado para asesinar a uno de sus ciudadanos. Después de eso, ¿quién iba a creer que era leal? Pero continuó, de todos modos—. Y cuando me hubiera negado a dársela, me habrían matado.

—¿Y te habrías negado?

—¡Sí! —respondió, reuniendo los últimos vestigios de su fuerza y mirando a aquellos ojos impenetrables—. No lo creáis si no queréis, pero me habría negado. Siracusa no ha cometido ninguna ofensa contra el pueblo romano, y Roma no tiene por qué atacarla. Y en lo que a mí se refiere, esta ciudad me ha dado la vida. Mi esclavitud no es culpa suya, sino sólo mía, y me ha proporcionado cosas que ni siquiera sabía que existían. Estoy en deuda con ella, y jamás le haré daño. ¡Que los dioses me destruyan si lo hago… y que los dioses favorezcan a Siracusa y la coronen con la victoria!

—No es ésa una plegaria que esperaría oír en boca de un romano —observó secamente Hierón—. Pero el daño a la ciudad ya lo has hecho, convirtiéndote en cómplice del asesinato de uno de sus defensores. —Regresó a su canapé, junto a la mesa, y se sentó—. Volvamos a lo que sucedió anoche. ¿Fuiste a la cantera para ayudar a tu hermano y a su amigo a saltar el muro?

—Estaba en mi casa —intervino Arquímedes—. De no haber sido así, lo habrían echado de menos. Además, me abrió la puerta cuando llegué, un par de horas después de la medianoche.

—Él ha dicho que para entonces ya estaban allí los prisioneros —replicó Agatón—. Escondidos.

Marco asintió y recitó los hechos uno tras otro.

—Llegaron poco antes que mi amo. Cuando hablé con ellos, les dije que se presentaran en la casa tres noches después, como mínimo, y les hice jurar que no harían daño a ningún miembro de la familia. —Recordó de nuevo, con un escalofrío, a Fabio, agachado junto a la ventana del comedor, cuchillo en mano, con la mejilla ensangrentada y los ojos brillantes. Pero no había motivo alguno para mencionárselo al rey.

—Señor —dijo Arquímedes de forma apremiante—. Este hombre me pertenece.

—Eso es algo cuestionable —replicó Hierón—. Según parece, es ciudadano romano, y no debería ser esclavo.

—Mi padre lo adquirió legalmente —insistió Arquímedes—. Lleva mucho tiempo con mi familia, y jamás nos ha sido infiel. Y tampoco lo habría sido ahora si no lo hubiese obligado una lealtad más antigua hacia su hermano. Además, se ha negado a comprar su seguridad al precio de traicionar a la ciudad, y se ha quedado aquí para arrostrar las consecuencias de su ofensa.

—¿Tú crees? ¿O simplemente confiaba en que no lo atraparían?

—Desde luego, esperaba que no me atrapasen —dijo enseguida Marco—, pero estaba preparado para sufrir las consecuencias en caso contrario, y sigo estándolo. —Deseaba acabar con todo aquello.

—¿Y cuáles piensas que deben ser las consecuencias? —preguntó Hierón.

Marco lo miró fijamente. Los brillantes ojos del rey seguían siendo inescrutables.

—Deberíais condenarme a muerte. —Se sintió orgulloso de lo tranquilas que habían sonado sus palabras.

—¡Ah, la muerte! —exclamó Hierón. Se reclinó en su canapé, subió las piernas y las cruzó—. Falaris de Akragas… ¿Ése soy yo? ¿Sabes, Arquímedes? Siempre me he preguntado acerca de ese toro de bronce. ¿Es técnicamente posible? No me refiero al vaciado de la escultura, sino al resto de la historia… que los gritos de las víctimas quedan distorsionados hasta parecer los mugidos de un toro.

Arquímedes lo miró, sorprendido.

—Técnicamente es posible distorsionar un sonido. Sí, por supuesto. Pero…

—¿Cómo pudo haber existido algo semejante? No te preocupes. No voy a pedirte que me construyas uno. Dime, Marco Valerio, ¿por qué se supone que debo condenarte a muerte? En efecto, debido a tus actos, ha sido asesinado un buen hombre; sin embargo, no lo mataste tú. Es evidente que no deseabas su muerte y que no participaste en el crimen. Lo máximo de lo que se te puede acusar es de haber proporcionado el arma asesina, y eso no suele considerarse una ofensa capital, como tampoco lo es ayudar a un pariente a escapar de la cárcel. Por lo que a mí respecta, no eres culpable de nada más. Cierto es que has abusado de la confianza de tu excelente amo y que has puesto a su familia en peligro, pero él parece más inclinado a interceder por ti que a acusarte. Y ya que no soy Falaris de Akragas, no voy a condenarte a muerte por un crimen al que un jurado asignaría un castigo inferior.

»Ahora bien, aunque tus ofensas no sean capitales, siguen siendo serias, y el castigo que deberías recibir por ellas depende de tu estatus, que es, como acabo de decir, cuestionable. Tú dices ser ciudadano romano, y Arquímedes, que eres su esclavo. Como esclavo que ha engañado a su amo y traicionado a la ciudad, y como cómplice del asesinato de un ciudadano, deberías ser azotado y enviado a trabajar a las canteras. Tu condición de romano, no obstante, te convierte en un enemigo nacional, y tu suerte depende enteramente de las autoridades militares de Siracusa, es decir, de mí. —Miró a su alrededor, como preguntando si alguien quería discutir aquello. Cuando sus ojos se encontraron con los de Arquímedes, se detuvieron un momento.

—Retiro mis derechos sobre este hombre —dijo Arquímedes en voz baja y poco firme—. Y, si es necesario, lo liberaré. Queda en vuestras manos, oh, rey.

Hierón asintió con la cabeza.

—Creo que basta con que retires tus derechos. ¿Deseas una compensación por él? ¿Cuánto costó?

—No quiero ninguna compensación.

Una nueva inclinación de cabeza. El rey volvió a dirigirse a Marco.

—Marco Valerio, hijo de Cayo, de la familia valeriana electa por votación de la ciudad de Roma, has ayudado a dos compatriotas tuyos a fugarse de la cárcel en que estaban retenidos. Me parece lo más adecuado que ocupes su lugar en la cantera hasta que seas intercambiado, rescatado previo pago o liberado junto con aquellos que fueron hechos prisioneros en la batalla. En el caso de que estés pensando que así estoy sentenciándote a muerte y convirtiendo a tu propia gente en tu ejecutora, permíteme añadir que, por lo que a mí se refiere, puedes contarle a Apio Claudio lo que desees sobre las defensas de Siracusa. Nada de lo que pudieras decir dañaría a esta gran ciudad; al contrario, podría ayudarla. De hecho, he mostrado nuestras defensas a tus futuros compañeros de prisión como un remedio al desprecio que el cónsul parece tenernos.

»En cuanto a Straton, hijo de Metrodoro, que murió en manos de los enemigos de Siracusa, decreto que reciba un funeral de estado y que su familia perciba por él lo mismo que si hubiera muerto en batalla… porque el que cae guardando la ciudad no es menos que el que lo hace defendiendo las murallas.

Hierón se interrumpió y paseó de nuevo la mirada por la estancia. Arquímedes inclinó la cabeza enseguida. Dionisos dudó, planteándose una posible protesta, pero después de mirar de reojo a Arquímedes, cedió. Entonces Hierón bajó también la cabeza, satisfecho.

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